Tramas recientes relacionadas con abusos sexuales y de poder en el
mundo y en la esfera eclesial me tienen desazonado y pensativo. Me pregunto
si, a pesar de los pasos que se han dado, estamos haciendo suficiente en la
Iglesia, y tristemente debo contestarme que no.
El caso de Giselle Pericôt, que tanta repercusión ha tenido,
es muy esclarecedor si lo colocamos en paralelo con algunos de nuestros horrores
eclesiales. Su marido la sedaba para violarla él y al menos otros 51 hombres. Podríamos
considerar esta sumisión química similar a la sumisión moral de los niños y
niñas que han sido abusados por quienes eran sus referentes religiosos y sus
modelos. Su voluntad quedaba anulada ante el poderío y prestigio de sus
victimarios: “si cuentas algo, nadie te va a creer, total es tu palabra
contra la mía”.
“La vergüenza debe cambiar de bando” declaró Giselle
Pericôt, acuñando un nuevo eslogan del movimiento Mee Too. De hecho,
esta mujer se ha enfrentado al juicio completo a cara descubierta, sin miedo a
que salga todo a la luz, sea lo que sea y con todas las consecuencias. En
cambio, las víctimas de abusos en la Iglesia frecuentemente viven lidiando con
los destrozos ocasionados a su salud mental, paralizadas por la vergüenza, espantadas
ante la posibilidad de que lo que les pasó salga en los medios, de que sus
familiares pudieran llegar a enterarse.
Este secretismo establecido es una patología eclesial y
un modus operandi que continúa alimentando la impunidad. Todo lo
relacionado con los abusos lo conversamos a media voz, o directamente no hablamos
de ello, como si así se fueran a exorcizar esos fantasmas o disipar los
delitos. La falta de fluidez y naturalidad en el discurso (habitualmente
defensivo) y en el manejo público de este tema, es un síntoma de que queda
mucho camino por recorrer. Ruta que el número 55 del documento final del Sínodo de la Sinodalidad marca con acierto.
La opacidad entorpece la posibilidad de denuncia, pero es
la denuncia la primera herramienta para que pase algo, para combatir a este
monstruo. Acierto a comprender que es duro denunciar a alguien
a quien apreciabas y admirabas, con quien tenías una conexión, y que es muy
bien considerado por la mayoría. En la última Macroencuesta de violencia sobre
la mujer en España, solo en el 17,5% de los casos los victimaros eran hombres
desconocidos. El resto: padres, hermanos, tíos, amigos, abuelos.
Ilustración de Daniel Mauri |
La palabra del investigador queda comprometida. Y se crea un
vínculo con las víctimas. No se puede evitar implicarse personalmente, como
rostro visible y parte de una Iglesia que les ha quitado algo de enorme valor.
Estremecen la dimensión de las heridas y la dignidad vulnerada pero entera. Angustia
la lentitud de los procesos, una vez que el informe fue enviado a donde corresponde.
Cuesta obtener siquiera un feed-back acerca de cómo se desarrolla el
procedimiento, si han recibido la documentación, si están trabajando. Irrita
ver a los acusados seguir con sus vidas y tareas, como si no hubiera pasado
nada, las medidas cautelares inexistentes y la revictimización rampante y lacerante.
Creo que tenemos que agilizar y mejorar los mecanismos,
construir lenguajes más claros y valientes, pero sobre todo generar una
sensibilidad nueva, más inequívocamente empeñada en acabar con esta lacra.
Nadie puede decir “a mí no me toca”, “es cosa de Doctrina de la Fe”, etc. Todos
somos responsables, yo el primero, y todo lo que no sea hacer lo máximo en
la lucha contra los abusos resulta ser encubrimiento, pecado de omisión.
Como Iglesia deberíamos estar enviando siempre el
mensaje, con acciones concretas, de que no vamos a parar. Sin componendas ni
medias tintas. Cuando no es así, caemos en lo que alguien ha llamado “encubrimiento
sistémico”. Una lamentable y ya demasiado vieja complicidad por defecto.
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