Este tiempito que paso en España se trata de acompañar a mi
papá, estar con mi familia, descansar, ver a los amigos, parar, leer, cuidarme… descansar.
Una de las cosas que más disfruto es algo tan sencillo como poder hacer las
tareas de la casa. Pa que veas.
En esta vida que llevo, tan repleta de reuniones, trabajos
administrativos, y siempre de acá para allá encadenando un viaje con otro, no
me da tiempo ni a rascarme el sobaco. Vivo en una casita que la señora Rosa
limpia regularmente, entrando en mi cuarto cuando estoy fuera, para que a mi
regreso esté presentable. Almuerzo en el comedor común, con los misioneros que
estén de paso y el personal de la oficina del Vicariato, de manera que no me
tengo que preocupar de la comida.
Salgo a comprar ya cuando no queda de otra: o eso, o
no me ducho, ni me afeito, ni voy al baño... Sí que hago la colada, porque eso
me encanta (es un gen de mi mamá): pongo la lavadora una vez a la semana y a
diario lavo y cuelgo mis trusas y pañuelos. Así las de la ODEC saben que
estoy en Iquitos, me tienen controlado, y se burlan.
Pero acá encuentro tiempo y condiciones, por ejemplo,
para cocinar, ¡y cuánto hacía que no tenía ese placer! En Islandia había un
turno y cada viernes me tocaba arreglar pescado, arroz, ensalada, frejoles… y
casi siempre tortilla de papas. Pero estos cinco últimos años, nada de nada.
Así que me estoy desquitando guisando garbanzos con espinacas, lentejas con
chorizo, o preparando brócoles, acelgas, pasando solomillo, y hasta dorada a la
sal.
La cocina me relaja, implica calma, dedicación y cariño. Con
la olla destapada y con un partido de Champions en la tele como ruido de fondo,
voy condimentando y rectificando de sal, y practico de alguna manera mi
profesión de químico. Pruebo con pimienta negra, eneldo, escamas de pimentón
de la Vera... Mi papá dice que está “todo bueno”, aunque no sé si fiarme mucho
de su criterio, condicionado sin duda por la amabilidad y porque no se hace
problema por nada. Y qué gozo comer tu propia sazón.
Aparte de esto, ni que decir tiene que hay que lavar (no “fregar”,
que significa “fastidiar” o “j…der”) los cacharros, recoger la cocina, barrer,
trapear el piso, componer el sofá del salón, sacar la basura (convenientemente
separada, por supuesto) y después poner lavadoras, colgar, secar y juntar la
ropa, y alguna vez hasta planchar, aunque ese oficio no tanto me entusiasma, y
menos a mis riñones. La compra normalmente la hace mi papá, y el resto de faenas
las hacemos entre los dos, con la valiosa ayuda de la señora Isabel, que viene
un par de veces a la semana.
Vivir en un departamento y poder realizar las labores domésticas
me hace sentirme una persona “normal”, alguien ordinario, “uno de tantos” (Fil
2, 7). Esa fue la experiencia en mis queridos pueblos, donde era
simplemente un vecino más, parte de una comunidad humana como todo el mundo. Beleza,
dicen los brasileros. A veces los sacerdotes, religiosos o misioneros vivimos
en casas que son como castillos, enormes, algunos casi inexpugnables,
muy distintos de los hogares de la gente.
Eso, las vestimentas y los símbolos, junto con las
costumbres y estilos de vida, en ocasiones nos separan del pueblo menudo,
dándonos un halo de excepcionalidad, mitificándonos o directamente haciéndonos
raros. Pero no somos diferentes a los demás, ni mejores ni especiales;
somos como todos, corrientes y molientes, parte de la humanidad, aunque alguno-a
parezca que vive en otro planeta.
Somos pueblo, tenemos la dicha de compartir las vicisitudes
y el destino de la inmensa mayoría, como hijos y hermanos. Qué suerte paladear ese “gusto espiritual” (EG 268),
sabroso como el bacalao o un buen cocido. Las tareas de casa me igualan y me
ayudan a vivirme así. Y esta es la historia de hoy, nada aventurera o exótica, puramente
cotidiana.