sábado, 4 de julio de 2020

DÍA 107: SE ACABÓ, Y AHORA A BAILAR


Llegó el 1 de julio y, 107 días después, se acabó. Al menos por el momento. El virus no se ha ido, está en cada árbol y en cada esquina, pero ahora toca salir a bailar con él.

“Solo” han sido tres meses y medio, pero parece que ha pasado una vida. Dos meses los pasé en Indiana, al principio con el sobresalto del positivo de mi obispo y el brete de verme convertido en la autoridad de la noche a la mañana, vicario general recién estrenado, teniendo que tomar decisiones sobre comunicados de prensa y coordinando asuntos con provinciales, directores y hasta con el nuncio. Más tarde, en abril, una época de calma tensa, tedio y rutinas para llenar el tiempo, hasta que se anunció el primer caso en Loreto, justo en Indiana, a dos cuadras de mi casa.

A partir de ahí, unas semanas de intenso trabajo con las autoridades distritales, la llegada de las primeras ayudas gestionadas muy velozmente por el Vicariato, y finalmente, los primeros diez días de mayo, el recorrido por las comunidades de mi nuevo puesto de misión para alertar, informar, sensibilizar, aconsejar. Al regreso de este viaje inolvidable se desencadenó la vorágine: el aumento exponencial de casos positivos, la avalancha de peticiones de auxilio y la creación de la comisión vicarial de gestión de la crisis. Ahí comenzó la segunda parte de mi cuarentena.

De modo que me vine a Iquitos, a nuestra sede de Punchana, desde donde escribo hoy. A partir de mediados de mayo hasta la semana pasada, literalmente no hemos parado. Confieso que me siento física y mentalmente agotado, triste por lo que sigue ocurriendo y al mismo tiempo satisfecho con el trabajo que hemos realizado hasta ahora. He recordado mucho aquella oración: “Yo hago buenamente lo que puedo / lo demás lo hace el Señor, que lo puede todo…”.

Dentro de un rato pienso ir a la calle, pero la verdad es que no siento ninguna emoción especial. He tenido que salir muchas veces a lo largo de este último tiempo: al aeropuerto, a la agencia a recoger cajas, a la parroquia a por el carro, al puerto. Los trabajadores de la oficina del Vicariato van llegando y tampoco se registran carcajadas ni efusiones. Les pregunto por sus familiares, algunos han muerto. No es día de festejar nada hoy.

Veo algunas anotaciones que hice durante estos 107 días de encierro. No somos todopoderosos al dominar la naturaleza (vaya descubrimiento, ¿no? Me recuerda a Mastropiero: “fundó Caracas… y acertó a fundarla en el mismo centro de Caracas”); la necesidad de relativizar nuestras programaciones, de ensayar vivir sin tener todo tan controlado y planificado; la pandemia ha puesto en evidencia la precariedad de la gente, la injusticia estructural de este país… Casi por primera vez en mi vida, he sentido que yo también corro un peligro real de morir… En fin.

Guardé una preciosa canción de Rozalén que me pasó Sonia Fernández, y que dice así:

Cuando salga de esta iré corriendo a buscarte / Te diré con los ojos lo mucho que te echo de menos
Guardaré en un tarrito todos los abrazos, los besos / Para cuando se amarre en el alma la pena y el miedo
Somos aves enjauladas / Con tantas ganas de volar
Que olvidamos que en este remanso /También se ve la vida pasar


No noto tantas ansias por volar, pero sí echo de menos alguien cerca para ir corriendo a abrazar y sentirme protegido. De todos los aprendizajes, el más cierto y doloroso es lo frágiles que somos, lo frágil que soy. Aunque también creo que medio aprendí el día de mi 50 cumpleaños a salir a bailar sin sensación de ridículo (claro que no recuerdo haber tomado más pisco sour jamás, y eso también cuenta). Ojalá me sirva para danzar con el virus.

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