sábado, 22 de noviembre de 2025

AJEBEKO-URUE: UN PUEBLO QUE BUSCA SU IDENTIDAD

 
Hasta hace unos meses, jamás había oído hablar de un pueblo originario llamado ajebeko-urue. De hecho, si uno busca en Google y se lo pregunta a la IA, lo más parecido es un restaurante francés-japonés Akabeko en París, cuyo nombre deriva de un juguete folclórico japonés en forma de vaca roja con la cabeza bamboleante. Pero el caso es que los ajebeko están a solo cuarenta minutos de Soplín Vargas, puesto de misión del alto Putumayo, en el río Penella. ¿Quiénes son estas gentes?

“¿Quiénes somos?”, cuenta Enrique que se preguntaron años atrás. Fue después de que los del gobierno llegaran a darles el título de propiedad de su tierra, inscribiendo a la comunidad como “nativa murui”. Poco después vinieron los maestros bilingües, pero resulta que, aunque eran murui, ¡nadie los entendía! y solo podían enseñar a los niños en castellano. Ahí se dieron cuenta de que no eran quienes hasta entonces habían creído.

Y es que muchos de ellos se llaman de apellido Caimito, un fruto bien dulce y también el nombre de uno de los clanes de la etnia murui-muinane. Hay una teoría que dice que los ajebeko son un clan escindido de los murui en la antigüedad, tras una guerra; de hecho, parece que su territorio-fuente estaría también en el Caquetá. Pero entonces, ¿cómo se explica que las lenguas sean tan diferentes? Otra hipótesis es que este pueblo proviene del tronco común de la gran familia huitoto, pero es de hecho distinto.

Hemos atracado en Santa Teresita y ya nos están esperando en el puerto. Se han ataviado con sus vestimentas tradicionales y varios hombres llevan sus coronas de plumas. Estrechamos todas las manos y ahí mismo hay una primera danza, un círculo rítmico que nos rodea dándonos la bienvenida. Nos invitan a pasar a su maloka, que me fijo que es de concreto y calamina. Allí piden que se sienten “los vejucos”, es decir, los adultos*. A pesar de que somos desconocidos, percibimos buen humor y bromas.

Hay más danzas. Noto que solo algunos abuelos saben las canciones, los pasos son vacilantes, inciertos… Pero participan los niños, hay un interés por mostrar y transmitir lo suyo. Lo mismo ocurre con las comidas, que en un momento llenan las mesas que han dispuesto. Son platillos muy similares a los de otras etnias, a base de yuca y pescado, sobre todo, pero tienen sus propios nombres. La mujer que nos los presenta evita decir la palabra “kawana” cuando toma la jarra con esa bebida a base de piña y almidón, porque ese es el término murui.

Se suceden varios discursos: el cacique (que es mestizo), la promotora del internado que nos acompaña, el padre… los blancos y mestizos acaparan la palabra y yo, mirando las caras de los moradores, sé que no se están enterando ni de la mitad porque su español es justito. Yo tampoco entiendo casi nada hasta que por fin ellos mismos, los indígenas, comienzan a hablar.

El señor Enrique narra que “No somos murui, pero pensábamos que sí. Nuestros abuelos y padres nos contaron la historia, pero nos preguntamos quiénes somos nosotros, cómo hemos llegado hasta acá”. Otro vecino dice que hay una franja de selva, en el Angosilla, donde vivieron antes, donde están enterrados sus antepasados. “Ahí ingresamos, cazamos, pescamos, pero no está titulado a nuestro nombre”. Es parte de su territorio ancestral.

La profesora también tiene claro que no son murui: “no mambeamos coca, no chupamos ambil (tabaco). No necesitamos las plantas para comunicarnos con Dios”. Muchos son evangélicos, y es probable que los misioneros hace décadas les prohibieran el mambe; pero no se pueden definir como cultura de manera negativa o por oposición, y de hecho “tenemos nuestros cuentos, adivinanzas, saberes medicinales, la historia de nuestros orígenes. La lengua no está escrita, estamos en ello, hay reuniones donde discutimos cómo escribir las palabras, con qué letras y signos”. Es increíble.

Recién comencé a captar en qué situación están, y lo apasionante que sería poder acompañar a esta gente. Un pueblo originario que indaga sus raíces, que busca reconstruir sus señas de identidad, que trabaja para conocer quiénes son y sueña con serlo de verdad. Qué hermosura. Queda un largo camino para lograr un reconocimiento “oficial”, pero ellos ya están remando. “La desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal” (Laudato Si 145), y por tanto ayudar a que una cultura reviva y perviva es un servicio que “enriquece a la Iglesia con la visión de una nueva faceta del rostro de Cristo”, dijo el Papa Francisco en Puerto Maldonado.

¡Qué envidia me dan mis compañeros misioneros acá en Soplín! Porque solo precisan escuchar, mirar, estar con ellos. No les den muchos discursos ni les hagan muchas propuestas de hacer cosas. Solo respaldar, preguntar, aprender, dialogar, contemplar. Y recibir, como por ejemplo yo, una corona de regalo. Con un abrazo y una cuestión sonriente: “¿cuándo vas a regresar?”

* Es un juego de palabras sarcástico: “bejuco” es cualquier liana o planta trepadora de la selva, que acá suplanta a viej-uco, viejuno, viejo.



sábado, 15 de noviembre de 2025

TEMPORADA DE CONFIRMACIONES


Como es habitual cada final de año, la chamba primordial son las celebraciones de la Confirmación, que motean el calendario y acaparan buena parte de los esfuerzos por todo el Vicariato. Para mí son una labor de sustitución y ayuda al obispo, que es el ministro propio; y como este año es probable que sean las últimas oportunidades, intento disfrutar al máximo esas experiencias.

La temporada comenzó el fin de semana pasado en Tamshiyacu, un lugar donde me siento especialmente a gusto y bien recibido. El sábado en la noche han programado los últimos preparativos y las confesiones. El ensayo es una ocasión para conectar con los confirmandos, en su mayoría adolescentes y jóvenes de entre 15 y 20 años, y favorecer así que la celebración fluya.

Es la primera vez que nos vemos, así que me saco una batería de bromas cuya eficacia está sobradamente probada hace años: “¿están nerviosos?”, “hablen más alto que solo se ha enterado el cuello del polo”, o bien fastidiar a los que se equivocan en el diálogo de la crismación: “y con tu espíritu, amén” o burlarme de esa coreografía que tienen que hacer los confirmandos al entregar las ofrendas: venia, vuelta, reverencia, etc. Sus sonrisas despiden relax y confianza.

Las confesiones son medio obligadas por la solemne ocasión, pero es curioso que siempre aparecen temas bien delicados y fuertes, salpicados con abundantes lágrimas, especialmente de las chicas. Los episodios vitales que jamás se atreven a contar pueden escapar en ese ámbito de máxima reserva. Lástima que normalmente no se confiese casi nadie; estoy seguro que, si trabajáramos mejor este sacramento con buenas catequesis, se ayudaría mucho.

Domingo en la mañana, día d y hora H. Me voy a la puerta a esperar a los muchachos mientras llegan tarde casi todos (les habían insistido en que a las 7:30, pero ni modo). Ahora los chistes infalibles son contra los atuendos de Sissi emperatriz o los ternos y camisas: “están tan elegantes que no parecen ni ustedes mismos”. Voy probando los nombres -alguno muy difícil- leyendo los solapines, me prendo el de la más tardona. Hay más risas, rapidito les recuerdo las respuestas de la renovación de las promesas bautismales y el crisma, la iglesia está casi llena.

A esas alturas, ya somos colegas, y el contacto visual va allanando la comunicación y contribuyendo a que cada gesto sea entendido y vivido lo mejor posible. Porque es un día único, y no es cuestión de estar distraídos o perdidos. Cuando se logra empatizar así con la asamblea y se la implica en la reflexión acerca del Evangelio con preguntas, más chanzas y alusiones a la vida cotidiana (la minga, el cumpleaños, la creciente del río…), la liturgia llega, une, enseña y hace festejar lindo.

En cada imposición de manos y en cada crismación, hay una mirada y un intercambio de sonrisas silenciosas. Me siento muy satisfecho por ser instrumento humilde del Espíritu, repartidor ocasional y gratuito de los dones de Dios y facilitador de la llegada de la gracia divina a estos jóvenes plenos de futuro. Orgulloso de poder prestar este servicio tan genuinamente misionero. Privilegiado de entregarles lo mejor el día que nos conocemos, acaso no volvamos a vernos… ¿Pero no es siempre así?

La catarata de fotos forma parte del festejo, casi como una rúbrica más del ritual. Uno a uno, los confirmandos, sus padrinos, sus familias y yo vamos posando. “Felicitación” voy diciendo a cada protagonista, todos encantados. Y obtengo a cambio infinidad de “gracias”; porque acá la gente es muy hábil para agradecer, con esa humildad que te desarma y a mí me enamora. La mamá de Jenda me dice: “padre, le invito ahorita”. Ese “desayuno” (son las 10 de la mañana) resulta ser un platazo de arroz con pato.

Y, sí. Puesto que ya me queda poco de esta cosa de vicario general (queriendo Dios), me voy despidiendo de presidir confirmaciones; que, por si no se había notado, es de lo poquito que me gusta de este-a cargo-a. Alguna ventaja tendría que tener, ¿no? De modo que voy a aprovechar, porque la gira por diez puestos de misión no ha hecho más que empezar.

sábado, 8 de noviembre de 2025

NO QUERIENDO DIOS II


Nos habíamos quedado arribando al aeropuerto de Puerto Leguízamo para emprender el periplo Leguízamo-Bogotá-Leticia-Santa Rosa-Iquitos como única manera de salir de Soplín Vargas, en el Putumayo. Nos registramos, facturamos las maletas, nos llaman a la sala de embarque… todo puntual y sin contratiempos. Oímos el ruido de los motores del avión ya cercano… pero nos informan de que no está logrando aterrizar.

Tras tres intentos, la megafonía anuncia que el avión ha tenido que dar media vuelta y regresar a Bogotá por la deficiente visibilidad debida a la niebla, de manera que el vuelo ha sido cancelado y reprogramado para mañana a las 12 del mediodía. ¡Oh noooooooooooooooooo! Nos devuelven los equipajes y Jair nos recibe de nuevo en el vicariato, con desayuno. Cuando se lo he contado a mi papá, ¡cómo se ha reído! “Las cosas que ocurren en esa selva son para contarlas”.

Pero tenemos el pasaje Bogotá-Leticia para mañana ya comprado, oleado y sacramentado. Ahora es toooodo un proceso para cambiarlo, por supuesto con la consiguiente penalización económica (solventar las contrariedades viajeras cuesta una plata). Peor cuando sacas la tarifa más barata, porque no incluye cambios… En fin, durante la jornada en la oficina de Punchana lo consiguen y pasamos la tarde tranquilos. Me compro unas chanclas en un super.

Al día siguiente hay de nuevo un corte general de electricidad en Leguízamo. Nos despedimos, nos lleva el mismo motocarrista, y en el aeropuerto afrontamos una espera de más de tres horas sancochándonos bajo un sol abrasador y sin refrigeración porque no hay luz, claro. Había que hacer escala en Puerto Asís, más al norte en el Putumayo, aterrizamos en Bogotá, por supuesto mi maleta salió la última… Solo para decir que fue larguísimo y demoramos como siete horas en llegar a casa de los misioneros de la Consolata.

Hambrientos y agotados, pero de nuevo muy bien acogidos, pasamos del calor feroz de la selva al frío de los 2.640 metros de altura de Bogotá, yo con el cortavientos sobre el polo de manga corta y un incipiente dolor de garganta en la madrugada. Pero el agua de la ducha hirviente y las frazadas gorditas me ayudaron a atravesar esas horas hasta que a las 4 am fuimos a buscar el vuelo a Leticia.

Me figuro que la ley de la compensación, que equilibra la ley de Murphy, propició que el resto del viaje transcurriera sin percances reseñables, más allá de cacheos y registros aleatorios a Montse y su mochila. Ni siquiera en Migraciones de Santa Rosa hubo problema, a pesar de que nos faltaba el sello de salida de Perú; como nunca habíamos salido, dijeron que no hacía falta colocarnos la entrada y santas pascuas. A las tres y tanto de la madrugada, muy rápido, estábamos en Indiana, y desde acá escribo.

Estos días he aprendido esta frase coloquial: “queriendo Dios”. Es una versión colombiana del español “si Dios quiere” o del “primero Dios”, que dicen en México. Pero me gusta más, porque expresa con más precisión que Diosito se esfuerza por ayudarnos; no es que ponga condiciones, permita o detenga desenlaces exitosos alzando su dedo imperioso como un guardia de tránsito, sino que está presente y activo, trabaja, posibilita, abre puertas, sincroniza, facilita, hace que suceda… como con sus propias manos (“id est, habet se ad modum laborantis”. Ejercicios espirituales nº 236).

Vivimos haciéndonos programaciones, en la ilusión de que lo controlamos todo. Pero la realidad es que nuestra vida está siempre pendiente de un hilo, es frágil y quebradiza, como juguete con el que el azar pasa el rato; y a la vez estamos en los ojos de Dios, en todo momento bajo las leyes misteriosas de la providencia, jamás perdidos o en un limbo.

Nunca somos autosuficientes. Dependemos cada instante de los demás, de su consideración y su generosidad. Si lo pensamos, veremos que increíblemente siempre contamos con personas que nos miran, nos auxilian, nos acompañan. Encarnan los modos concretos y cariñosos que Diosito tiene de cuidarnos, porque “en tus manos están mis azares” (Salmo 31). No queriendo Él, no pasa nada.

Suena “Going home” de Mark Knopfler. “Yendo a casa”. Con el Señor, siempre estamos en ella y a salvo.

sábado, 1 de noviembre de 2025

NO QUERIENDO DIOS I

 
Definitivamente, Soplín Vargas, en el alto Putumayo, le ha ganado a San Pablo en escenario de piñas (o sea, infortunios, gafes, desventuras en peruano) en mis viajes: retrasos, contratiempos, errores, anulaciones, averías y demás adversidades. Escribo esto desde Puerto Leguízamo -orilla colombiana- en tiempo real, porque el periplo no ha terminado y realmente ahora mismo no sabemos cuándo podremos llegar a casa.

Porque, eso sí, normalmente no me ocurre solo, esta vez me acompaña Montse, misionera laica madrileña y una de las últimas adquisiciones del Vicariato. Ya sabemos que en Soplín hay que estar preparados para que el vuelo semanal cambie de día de forma inesperada, o que haya que surcar un día entero a Gueppi para agarrar la avioneta, pero esta vez fue peor: por crisis de combustible en Petroperú, los vuelos están cancelados hasta nuevo aviso.

¿Cómo así? Si al menos nos dijeran que será posible dentro de una semana, ya estoy entrenado, pero esto… Ya: llamadas, consultas, el teléfono echa humo con el internet precario. Miramos la línea para ir por el río hasta Estrecho y salir por allá, que hay vuelos diarios; pero ni modo: el siguiente deslizador solo sale hasta dentro de ocho días… Y además tampoco hay conexión aérea Estrecho-Iquitos por lo del carburante. Entonces pensamos en dar una vueltaza: Soplín-Leguízamo-Bogotá-Leticia-Santa Rosa-Iquitos. Como en este mapa, pero por Colombia.

Qué estrés. Nos comunicamos para que la oficina del vicariato nos saque los pasajes, y sí, se logra. Tenemos pues que irnos a Leguízamo esa misma tarde, pero antes necesitamos el sello de salida del Perú. Nos dirigimos al puesto de Migraciones y… no hay nadies. Resulta que justo hoy hay relevo, y el funcionario se ha ido; solo se atenderá al público dentro de dos días, pero nosotros tenemos el pasaje a Bogotá para mañana. ¿Qué hacemos ahora? ¿Cómo nos van a dar la entrada en Colombia si no nos han dado antes la salida de Perú? ¡Hemos caído en un limbo migratorio!

Hay un rato de muchas llamadas, esperas, preguntas, consultas, con Tania que está en Medellín, con Magna, con Mirely, con la señorita Flavia de Migraciones Perú… Nos dicen del puesto fronterizo colombiano que normal nos van a registrar la entrada y salida, ya eso nos tranquiliza. Después, desde Iquitos, nos explican que más tarde tendremos que regularizar el sello que nos falta, pero que podemos viajar. Uuuuf. Hay que irse porque cierran a las 6 de la noche la oficina de Migración en Leguízamo.

Como no hallamos a Yako por teléfono, van a buscarlo y por fortuna está libre para llevarnos. Pero al llegar a Leguízamo nos enteramos que no hay energía en todo el día (hasta las 5 de la tarde) debido a reparaciones. No podemos ir por tanto a la oficina de Migración, de modo que nos vamos a pasear; conversando conversando nos viene una tromba de agua que pone en peligro que lleguemos después de las 5 y antes de las 6, hora de cierre.

Pero pasa un motocarro que nos lleva a la casa. La electricidad se restablece a las 5:40, corremos a Migraciones bajo la lluvia, llegamos a tiempo… pero nos dicen que “no hay sistema”, ayer hicieron un mantenimiento y no funciona. Puchaaaaa. ¿Y ahora? El señor lo intenta, llama a la central… pero nada. Nos vamos a cenar, regresamos, pero no hay manera. Están por ayudarnos y nos proponen que dejemos los pasaportes para seguir intentando en la noche y los recojamos a las cinco y media de la mañana, antes de ir al aeropuerto; no nos hace gracia, pero ¿qué podemos hacer?

Dormimos poco y mal. Jair el misionero de la Consolata me lleva en moto temprano y sí, han logrado colocar los sellos de entrada correctamente. Pienso que, a pesar de todas las tribulaciones, no podemos quejarnos: nos han acogido y alimentado magníficamente, contamos con múltiples ayudas a distancia, el dineral que cuestan los billetes aéreos podemos afrontarlo… No estamos tan mal.

Y así, más animaditos y después de tomar un tinto, nos encaminamos al aeropuerto a las 6 de la mañana, hora a la que nos han citado. No sabíamos la que nos esperaba, el día no había hecho más que comenzar…

(Continuará)