viernes, 28 de enero de 2022

OBRAS


Al venirme al Perú pensé que me había librado de hacer obras, ya no haría falta poner tejados nuevos de iglesias ni nada semejante. Muy equivocado estaba, porque hay una cláusula en el contrato de los misioneros que incluye el ser “obreros” más de dos veces. Señor, qué pesadilla.
 
En Islandia me libré de refilón porque me trasladé a Indiana, pero antes de venirme me tocó armar el proyecto para financiar la construcción del nuevo salón parroquial, un monstruo de más de 100.000 soles que hubo que dividir en cuatro solicitudes a diferentes financiadores. Esa es la primera faceta engorrosa de los proyectos: hay que redactarlos, buscar proformas y cotizaciones, rellenar formularios, recabar datos, tomar imágenes… Una chamba tan inmensa como necesaria si se quiere lograr algo.
 
Como Islandia está inundada durante medio año, se aprovechan los meses secos para fabricar unos tremendos cimientos llamados “zapatas” sobre los que se siembran las columnas que van a sostener el edificio. Un trabajo muy fuerte y sin máquinas. Ya pronto van a colocar la cubierta, y el asunto tiene esta pinta a día de hoy:


En Indiana me esperaba la reparación de la maloka, hacer una nueva sala para la parroquia, y de yapa la total reforma de la cocina, el comedor y todo su entorno. Vamos por partes. Como la casa es la sede del Vicariato y el escenario de los encuentros y convivencias, está preparada para albergar a unas 100 personas. El lugar de las asambleas, donde trabajamos, dialogamos, hacemos plenarios, etc. es la maloka, una gran estructura de madera cubierta por un techo de hoja de irapay, un ambiente fresco, ventilado y muy hermoso.

Las hojas se encargan a cuadrillas de hombres que van a sacarlas del centro (selva adentro), y luego las tejen formando paños, que son como tiras de hojas que se van acomodando solapadas unas sobre otras para que ni el sol ni el agua de la lluvia las penetre. Esa techumbre va dispuesta sobre un armazón de madera: shungos y palos de remocaspi. Como acá no hay grúas, los operarios comienzan su faena construyendo un espectacular andamio de bambú totalmente artesanal, y allí se encaraman para ir reemplazando los maderos podridos o carcomidos y distribuyendo los paños de hoja. Es increíble cómo trabajan:


La cocina, vieja y destartalada, se había convertido en la guarida de ejércitos de cucarachas. Tabiques se han tumbado acá y levantado allá, se ha cambiado el piso, acondicionado nuevos almacenes de alimentos y de limpieza, adquirido muebles, etc. Son las religiosas, mis compañeras del equipo, las que llevan el peso de todo esto, y no es fácil: las compras hay que hacerlas en Iquitos (en eso nos ayuda la oficina central del Vicariato), embarcar los pedidos (cemento, mayólica, varillas, clavos, pintura…) en el bote de carga o el rápido, recibirlos en el puerto de acá y hacerlas traer a la misión en motocar, motofurgón  o a mano por chaucheros. Se gasta una fortuna en transporte. La cocina va quedando así:


Otra odisea es remunerar a los trabajadores. En Indiana no hay banco, de modo que el dinero se transfiere desde la oficina de Iquitos a una señora que tiene varias cuentas y se dedica a recibir y facilitar plata en efectivo cobrando su comisión. Se suele pagar por semanas.

Luego están las inevitables molestias que acompañan a las obras: ruido (con la motosierra machacando a todas horas), la casa llena de materiales de construcción, suciedad por todas partes, acabados que no quedan como uno quiere apenas dejas de estar atento, momentos en que salimos todos y quién se queda con los albañiles… Y cuando concluye una fase, o se gasta una ayuda, toca rendir cuentas: de nuevo a redactar informe narrativo, descripción, fotos, histórico, etc. A eso se le adjunta la parte financiera que menos mal que la hacen en la oficina.

En fin, qué voy a contar: es necesario, te alegras al ver todo nuevito y arregladito y bla bla bla, pero la cruda realidad es que comenzamos en abril pasado y no hay cuándo se termine. Diosito. Casi prefiero los tejados.

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