viernes, 18 de septiembre de 2020

SUICIDIO ADOLESCENTE


En Indiana llevamos dos suicidios y dos intentos fallidos en poco más de año y medio. Una cifra a todas luces abultada para una población que ronda los 3000 habitantes. Y siempre gente joven. Toca pararnos a pensar qué está ocurriendo y qué podemos hacer para que esta tragedia no se repita.

El último episodio ha sido especialmente dramático y ocurrió algunos días atrás. Recién llego de Iquitos en la mañana, me siento a tomar desayuno y me cuentan que hace un rato han hallado muerta a una chica de quince años. He mordido la papaya y me he ido al toque a la casa con una especie de frío en la boca del estómago que me recordaba a la protagonista de “Como agua para chocolate”.

A pesar de que más o menos sabía lo que podía encontrarme, no creo que me acostumbre jamás. Parece que la huambra aprovechó cuando ya todos dormían, sobre las 11 de la noche, para ahorcarse. Al llegar tienes que soportar la visión del estropicio, el cuerpo inerte incongruentemente joven y bello, la sangre seca, los gritos y las lágrimas de espanto. Las gestiones con las autoridades, las conversaciones y permisos, los encargos de la caja y la capilla ardiente, parecen ser maniobras deliberadas de distracción para de algún modo esquivar lo que hay ante nosotros y aplacar la conmoción.

Nadie sabe cómo reaccionar ante algo así. La mamá solamente solloza y un hijo mayor o un sobrino la reprende, “ya no llores”; la policía toma fotos, confisca el celular de la muchacha; los de la fiscalía desde Iquitos avisan por teléfono de que no pueden personarse en el lugar; los médicos dicen que no pueden emitir un certificado de defunción en estos casos de muerte violenta; el subprefecto y el juez de paz me piden que trate de mediar y convencer a unos o a otros para que se pueda proceder al levantamiento del cadáver. Eso me da un respiro y un refugio momentáneo, y me permite sentirme útil en una circunstancia en que todos estamos de sobra.

Cuando el cajón con el cuerpo es finalmente colocado en el piso bajo ha pasado un largo rato y ya hay mucha gente esperando. Me impresiona cómo las personas se agolpan, se echan literalmente encima del cadáver, hacen fotos. Hay una especie de curiosidad morbosa que impregna el silencio moteado de ruidos de pies, cuchicheos y trajines de mujeres que ya han comenzado a pensar en el almuerzo de los que acudirán. “Compra una gallina”, dice la mamá con un hilo de voz. Ahora estoy en la cocina, junto a ella, mudo de estupor, mi mano inoperante sobre su hombro, contemplando esa pobreza que afea más el horror que nos intoxica.

En la noche hay un rezo. Ahora es una multitud la que rodea la casa, no hay distancia social, ollas humeantes, bolsas de panes que van y vienen, muy pocas mascarillas. Trato de buscar palabras medio atinadas, pero me resulta muy difícil, temo solamente aumentar la confusión. Los amigos y compañeritos de la chica proyectan un video que han hecho con fotos, rostros muy jóvenes, sonrisas y poses divertidas disonantes, casi molestas. La emotividad rompe algunos diques y asoma, a pesar de que la gente es culturalmente poco expresiva. La mamá tiene la vista baja, una lágrima resbala por su rostro hasta el piso; el papá, más contenido, saluda a los que llegan, pero sobrecoge sentir el peso que carga.

La mañana del entierro la familia ha querido llevar el cuerpo a la maloka de la misión, como una estación previa a la sepultura. De nuevo hacemos una pequeña celebración, de nuevo me toca decir algo. Pero más bien me impactan las palabras que dirige el papá a todos los asistentes, esa aceptación de lo irremediable, esa calma tensa. Las religiosas acompañan la comitiva al cementerio, y a mí me parece que debo quedarme, en parte por no crear un precedente y en parte para darme un respiro.

No me sirve de mucho porque varias noches no duermo bien, sueño con ella y esa vida truncada de forma incomprensible. Y despierto meditando qué podemos hacer, no podemos seguir cada uno con nuestra vida como si no hubiera pasado nada, como si esta atrocidad se la hubiera de llevar la marea, igual que el mar arrastra las conchas de la orilla, imperceptible pero inexorable. No, algo tenemos que intentar.

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