Hace poco el padre Javier González, de Pebas, conversando en
el muelle mientras esperábamos a que llegara el ferry, me dijo: “seguro
que pasas más tiempo por ahí viajando que en Punchana”. Me quedé
callado, le miré y le dije: “no lo sé, pero lo puedo averiguar y ya te
contaré”. Y como ya le queda poco a este 2023 y es época de balances, me he
puesto a echar cuentas.
El registro canta que este año he llegado a todos
los puestos de misión (los 16) del Vicariato con la visita “oficial”, es
decir: tres o cuatro días con programa de reuniones con los misioneros, el
consejo de pastoral, jóvenes, etc., conversaciones con personas, celebraciones…
En dos puestos (Angoteros y Orellana) esta visita fue la única del año, aunque
fue muy bonita.
Al resto de lugares (14) he ido y he regresado en estancias
más breves y para otras cuestiones: dos veces a Tacsha Curaray, Soplín Vargas,
Santa Rosa, Pebas y San Pablo (5 puestos); tres veces a Islandia, Aucayo,
Tamshiyacu, Mazan y Yanashi (5); cuatro veces a Caballo Cocha y Santa Clotilde
(2); cinco veces al Estrecho y más todavía a Indiana, sede del Vicariato. He
atendido la Confirmación en siete puestos, 12 celebraciones en total.
Estaba
encargado de asistir como presbítero a Estrecho, por eso he estado más allí y
reconozco que lo he disfrutado y los voy a extrañar. Veo también que debería haber
acompañado mejor a Yanashi y Orellana, y ya les pedí disculpas por ello; y algo
parecido pasó con Tacsha Curaray. Siento que les debo dedicar más tiempo y
esfuerzo justamente a aquellos puntos donde no hay misioneros y los laicos
locales son los responsables de todo.
Las
estadísticas arrojan que el 29% de los días de 2023 los pasé en Punchana, donde
resido, trabajando en la sede central del Vicariato en reuniones, tareas
administrativas, etc. En cambio, un 46% del tiempo estuve fuera: en las
diferentes visitas, viajes, recorridos, y en encuentros y actividades
vicariales. Casi la mitad de mi vida se ha desarrollado en las cabeceras
parroquiales y las comunidades ribereñas e indígenas por todo nuestro
territorio.
Si hacemos
un poco de trampa y el consideramos para el cálculo únicamente los meses
que he pasado en la selva, es decir, restando las vacaciones en España y los
tiempos en Lima, la proporción sube: el 62% de los días anduve por esos ríos
y el 38% en la oficina. Casi nada.
¿Cómo me
siento ante estas cifras? Sorprendido, aunque no tanto, porque me lo
barruntaba; satisfecho; cansado; convencido de que es una
barbaridad y a la vez es muy gratificante y necesario; más conocedor de la
realidad y con las ideas más claras acerca de dónde, cuándo y cuánto ir, y qué
hacer; un poco “pasado de rosca” y necesitado de reposo corporal y mental. Ha
sido demasiado; ya conté acá lo que supone ese trajín y toca hacerle la
raíz cuadrada.
En el
capítulo de momentos poco afortunados, hay varias entradas en la cuota de
coscorrones que te llevas por ser medio jefe. En algún caso lo encajé mejor,
otras veces peor y voy aprendiendo que lo más constructivo es no reaccionar
ante la irracionalidad y seguir siendo dueño de tus silencios. Pero ganó por
goleada el diálogo franco y la acogida de los misioneros, que normalmente te
brindan lo mejor y se desviven con detalles de fraternidad.
Y lo más
hermoso, de largo, ha sido el encuentro con la gente, los laicos de las comunidades, los agentes de
pastoral, el pueblo menudo. Me encanta ser reconocido, poder llamar a unos
y a otros por su nombre, tener mis conexiones personales… Incluso en un par de
ocasiones yo mismo he presentado a alguien a algún misionero recién llegado. Y
siempre siempre, su agradecimiento sincero y cristalino; eso compensa todas las fatigas y los
sobreesfuerzos. Con eso me quedo.
Así termina
esta vuelta del río de la vida. He tratado de ofrecer mi servicio lo mejor que
he podido, con aciertos y errores, pero misioneramente. Gracias Señor
por tanto. Feliz año nuevo.