Llega el sábado y nada preparado, ninguna historia en el bolsillo. Podría ser que la Asamblea Vicarial de la semana pasada fue un exitazo, la mejor que recuerdo, pero no tengo fuerzas. Un virus maligno me ha dejado KO, fulminante y mortífero como un gancho de izquierdas, y me ha empaquetado en la cama.
Durante el regreso de Indiana llovió, y el faldón del
ponguero en que veníamos, en lugar de proteger, estaba doblado de una manera
que le convertía en un embudo que acopiaba agua y nos la botaba encima a Raquel
Peralta y a mí (Diosito, ¿cómo estará ella?). Me mojé todito a las primeras
de cambio y luego recibí el viento húmedo de dos horas de bajada por el
Amazonas. Ahí empezó todo.
El lunes primero sentí un bruto calor como encerrado dentro
de mí, ocluido, sin sudor. Y en la tarde ya escalofríos, los dientes tiritando a
pesar de los 30º de temperatura, como en las malarias. De pronto, en un
santiamén, el virus te maniata la energía y apunta sin piedad a la línea de
flotación del optimismo. La cantidad de tareas que intuyes que no vas a
poder hacer los próximos días se te vuelven un muro o la ola gigante de un
tsunami. Y te acuestas para que te aplaste.
Siento la garganta como si me estuviera mordiendo una
piraña, pero no hay placas. A medida que los ibuprofenos y paracetamoles van
desfilando, rompo a transpirar. Y es un sudor paralelo al ardor anterior:
feroz, desbordante. Las sábanas, los polos y los piyamas acaban empapados.
Las lavadoras se suceden; las pongo por las mañanas, cuando estoy un poco más
entero. No tienes cabeza para nada, pongo modo avión para que no me angustien
mensajes de trabajo… ¿Cómo hará el Papa para seguir escribiendo textos desde el
Gemelli? Qué trome.
Y así, en plena lucha contra lo que fuera, comenzó la
cuaresma. Alguien bromeó: “que te lleven la ceniza a la cama”. Pero no hacía
falta, porque mis penitencias eran el dolor de garganta y de cabeza, y los 39
de fiebre; el ayuno, no poder tragar casi nada; la oración, “Diosito, que pase
una buena noche y mañana ya esté mejor”. No necesité ceniza para meditar
acerca de lo poco que somos, del peso de mi vulnerabilidad, de las dentelladas
de las pasividades de disminución.
Hubo momentos muy lastimosos. Te preguntas para qué
“tanta cosa”, tanto trabajo, “tanto penar para morirse uno”, en palabras de
Miguel Hernández. Y se te viene todo encima. Justo hace un año estaba yo
con mi mamá, en sus últimos días… lo que tuvo que sentir, la tristeza, la
soledad, a pesar de que estábamos todos a su lado… La extraño muchísimo.
Siempre trataba de ocultarle estos percances de salud para que no se preocupara
y porque no podía hacer nada desde tan lejos, pero sabía que estaba ahí. Pero
ahora…
Me acusan de mal enfermo porque no hago caso, no consiento
en ir al hospital, no quiero tomar antibióticos. Cuando estás así, tan débil,
sin poder dar un paso, sin ganas de nada, no vale que te regañen. Necesitas
que te consideren, que se acuerden de que existes, te echen de menos si no te
ven por la casa; que te atiendan, que te cariñen, y hasta te engrían y te
pregunten: “¿qué te apetece para almorzar?”. Qué bonita palabra, el cuidado.
En fin. Estamos a viernes, quinto día de batalla contra ese
enemigo invisible pero bravo. Y parece que vamos salir de esta. Anoche
me atreví a recoger la ropa y uf, fue como correr la maratón de Nueva York;
pero hoy tal vez me anime a alcanzar el comedor por mi propio pie. Esta mañana
me miré al espejo y vi a un tipo todo ojos y con una barba como la del conde de
Montecristo después de escapar del Castillo de If.
Está comprobado que a los Reyes hay que pedirles salud,
lo demás importa un pepino. Salud; solo caemos en la cuenta de lo preciosa
que es cuando la perdemos. Eso es todo. Disculpen que esta vez no tenía nada
que contar.
2 comentarios:
Nos dejas preocupadas , espero que las personas cercanas te cuiden y te dejes cuidar .
Ya nos dices que tal sigues
Pero, bueno, mi querido César. Espero que estés mejor. Y cuídate!!!!
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