Cuando estoy en España me gusta pasar por las parroquias
donde serví antes de irme al Perú, hace ya diez años. Trato de cuadrar
calendario para ir a celebrar la Eucaristía y así ver de golpe a bastante gente.
Lo prometí cuando me despedí y lo hago con mucho gusto, con esfuerzo y en la
medida de lo posible; y lo vivo como un grato deber.
Esta vez la visita transcurre en una época del año
totalmente desacostumbrada para mí. El invierno es duro en mis queridos pueblos
del sur de Extremadura, con frío, días cortos y mucho silencio. No tiene
nada que ver con septiembre y sus fiestas, o con la patrona Santa Ana, el
personal en la calle y misas concurridas y engalanadas. Pero participar, aunque
sea puntualmente, en la realidad cotidiana tiene su encanto.
Un impacto evidente es el estrago del paso del tiempo:
todos vamos siendo mayores. Yo era un niño de 34 años cuando llegué a mis
primeros destinos, y ahora soy un hombre maduro (esperemos) de 54, con la
cabeza más despejada en varios sentidos y buenas raciones de experiencia. Y
nuestra gente sigue esencialmente la misma, la mayoría mujeres con 15 o 20 años
más, hay poco relevo en las feligresías; nunca me ha gustado esta palabra.
Es lindo toparse con los vestigios del propio paso por
los lugares, objetos que pueden ser trasunto de la huella que dejamos en las
personas: los archivadores de un despacho, la puerta de la casa que se
reparó, un cáliz de cerámica, una cartelera, un micrófono plano de altar. Ojalá
quede algo de mí en el devenir de mis pueblos, en las pequeñas historias
personales y familiares que van moldeando el día a día.
Contemplé emocionado un par de atriles de madera y los
sagrarios de los Valles, restaurados primorosamente por mi mamá, que se
conservan como hitos de su cariño y agradecimiento a esas comunidades que ella
sabía que me cuidaban con esmero. Cuántas condolencias me han expresado estos
días, a la vez que me preguntaban por mi papá. Su memoria me acompaña y
permanece en la sencillez de tantos que siempre intuyeron que quererlos a
ellos era quererme a mí.
En la misa dominical de 1 de Valencia del Ventoso había un
nutrido grupo de asistentes, y entre ellos bastantes niños y jóvenes. Estaba
muy bien preparada, y se notaba la dedicación de los catequistas, casi todas mamás
en la treintena. Fue estupendo presidir esa Eucaristía ágil, dinámica y por
momentos divertida. Me alegró apreciar que lo que se sembró hace 20 años se
va desarrollando, va evolucionando y da sus frutos.
La tarea fue igual de entusiasta en los sitios más pequeños
y humildes: Atalaya, La Lapa, Matamoros; pero ahí noté un arañazo de
nostalgia, pueblos y por tanto parroquias que se van apagando, que cuentan
por decenas los que cada año se marchan al abrazo de Diosito. En Valverde de
Burguillos además habían entrado a robar esa misma mañana, en la impunidad que
otorga la vaciedad de las calles, y todo estaba patas arriba, los cajones de la
sacristía abiertos y la Virgen de los Dolores sin sus anillos. Qué tristeza.
Mirado desde donde estoy ahora, me cuestiona mucho la manera
de atender estos pueblos, ya el término no es muy agraciado. Hay un
compañero que tiene cuatro parroquias (denota mucho ese lenguaje
posesivo), y por tanto le toca celebrar cuatro misas de domingo, con lo cual
unos salen mejor parados que otros en los horarios. Y es así porque,
desafortunadamente, todo sigue dependiendo de los curas. Creo que hay que replantear
globalmente la pastoral en estos ámbitos rurales, a partir de equipos de
presbíteros y buenos organismos zonales de coordinación donde los laicos sean
protagonistas y realmente corresponsables.
En mis diferentes adioses siempre dije que me
sentía feliz de haber sido vecino y párroco de mis pueblos: “es un honor que
ostentaré toda mi vida, que me acompañará siempre”. Lindo título ser párroco
emérito; implica un vínculo espiritual con mis parroquias, por las que sigo
velando aun en la distancia, me duelen y endulzan mi corazón. Por eso
siempre intento regresar, para no olvidar de dónde vengo y perseverar en la
gratitud, pues mucho bien recibí.
Feliz año nuevo.
1 comentario:
Que bonito recoger la cosecha , pero que triste que nuestros pueblos se vayan vaciando y se vayan hechando las llaves a tantas puertas que quizás solo la abran los hijos a la vuelta de la ciudad.
Un abrazo
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