jueves, 25 de noviembre de 2021

LA CATEDRAL DE LA NATURALEZA

 
El protagonista de esta hermosa foto es el árbol, un inmenso zapote que hay junto al salón comunal de Pucashpa, pequeña comunidad a una hora de Indiana, río abajo. Allí pasé la mañana del domingo del DOMUND, y he de decir que me sentí misionero por los cuatro costados, disfruté en mi piel como pocas veces.

Era el tercer intento allá en Pucallpa (“Pucashpa” es una chapa, un apodo), los dos anteriores infructuosos: por dificultades en la comunicación, mingas inoportunas y demás contratiempos no llegaba nadies y nunca hubo celebración. Así que iba con la escopeta un tanto cargada, “como de nuevo no aparezcan, no regreso”, amenaza por otra parte tan poco misionera como falsa, la estoy profiriendo y sé que no la cumpliré.

Pero esta vez incluso nos estaban esperando en el puerto, de modo que al ratito estaba ya el grupo de cristianos dispuesto para la Eucaristía. Como el calor apretaba y nos íbamos a sancochar en el salón, ardiente bajo su tejado de calamina, y viendo la rica sombra que propiciaba el zapote vecino, decidimos sacar la mesa y las bancas para celebrar frescos.

No teníamos cancioneros, ni velas, pero no hay templo más auténtico que la Amazonía, la comunidad envuelta por todos los espíritus del bosque y del agua, la Vida divina fluyendo, animando y haciéndonos uno con las plantas, los animales, todo lo que palpita en nuestra inmensa selva. De hecho sí que cantamos (las canciones más fáciles del mundo más o menos las sabían) y nuestras voces se entrelazaron con el susurro del viento mañanero.

A pesar de que nuestro rito descansa esencialmente sobre los alimentos más simples y significativos de la cultura de Jesús, parece que el pan y el vino no resultan elementos tan legibles para estas gentes ribereñas, cultura del pescado, el plátano, la yuca y antaño las charapas y el mitayo (tortugas y caza de monte). Conozco algo de la historia de los últimos cuarenta años de misión en Indiana, y cómo por ejemplo el bravo Gastón Harvey se sacaba el ancho recorriendo todos estos caseríos de la orilla baja cada fin de semana, una y otra vez, celebrando la Eucaristía… y ni por esas los lugareños están familiarizados con el pancito.

Ni siquiera los más mayores, las mujeres clásicas y fieles, que en Pucashpa también las hay. Me impacta que no van a comulgar porque, simple y llanamente, no han hecho la primera comunión; y no la hicieron porque “no nos hemos preparado”, en sus propias palabras. Y es que mientras que el Bautismo podríamos considerarlo por estos parajes como las asignaturas obligatorias y troncales, la Comunión es como una maestría, y la Confirmación no digamos, un grueso doctorado.

De manera que estamos juntos, encontrándonos con Diosito así de frente, sin intermediarios, espontáneamente, afortunados en la imponente catedral natural donde todo nos habla de Él… pero nos topamos con los artilugios pastorales, a veces complejos, que a la hora de la verdad no tanto facilitan, sino que atajan o enfangan el acceso del pueblo menudo a la experiencia de Jesús en forma de alimento.

Aun así fue un momento profundamente espiritual. Incluso cerramos los ojos al final (recibimos la comunión los dos jóvenes de Indiana que me acompañaban y yo) y casi pudimos notar el suave rumor del Amazonas cercano, el Señor de la Vida fecundando el silencio. ¡Qué privilegio!

En la surcada de regreso me sobrevenían preguntas: ¿Tal vez es que a nuestros sacramentos les cuesta conectar con su espiritualidad? ¿No sería aún más pleno si los autóctonos “dieran a luz” los ritos y expresiones de nuestra fe pero en sus categorías culturales? ¿Lo “religioso” es siempre imprescindible para “lo espiritual”? ¿Qué aprendo yo, en este lugar y con estos hermanos, de lo que significa ser una persona espiritual?

Ese día aprendí bastante, sin lugar a dudas. Y gocé mucho más.

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