sábado, 30 de mayo de 2020

LA MEJOR EDAD


Hoy que cumplo medio siglo, el estupor y la tembladera no me dejan otra opción que incitarme a pensar que estoy en la mejor edad, porque es la única que tengo. He llegado a esta fecha en medio de los destrozos y las heridas abiertas de la pandemia, y no es poco congratularme por estar vivo, como dice Mafalda.

Toca ¿festejar? en Iquitos, en la sede logística del Vicariato, barrio de Punchana. Una tierra de nadie, o de nadies, como decimos por acá. Un tiempo liminal, una residencia siempre provisional y de paso para los misioneros, y más aún en este paréntesis precario, incierto y fastidioso que es la cuarentena. Acá me ha agarrado la rueca inexorable del tiempo, hasta señalar sin rebozo el fatídico 50.

Considero en cuántos lugares he pasado este aniversario otras veces. La mayoría los sentí como mi casa, pero en realidad todos eran transitorios, como hoy acontece. Porque estas cinco décadas han sido un constante peregrinar de un lado a otro, así es mi vida, eso es lo que Diosito me ha dado. Siempre con la referencia de mi raíz, mi familia, mi terruño, que me proporciona solidez y carácter, porque noto que mi identidad se ha ido tornando cada día más itinerante.

No sé si habrá tiempo para mucha fiesta, estos días se nos escurren entre recibir  apoyos, pedidos de material sanitario, recepción de envíos, preparación de cajas de medicinas, epp, cuentas, informes… No se hallan momentos de calma y descanso. Da también un poco de reparo, tal vez la juerga sea improcedente o inadecuada rodeados por una tragedia de esta magnitud: los hospitales sobrepasados, muchas personas muriendo sin atención médica, la gente saliendo a la calle obligada por la necesidad, cantidad de empleos perdidos; hambre, incertidumbre, desazón. ¿Cómo ponerse a cantar las mañanitas en medio de semejante panorama?


En este recorrido, que rebasó hace rato su ecuador, siempre he encontrado personas que me han querido. Al escribir me asombro de ello, ¿cómo es posible? Diosito no me ha soltado así nomás, al albur, me ha ido proveyendo de esa preciosidad: la experiencia de amar y ser amado, aceptado, apreciado. Auténtico equipo de protección personal (epp) contra la maldad, el dolor y la decepción de mí mismo. Sobre todo cuando mis zonas de inmadurez afloran y causan estragos unos más pesados que otros.

Llegar a 18.262 días implica veteranía y florecimiento, pero no necesariamente sensatez constante. Conocimiento que no siempre cristaliza en acierto; prudencia atribuible en ocasiones solo al DNI. Así soy; así somos. Siempre el niño, el adolescente, el joven, el treintañero que lo sabe todo, el cuarentón que se cree pasado de rosca y ahora el cincuentañero. Todos en uno. Y seguramente hasta que llegue la hora de “entregar el equipo”.

Sí pues: hay que celebrar, aunque sea con rubor. No nos vendrán mal un viaje de risas, un par de cajas de chelas y una torta (si es de chocolate mejor). Probablemente no me sabrán tan rico como otras ocasiones, pero hay que intentarlo. Para recordar a los míos, mi familia, mis amigos, todos aquellos cuyo cariño me ha permitido alcanzar este día. Gracias por sus felicitaciones: “Tus cartas son un vino / que me trastorna y son / el único alimento / para mi corazón” (Miguel Hernández).

Vino, también para brindar por los que ya nos dejaron, y que merecerían igual o más que yo apagar 50 velas. No puedo evitar acordarme de ellos: Juan Jesús, Maribel, Miguel, Santi… Disculpen si les hice llorar, como yo ahora.

No queda otra que tirar palante, con la que está cayendo y con las que vendrán. Muchas cosas están ahorita en suspenso, pero el flujo no se interrumpe. La vida es muy hermosa. Gracias a todos por compartirla. Gracias Señor por estar vivo y por tanto bien. Estoy listo para la próxima vuelta del río, sea cual sea.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nunca me había planteado contar el cumpleaños en días... interesante, da un aire casi inmortal ;-D, de anciano sabio. ¿Te han crecido mucho las orejas?
Es una suerte estar vivos en estos tiempos, y en cualquiera, la vida no es fácil. Tenemos que estar agradecidos, pienso en todos los que nos han dejado sin quererlo, y siempre pienso que si a ellos le dieran otra oportunidad para volver a vivir ¡lo que harían!¡cómo vivirían! posiblemente desde la sencillez, desde lo verdaderamente importante y esencial. Esa idea me ayuda a conectarme siempre con lo que realmente soy y quiero en la vida. Les debo el vivir en agradecimiento, en la esperanza, en la lucha.
La muerte nos enseña a apreciar más la vida, como conocer la oscuridad hace que distingamos lo que es la luz.
Amigo, compañero, doy gracias por tus sombras y tus luces, que te hacen humano, cercano e intensamente vivo.
María Luisa Gil