Esto me lo escribió en un whatsapp Fernando Flórez,
cuando le conté que íbamos a ir a Puerto Refugio al evento de danza
tradicional murui con motivo de la fiesta patronal. Jamás voy a olvidar
aquel día y aquella noche, en la capilla y en la maloka; quiero intentar
expresar lo que viví, pero no sé si acertaré.
La cosa comenzó con un max mix de sacramentos,
algo habitual por esta orilla colombiana del Putumayo. Joaquín, el obispo de
Puerto Leguízamo, el vicariato hermano gemelo en la frontera, es asiduo de esta
fecha de San Bartolomé, y como otros años celebró Bautismo, Confirmación y
primera Eucaristía con su estilo cercano y humilde.
Sobre las tres de la tarde el manguaré llamaba porque ya
habían llegado los grupos de las tres comunidades invitadas: Lagarto Cocha, Yarinal
y San José. Nosotros también nos fuimos ya a la maloka y presenciamos las
presentaciones y bienvenidas, junto con las primeras danzas que cada delegación
ofreció. El cacique de Refugio iba saliendo a bailar y así las acogía.
En el descanso que siguió, durante el que nos invitaron a almuerzo, se acercó
también a nosotros a saludarnos. Eran más o menos las cinco.
Al anochecer, la maloka estaba a full; cada comunidad
visitante había colgado sus hamacas en una zona, como en los tres lados de un
cuadrado, dejando el área central para el baile y el cuarto lado para la
entrada; a un costadito de ella encontramos acomodo. Frente a nosotros, en el
espacio del mambeadero, se sentaban las autoridades tradicionales. Observé que mucha
gente tomaba coca y chupaba ambil, las plantas sagradas que conectan con la
divinidad.
Iber me explicó que la danza es algo profundamente
espiritual y armonizador. Las palabras que contienen los cantos, los
movimientos, el ritmo y la repetición ayudan a los participantes a regenerar
sus cuerpos, a alinearlos con su alma y así restañar los daños y sanar las
enfermedades o heridas. Se reconstituye la fuerza de la persona y se
intensifican los vínculos comunitarios. Me animó a bailar y únicamente me dijo:
“déjate llevar”.
Realmente no me decidía, pero unas mujeres de San José bien
simpáticas me jalaron diciendo “hay que bailar”. Me encontré seguro porque
todo el rato están los brazos o las manos enlazadas, son varios corros ligados,
una mancha de 30 o 40 personas que se mueve al unísono (hubo momentos en los
que participaba mucha más gente que en la foto). Normalmente hay un grupo
de varones donde están los abuelos sabedores de las letras, y frente a ellos
las mujeres.
Los pasos son bastante fáciles hasta para mí. Siempre
se da una patada hacia adelante que marca la cadencia, girando un poco el
cuerpo; este gesto rotundo es a veces más seguido, y en otros pasos un poquito
más complicados va precedido de una especie de pausa, unos pasitos cortos que
hacen que la multitud balanceante se quede como suspendida un instante antes de
aventarse.
Los cantos son lo difícil y la clave. De hecho, el encuentro
tiene como uno de sus principales objetivos practicar y aprender canciones. Los
hombres pronuncian la frase, y las mujeres la terminan con esa especie de
gritos fuertes tan especiales, que lanzan en un preciso contrapunto y con
una afinación muy peculiar - y pienso que difícil. Ahí está la raíz de la tradición,
en esa hermosa complementariedad.
Fui uniéndome a las danzas conforme me salía. Era un gringo,
pero era un invitado, y por tanto aceptado y apreciado como parte de la
Iglesia. Percibí naturalidad y confianza, las sonrisas de las señoras de San
José me animaban. Me sentí en armonía, discurrieron por mi cuerpo varios de
los últimos malestares, grandes y pequeños, conmigo y con los demás. Todo
es parte; y todo estaba bien. Yo también sonreía.
A partir de medianoche ya puede cantar cualquiera, chicos y
grandes, de un lugar u otro. Las letras y los desplazamientos contienen una
sabiduría ancestral que se in-corpora, así la cultura se reproduce, la espiritualidad
fluye conectando a las personas, posibilitando compartir el bienestar, la
esperanza y la satisfacción de ser cada cual quien es y estar donde debe
estar.
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