jueves, 22 de noviembre de 2012

ENTRE BATAS

Las paredes del hospital están tapizadas de carteles apócrifos, de fotocopias de todos los tamaños y tipos de letra, pegadas con fixo junto a las placas de los boxes o las consultas, arrojando un sinfín de informaciones e instrucciones a veces contradictorias o crípticas, una surte de batiburrillo de avisos superpuestos.

Pero no hacen falta en absoluto para combatir el tedio de la espera, puesto que el espectáculo de tanta gente deambulando por esos pasillos es suficientemente entretenido. Es curioso que, en un lugar tan enorme como el Perpetuo Socorro de Badajoz, la vista se posa siempre en personas que no conoces; como en Mérida. Una sorpresa, porque en el pueblo estamos viendo en todo momento caras conocidas (“en el pueblo nos conocemos tos”).

Son gentes algo postradas, porque el lugar es una especie de invernadero del dolor. Una señora con una muleta dando ostensibles cojetás, una joven en silla de ruedas con el pie como un bote, el ruido de la máquina de cortar las escayolas (estamos en trauma), varios ancianos llegan como sujetándose unos a otros, Josefita que teme que el médico le diga que se debería poner prótesis en las rodillas.

Batas blancas van y vienen. Son símbolo de estatus, confieren un extraño poder a sus poseedores, disparan el miedo que tenemos a los médicos. Me hacen recordar los tiempos de la facultad, cuando dejábamos un rato el laboratorio para ir a la cafetería sin quitarnos las batas, orgullosos aprendices de químicos… Jeje.

Entramos. El traumatólogo es simpático y serio a la vez, y la anima a la operación. La enfermera es de mediana edad, más simpática: “Haga caso a su hijo”. “No, no es mi hijo, es el cura de mi pueblo, que es vecino” (era inevitable). Y el doctor: “¿Conoces a Paco Sayago?”. Leñe - pienso -, Paco es como el Señor Parrilla.

Vamos con el volante a admisión para que pongan a Josefita en la lista de espera. Nos atiende una mujer más o menos de mi edad, muy agradable, como las otras dos funcionarias de la oficina. Teclea con las uñas pintadas de negro y nos dice que “esto va a tardar más o menos un año”. Nos miramos y sonreimos al recordar que anteayer vino el volante para la próxima cita con la neuróloga: 3 de febrero de… ¡2014! Madre mía, ¡2014! ¿Estaremos vivos? Quizá el sistema de salud quiebre antes.

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