miércoles, 29 de julio de 2020

EL LIMONERO DE MANOLO CALVINO

Manolo significó algo valioso y luminoso para muchas personas, y también para mí. Me ayudó mucho en mi reincorporación a la diócesis, cuando fui destinado a los Valles, quizá el momento crucial de mi vocación; creyó en mí. Nunca lo olvidaré. Desde Santa Ana, hace nueve años, escribí esto; me emociona haberle dado las gracias en vida, y no se me ocurren palabras mejores para él.

En el patinillo de mi casa cural hay un limonero. Cuando lo vi por primera vez aquel día de junio me pareció bello en su encierro entre las torturadas paredes y al mismo tiempo algo maltrecho. "Hace tiempo que no da limones", me dijeron. Mi vecino José Quesito diagnosticó daño en el tronco, y parecía cierto: el árbol estaba como herido por una especie de abandono o una invasión de silencio.

El limonero lo había plantado veintitantos años atrás Manolo Calvino, que llegó a Santa Ana recién salido del seminario: cura pequeño y vivaracho, que iba en moto de un Valle a otro, aficionado a los pájaros de todo tipo, un zagal lleno de energía y de la ilusión propia de quien pone el pie en su primer pueblo a los veinticinco añitos. Cuatro años aquí y Manolo pasó por sucesivos puestos de responsabilidad: administrador del seminario, párroco de Talavera... y ahora está en Oliva de la Frontera y es mi arcipreste.

Manolo cocina de maravilla (podría patentar el queso de untar), improvisa cenas sin despeinarse, se peina para atrás; se le da bien la decoración y se las ingenia como nadie para obras, reformas, etc. Manolo es muy sagaz y muy largo, a pesar de chiquitito. Cuando tú vas el viene de vuelta, prudentemente hábil, certero, capaz de enredar al más pintado con arte, finura y siempre una sonrisa. Ja, ja, cuando Calvin Klein (así le he puesto con mi afición a "rebautizar" al personal) pasa por mi pueblo que fue el suyo, saluda a todo quisque, conoce aunque no se acuerde de los nombres, sonríe y la gente le quiere. Y para mí éste es el criterio fundamental de calidad y solera.

Porque Manolo es un gran cura. Trabajador incansable, todoterreno, armado con un insuperable sentido común. Número uno en la destreza de plasmar en lo concreto lo grande del ministerio sacerdotal. Al obispo le dije que creo que en nuestro presbiterio diocesano hay compañeros sobradamente capaces de acompañar a los curas, y Calvin es uno de esos maestros de vida. De hecho, yo me siento acompañado por él: me llama cuando sabe que necesito un empujón, me sigue, me valora... aunque me llame "arrendao". Manolo, si lees esto, que sepas que no creas que no me doy cuenta de tus atenciones.

Todos estos años sin dar fruto el limonero sacerdotal... ¡y desde hace varias semanas desbordado de limones, estallando en amarillo! ¡Precioso, como resucitado, rebosante de vida y de agradecimiento! Los limones los cojo yo, pero el árbol lo plantó Manolo. Ésta es nuestra vida: muchas veces sembrar, algunas recoger. Si se cuida con humildad lo que otros inician, el resultado es estupendo; sobre todo si el que siembra es tan excepcional como Manolo. El otro día le regalé una bolsa de limones para su madre.

Valle de Santa Ana, 28 de febrero de 2011

sábado, 25 de julio de 2020

IMPACTO PARA TODA UNA VIDA


Sorprende siempre cuando fallece una persona con la que habitualmente no mantienes contacto. Alguien que conoces y aprecias, pero de quien llevas bastante tiempo sin noticia porque simplemente tus caminos y los suyos se separaron por el devenir de la vida. Y a veces, en el momento de lamentar su pérdida, recién te das cuenta de cuánto él o ella influyó sobre ti.

Es extraño. Recuerdo cuando el año pasado murió don Anastasio Gil, el director nacional de Obras Misionales Pontificias, cuánto me apené. Habíamos cruzado nomás algunos correos electrónicos, y tan solo una vez nos vimos cara a cara hace dos años en Madrid, en una de mis visitas a la Conferencia Episcopal para pedir plata. Bastó aquella única conversación para que yo recibiera una oleada certera de su bondad, su delicadeza y su prudencia.

Otras veces es alguien que está ahí, a quien ves casi continuamente, pero no identificas ningún momento puntual especialmente relevante. Me pasó con Caty Prior, nuestra vecina de siempre del piso de arriba en Mérida. La de veces, niño y adolescente, que me habré cruzado con ella en el ascensor, cuántos saludos, algún salto fugaz para pedir sal… pero solamente cuando me tocó celebrar sus exequias, al hacer esfuerzos por contener las lágrimas, reparé en que ella me transmitió algo valioso, contribuyó a mi educación sin palabras, con su manera de tratarme, con su discreción y esa sonrisa. Una relación superficial que me llegó más adentro de lo que nunca sospeché.

Perdimos también a Enrique Calvo, capellán del hospital de Mérida, y esa sensación regresó: ninguna charla profunda, pero siempre ese “¿Cómo estás? ¿Y tu padre?”, ese afecto franco, y la destreza para enterarte que tú le importas; a Enrique le salía natural. Sin alardes, siempre con mesura pero con autenticidad, cura fiel de la gente, uno de esos modelos en zapatillas. De nuevo me sentí desolado.

Y ahora, hace algunos días, partió Manolo de la Concha, tal vez el ejemplo más claro de esto que estoy contando. Manolo es salesiano cooperador de raza en el colegio de Badajoz, y allí llega un pipiolo recién ordenado, un curita novato con la cabeza en las misiones y los pies no muy bien asentados en la realidad. Manolo, hombre experto, intuitivo, padre de familia de sesenta años en aquel momento, me caló desde el minuto uno, me interpretó a la perfección y me dio lo que necesitaba aunque ni yo mismo lo sabía.

No hubo nunca “acompañamiento” en sentido estricto, jamás nos sentamos a solas a hablar de mi vida. Tampoco recuerdo ninguna cosa concreta que Manolo dijera en alguna de las múltiples reuniones, encuentros o retiros que compartimos en el centro de cooperadores o en la parroquia. ¿Qué fue, pues? Sus detalles, la preocupación por mí que lanzaba entre líneas, el sentido común que derrochaba, los cafeses y las cervezas, su invencible buen humor. Manolo me cuidó como un padre a un hijo algo desorientado, abrumado por el trabajo, vacilante en los primeros pasos de una forma vida a la que no me adaptaba y que después descubrí que no era para mí. Con cercanía, con comprensión y, por encima de todo, un entrañable cariño.

A pesar de que lo pasé muy bien en Badajoz, aquel año resultó muy quemante. Aprendí  mucho y tuve el privilegio de conocer a este fuera de serie, de estar expuesto a la bondad campechana que él desprendía, como cuando al atardecer te acercas al Amazonas y sientes cómo el frescor del agua te envuelve y te renueva. No me había percatado de la dimensión de Manolo en mi vida, y me alegro de ponderar con efecto retroactivo lo decisiva que fue su influencia, y cómo ha permanecido algo de él siempre en mis vueltas del río.

Somos producto de las personas que Diosito nos regala, nos van moldeando con la paciencia de Él. Me gusta pensar que algo de esas manos (su olor, su sudor, su sabiduría, su carácter…) se nos queda adherido y nos penetra hasta hacerse nuestro. Gracias Manolo, amigo. Te noto satisfecho y tranquilo en la Vida plena, seguramente disfrutando de un trozo de pan con una buena jícara de chocolate, como cuando eras pequeño. Siempre vas a estar en mi corazón.

domingo, 19 de julio de 2020

75 AÑOS DEL VICARIATO SAN JOSÉ DEL AMAZONAS


El 13 de julio de 1945 el Papa Pio XII, mediante la Bula In Catholici Orbis, creó la Prefectura Apostólica de San José del Amazonas; diez años más tarde la elevaría al grado de Vicariato Apostólico. Así comenzó una aventura fabulosa, una historia entretejida de fe, empeño misionero, audacia, paciencia y sobre todo mucho amor a la selva, a estos pueblos.

El documento encargaba la evangelización de esta región a la Orden de los Frailes Menores, bajo la figura de la “commissio”: “Hanc autem territorii partem, ita finibus circumscriptam, in novam erigimus et constituimus Praefecturam Apostolicam, quam Ioseph de Amazones denominandam decernimus eamque Ordinis Fratrum Minorum Missionariorum curis, ad Nostrum tamen et Apostolicae Sedis beneplacitum, committimus”. De hecho esta historia la iniciaron los franciscanos de la provincia San José del Canadá, a quienes la Orden confió el gobierno y el mantenimiento, económico y en personal, de la misión en este pedazo de Amazonía peruana.

Se puede decir que los pioneros vivieron una auténtica epopeya misionera. El barco “Le Gaulois”, en el que viajaban varios franciscanos, zarpó desde el frío Quebec remontando el estuario del San Lorenzo hasta el océano Atlántico, en una increíble travesía que terminó en el delta del Amazonas, donde naufragó. Todos los enseres que transportaban se hundieron, excepto la caja de madera que contenía el cáliz. Nadie falleció, pero tuvieron que empezar de nuevo. No se amilanaron y en una segunda tentativa  lograron cumplir su objetivo surcando el Gran Río hasta Iquitos, una hazaña en toda regla. No en vano el lema de Dámaso Laberge, primer vicario apostólico, era “Ne deficiant in via” (“No desfallezcan en el camino” Mt 15, 32).

Después de eso se desencadenó un desarrollo extraordinario de la misión. Los canadienses y las congregaciones que se unieron (Hospitalarias de San José, Misioneras Parroquiales, Ursulinas, etc.) trabajaron incansablemente y fundaron parroquias, escuelas, centros de salud, internados… Fueron respondiendo a los retos que encontraron, con los instrumentos y la mentalidad de una época convulsa por la revolución del Vaticano II. Entre ellos y ellas hubo genios, santos, valientes; y también limitaciones humanas, episodios escritos con renglones torcidos, como en cualquier gesta.

El fin de siglo registró un descenso de sacerdotes y religiosos común por todas partes. El vicario apostólico ya no era canadiense y entre los misioneros había cada vez más laicos. Ocurrió un crack económico en 2011 del que todavía nos estamos recuperando. Desde noviembre de 2014 el Vicariato apenas ha recibido apoyo económico por parte de la Orden Franciscana; oficialmente sigue siendo la responsable del envío de personal y de proporcionar los medios adecuados para el funcionamiento de esta Iglesia, pero de hecho ya no funge como tal.

Y así llegamos a esta efemérides, en una situación límite a la que, tristemente, ya casi estamos acostumbrados. Nos las vemos y nos las deseamos para financiar el Vicariato, los gastos corrientes: la manutención de los misioneros, el pago a los trabajadores… Hay que estar siempre pidiendo y vivimos de limosna. Para poder realizar nuestras tareas (visitas a las comunidades, catequesis, encuentros, pastoral variada…) continuamente hemos de estar presentando proyectos y rindiendo cuentas, siempre en la incertidumbre, siempre luchando.

Por otra parte está la escasez de misioneros: de los 16 puestos de misión, hay 7 donde no contamos con presbítero;  y a esos se suman 2 en los que directamente no hay nadie. Esta es la realidad. Pienso que la fórmula de la “commissio” ya no da para más; el asignar los territorios de misión a grandes congregaciones religiosas poderosas en personal y en recursos económicos valió en el pasado y logró apreciables éxitos, pero hoy día casi nadie en la Iglesia dispone de mucha gente y mucha plata. Todos somos pequeños y creo que se trata de sumar. Ojalá las autoridades estén estudiando maneras alternativas de gestionar las misiones, pero mientras llegan decisiones y cambios, acá necesitamos urgentemente una solución inmediata para continuar en pie.

Ni siquiera hemos podido celebrar en condiciones, pero al menos en Punchana hicimos un brindis el día 13. Se proyectaban fotos antiguas y actuales, todas de misioneros. Imágenes en blanco y negro de los de ayer, hombres y mujeres míticos que se dejaron la vida (algunos literalmente) por los más humildes en estas tierras; pero también rostros a colores, de los tiempos recientes, unos pasaron fugazmente, otros permanecieron, muchos dejaron huella. Mezclados con todos, iban apareciendo nuestras propias caras, las de los misioneros actuales. Confieso que al verme ahí, sentí sorpresa y una combinación de rubor y orgullo. Amo el Vicariato, me duele el Vicariato, y para mí es prodigioso estar acá y continuar escribiendo, junto con mis compañeros, esta fascinante historia. Solo le pedí a Diosito que nos haga dignos de ella.

martes, 14 de julio de 2020

LAS FAUCES DE LA INIQUIDAD


Necesitamos médicos en Santa Clotilde. Tenemos en total tres para un hospital y trece establecimientos rurales de salud con una población total de más de 20.000 habitantes a lo largo de 500 kilómetros entre los ríos Napo y Curaray. En una pandemia tan destructiva como ésta, es como intentar parar un tren de alta velocidad con un cojín de dormir la siesta.

Una cifra raquítica y ridícula ya en la era pre-coronavirus. ¿Cómo es posible que en un territorio tan enorme haya tan poco personal? La red sanitaria del Napo la gestiona el Vicariato hace años en convenio con la Dirección Regional de Salud de Loreto (DIRESA). Un convenio que especifica que corresponde a la DIRESA “realizar los contratos y la asignación del personal” (artículo 2.4). Un convenio que la administración tradicionalmente no cumple a cabalidad.

En estos momentos la micro-red tiene 77 trabajadores, cuando según el convenio debería tener 112; el virus la pilló con 35 profesionales menos, un número muy respetable cuando todos los brazos son pocos. De entre las carencias, la más lacerante es la de los médicos. Y en mayo estábamos peor: solo teníamos dos médicas y una de ellas apunto de renunciar, como hizo, agotada, después de trabajar meses a todas horas, sin posibilidad de turnos y con un contrato eventual en que le pagaban poco y tarde.

Desesperados, llamamos al Director Regional de Salud y no paramos hasta que vino a la casa a conversar con el obispo. En aquella conversación nos prometió tres médicos más, adicionales a las dos que ya teníamos. “Algo es algo” –suspiramos más aliviados, “tendremos cinco médicos” (es triste valorar como una conquista extraordinaria lo que simplemente te corresponde por ley). ¿Qué ocurrió después? Que pasaron muchos días con esas plazas ofertadas… y silencio. Nadies venía a postular a esos contratos.

Por esas fechas (fiesta de San Juan) comencé a patearme las oficinas de DIRESA para reclamar, recordar compromisos, ingresar documentos, pelear por pagos atrasados… La administradora me atendió muy amablemente y me mostró en su computadora el presupuesto dispuesto por el Director, pero “padrecito, es que los médicos no quieren venir, muchas plazas quedan vacantes en Loreto”. Normal: son contratos CAS-COVID por tres meses, y luego ya no se sabe; además no computan a la hora de acceder al “nombramiento” (plaza de por vida). ¿Quién va a dejar otro trabajo o simplemente viajar hasta el confín de la selva, con calor y mosquitos, con esas condiciones?

Tres semanas después, la médica que teníamos accedió a esta modalidad de contratación y dos nuevos doctores felizmente sí quisieron, de modo que hemos pasado de dos a tres. Profesionales que deberían ser estables en el hospital, con contratos largos, pagados con los recursos financieros ordinarios de DIRESA. Pero no: son contratados únicamente por tres meses, con un dinero puntual que llega del Estado a causa de la emergencia sanitaria, y que deberían sumarse al personal habitual. Conclusión: la DIRESA no tiene plata. Lo que maneja hoy día es a causa del coronavirus. ¿Dónde están los fondos públicos para la salud de nuestra región?

Seguramente perdidos en los recovecos de ese laberinto administrativo que, a base de horas, estoy comenzando a descifrar. El COVID desnuda la realidad de la desatención estructural de la salud en nuestro territorio, especialmente en las zonas más alejadas y vulnerables. El sistema está torcido. La corrupción es tan profunda, de una magnitud tal, que el Estado se ve atado de pies y manos, el dinero se queda en bolsillos intermedios, se ofrecen contratos chuecos, no hay médicos ni los habrá.

En la práctica, la vida de los indígenas kichwas del Napo vale menos que la de los limeños, por ejemplo. Se viola sistemáticamente el derecho humano a la salud, y esto se ha agravado en esta pandemia. El monitor de la señora fue para mí como asomarme la caja de Pandora de la injusticia (y eso que ella hace lo máximo que puede, y se lo agradecemos mucho);  el descubrimiento informático de la infamia; la visión aterrada de las fauces de la iniquidad. Como cuando Frodo se ponía el anillo y el Enemigo le miraba.

jueves, 9 de julio de 2020

120 CHIVOLOS SOLOS


Hace un par de entradas comentaba la sorpresa que me llevé al conocer la asociación OEPIAP (Organización de Estudiantes de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Peruana) en Iquitos. Fue por casualidad: uno de los muchachos, awajún él, conocía a una de las compañeras del equipo itinerante varadas por la pandemia, y la visitó. Almorzamos juntos y a medida que Darío contaba, mis ojos se abrían como platos.

Son universitarios, todos indígenas que desean serlo. Los hay boras, shawis, achuar, kukamas, wampis, kichwas, matsés, tikunas, murui, secoyas… De rasgos amazónicos, el sol y la lluvia en su mirada. Llegados de todos los puntos de la selva peruana a la gran ciudad para estudiar y labrarse un futuro; chicos de ribera, humildes pero listos y con determinación.

Su organización tiene un acuerdo a cuatro bandas con el gobierno regional, la UNAP (Universidad Nacional de la Amazonía Peruana) y AIDESEP (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana, sus mayores), vaya tela con las siglas. “Pero no se cumple” – continuaba. Deberían tener su terreno y sus instalaciones, y de hecho el anterior gobierno le concedió uno… que estaba calificado como zona deportiva, y en cuanto el presidente cambió se lo jalaron a pesar de que habían construido una sala de informática.

“¿Y dónde están ahora?”. “La mayoría estamos en un hotel propiedad de un señor chino que el gobierno ha alquilado durante la pandemia, pero no cabemos. Unos veinte están por la ciudad en cuartos. Cuando desee, nos visita”. Dicho y hecho. Una tarde antes del toque de queda me escapé por el distrito de San Juan. El hotel desde fuera es pituco y tiene hasta piscina vacía. Sentados a una mesa, la junta directiva de OEPIAP me fue desgranando sus clamores: además del alojamiento, la región les da su manutención, pero los alimentos llegan escasos y tarde. Están cansados de comer arroz y casi ni se acuerdan de las verduras y la fruta.

Mientras conversábamos, miraba por encima de sus cabezas y veía a un par de chicas salir de un pabellón, otro grupo allí al fondo, todos sonrientes y muy jóvenes. Muchos estudian en la UNAP, que les apoya con parte del coste de la matrícula, otros no, y todos tienen la torre encima: “Se van a reanudar las clases cuando termine la cuarentena, pero van a ser virtuales. Casi ninguno de nosotros tiene computadora, ¿qué vamos a hacer?”.  Muchos no tienen para su movilidad, su jabón… y los hay que renunciaron porque sus papás no pueden ya enviarles nada, las economías familiares despojadas hasta el extremo por el virus.

Pero lo que más me impactó fue cómo viven, se organizan, limpian… solitos. “¿No hay ningún adulto con ustedes, como asesor o cuidador?”. No. Es impresionante. Una especie de residencia de estudiantes manejada por los mismos jóvenes, con sus reglas, a su manera, sin la intervención de los mayores; los dormitorios separados por sexos, los roles de tareas domésticas, los horarios y las sanciones. Me quedé a cuadros, la verdad.

No puedo negar que los muchachos me cayeron de la patada, y que mi viejo gen se activó. ¿Cómo es posible que estos huambros estén acá, botados sin nadie que les acompañe? ¿Qué ocurre cuando se desesperan, se deprimen, pasan hambre, se enamoran, se desengañan…? ¿Quién les aconseja en trances de rotura de ilusiones o golpes crueles de la vida? ¿Quién les anima cuando se pierden o se cansan, quién les orienta? Nadies. Esa es la realidad.

Pobres pero valientes, desde luego. Duros para su edad, acostumbrados a los códigos de lucha y supervivencia del bosque y el río. Bregan para pedir apoyo aquí y allá, dejan documentos, tocan puertas y cuentan con la osadía de la juventud y las alas de los sueños por cumplir. A quienes estén leyendo esto: ¿qué podríamos hacer para ayudar a estos chicos y chicas que son el futuro indígena de nuestra selva peruana?

sábado, 4 de julio de 2020

DÍA 107: SE ACABÓ, Y AHORA A BAILAR


Llegó el 1 de julio y, 107 días después, se acabó. Al menos por el momento. El virus no se ha ido, está en cada árbol y en cada esquina, pero ahora toca salir a bailar con él.

“Solo” han sido tres meses y medio, pero parece que ha pasado una vida. Dos meses los pasé en Indiana, al principio con el sobresalto del positivo de mi obispo y el brete de verme convertido en la autoridad de la noche a la mañana, vicario general recién estrenado, teniendo que tomar decisiones sobre comunicados de prensa y coordinando asuntos con provinciales, directores y hasta con el nuncio. Más tarde, en abril, una época de calma tensa, tedio y rutinas para llenar el tiempo, hasta que se anunció el primer caso en Loreto, justo en Indiana, a dos cuadras de mi casa.

A partir de ahí, unas semanas de intenso trabajo con las autoridades distritales, la llegada de las primeras ayudas gestionadas muy velozmente por el Vicariato, y finalmente, los primeros diez días de mayo, el recorrido por las comunidades de mi nuevo puesto de misión para alertar, informar, sensibilizar, aconsejar. Al regreso de este viaje inolvidable se desencadenó la vorágine: el aumento exponencial de casos positivos, la avalancha de peticiones de auxilio y la creación de la comisión vicarial de gestión de la crisis. Ahí comenzó la segunda parte de mi cuarentena.

De modo que me vine a Iquitos, a nuestra sede de Punchana, desde donde escribo hoy. A partir de mediados de mayo hasta la semana pasada, literalmente no hemos parado. Confieso que me siento física y mentalmente agotado, triste por lo que sigue ocurriendo y al mismo tiempo satisfecho con el trabajo que hemos realizado hasta ahora. He recordado mucho aquella oración: “Yo hago buenamente lo que puedo / lo demás lo hace el Señor, que lo puede todo…”.

Dentro de un rato pienso ir a la calle, pero la verdad es que no siento ninguna emoción especial. He tenido que salir muchas veces a lo largo de este último tiempo: al aeropuerto, a la agencia a recoger cajas, a la parroquia a por el carro, al puerto. Los trabajadores de la oficina del Vicariato van llegando y tampoco se registran carcajadas ni efusiones. Les pregunto por sus familiares, algunos han muerto. No es día de festejar nada hoy.

Veo algunas anotaciones que hice durante estos 107 días de encierro. No somos todopoderosos al dominar la naturaleza (vaya descubrimiento, ¿no? Me recuerda a Mastropiero: “fundó Caracas… y acertó a fundarla en el mismo centro de Caracas”); la necesidad de relativizar nuestras programaciones, de ensayar vivir sin tener todo tan controlado y planificado; la pandemia ha puesto en evidencia la precariedad de la gente, la injusticia estructural de este país… Casi por primera vez en mi vida, he sentido que yo también corro un peligro real de morir… En fin.

Guardé una preciosa canción de Rozalén que me pasó Sonia Fernández, y que dice así:

Cuando salga de esta iré corriendo a buscarte / Te diré con los ojos lo mucho que te echo de menos
Guardaré en un tarrito todos los abrazos, los besos / Para cuando se amarre en el alma la pena y el miedo
Somos aves enjauladas / Con tantas ganas de volar
Que olvidamos que en este remanso /También se ve la vida pasar


No noto tantas ansias por volar, pero sí echo de menos alguien cerca para ir corriendo a abrazar y sentirme protegido. De todos los aprendizajes, el más cierto y doloroso es lo frágiles que somos, lo frágil que soy. Aunque también creo que medio aprendí el día de mi 50 cumpleaños a salir a bailar sin sensación de ridículo (claro que no recuerdo haber tomado más pisco sour jamás, y eso también cuenta). Ojalá me sirva para danzar con el virus.