Escribo desde Villa Marista, en Santa Eulalia, provincia de Huarochirí, cerca de Chosica, a unas dos horas de Lima por la carretera central camino de Huancayo. Hace más de un año que las religiosas de la Compañía Misionera del Sagrado Corazón de Jesús me pidieron que les diera ocho días de ejercicios espirituales. La idea me encantó y rapidito acepté; la experiencia está siendo más fascinante de lo que me imaginaba.
Ya
fue una aventura cocinar el esquema y las piezas para ofrecerles. A partir de mi trabajo final de la Escuela de Ejercicios, que
consistió justamente en preparar una tanda completa, he añadido y quitado, he
adaptado y modificado, he incluido elementos de su carisma y sus
constituciones, he incorporado cosas que tenía ya elaboradas, y he creado ex
profeso algunos ejercicios para ellas.
Porque se trata de una congregación de misioneras ad gentes y ad vitam,
todas son enviadas a otros países y culturas… y por toda la vida. Y además, de espiritualidad ignaciana,
por tanto expertas en los Ejercicios,
que para ellas son siempre de repetición, como para los jesuitas. No podía proponerles lugares comunes,
tenía que conectar con su sensibilidad, con las peculiaridades de su vocación,
que es tan específica, tan valiosa y cada vez más escasa, desafortunadamente.
Costó algunas que otras horas pero lo compuse con gusto y lo mejor que pude.
La reunión de la noche de llegada fue para
revisar las anotaciones y ponernos de acuerdo sobre el horario. En ejercicios ellas no tienen ningún
momento común durante el día, salvo la Eucaristía; no hay laudes, ni
adoración, ni rosario… Es un ritmo relajado, con amplios tiempos que cada cual
se organiza y la posibilidad de descansar lo que se necesite (siesta, etc.).
Pero todas madrugan; de hecho, hay en el pasillo un café que ellas mismas ponen
para los que tomamos una primera taza a las 6 de la mañana.
La fiestecita de la última noche: vino, turrón y panetón |
Dar ejercicios de ocho días a un grupo tan numeroso implica, más que desarrollar los puntos (dos veces al día), dedicar mucho tiempo al acompañamiento personal. Es algo impresionante. Las personas se abren y tú puedes hacer de espejo, atreverte a orientar cuando te muestran nudos en sus discernimientos, proponer algún ejercicio adicional… He detectado mucho agradecimiento, mucha transparencia, mucha calidad humana. Sientes la satisfacción de que lo que les has brindado les sirve. Pero sobre todo escuchas y aprendes. Escuchas historias.
Como se trata de mujeres en general
mayorcitas, y algunas bastante viejitas, por
acá han desfilado mil batallas, anécdotas y experiencias de misioneras de pura
cepa. Varias llegaron a la selva antes de que yo naciese, y narran
naufragios en el río, vicisitudes de la inculturación, dificultades para
aprender shipibo, aventuras por esos
mundos… También cuentan el cambio de paradigma en la misión, el proceso que
tuvieron que hacer, la disminución de hermanas con el paso de los años, la
necesidad de adaptarse a una nueva época y, por supuesto, lo doloroso que es
pasar de la primera línea a pie de río a la retaguardia de la casa de mayores
en Lima.
Igual que entraron con ilusión en
ejercicios a pesar de lo aparentemente conocido, es increíble cómo conservan
intacto su entusiasmo por la misión, aun yendo con bastón. Para mí, servirlas
ha sido mis particulares ejercicios, una
exposición a la vocación misionera encarnada en estas vidas consumidas en
la entrega sencilla a los más pobres, y siempre en lugares alejados de la
Amazonía. Mujeres intrépidas y radicales, misioneras de raza que siguen
recorriendo ríos y quebradas y que morirán con las botas puestas.