En el patinillo de mi casa cural hay un limonero. Cuando lo vi por primera vez aquel día de junio me pareció bello en su encierro entre las torturadas paredes y al mismo tiempo algo maltrecho. "Hace tiempo que no da limones", me dijeron. Mi vecino José Quesito diagnosticó daño en el tronco, y parecía cierto: el árbol estaba como herido por una especie de abandono o una invasión de silencio.
El limonero lo había plantado veintitantos años atrás Manolo Calvino, que llegó a Santa Ana recién salido del seminario: cura pequeño y vivaracho, que iba en moto de un Valle a otro, aficionado a los pájaros de todo tipo, un zagal lleno de energía y de la ilusión propia de quien pone el pie en su primer pueblo a los veinticinco añitos. Cuatro años aquí y Manolo pasó por sucesivos puestos de responsabilidad: administrador del seminario, párroco de Talavera... y ahora está en Oliva de la Frontera y es mi arcipreste.
Manolo cocina de maravilla (podría patentar el queso de untar), improvisa cenas sin despeinarse, se peina para atrás; se le da bien la decoración y se las ingenia como nadie para obras, reformas, etc. Manolo es muy sagaz y muy largo, a pesar de chiquitito. Cuando tú vas el viene de vuelta, prudentemente hábil, certero, capaz de enredar al más pintado con arte, finura y siempre una sonrisa. Ja, ja, cuando Calvin Klein (así le he puesto con mi afición a "rebautizar" al personal) pasa por mi pueblo que fue el suyo, saluda a todo quisque, conoce aunque no se acuerde de los nombres, sonríe y la gente le quiere. Y para mí éste es el criterio fundamental de calidad y solera.
Porque Manolo es un gran cura. Trabajador incansable, todoterreno, armado con un insuperable sentido común. Número uno en la destreza de plasmar en lo concreto lo grande del ministerio sacerdotal. Al obispo le dije que creo que en nuestro presbiterio diocesano hay compañeros sobradamente capaces de acompañar a los curas, y Calvin es uno de esos maestros de vida. De hecho, yo me siento acompañado por él: me llama cuando sabe que necesito un empujón, me sigue, me valora... aunque me llame "arrendao". Manolo, si lees esto, que sepas que no creas que no me doy cuenta de tus atenciones.
Todos estos años sin dar fruto el limonero sacerdotal... ¡y desde hace varias semanas desbordado de limones, estallando en amarillo! ¡Precioso, como resucitado, rebosante de vida y de agradecimiento! Los limones los cojo yo, pero el árbol lo plantó Manolo. Ésta es nuestra vida: muchas veces sembrar, algunas recoger. Si se cuida con humildad lo que otros inician, el resultado es estupendo; sobre todo si el que siembra es tan excepcional como Manolo. El otro día le regalé una bolsa de limones para su madre.