sábado, 30 de diciembre de 2023

UN AÑO SIN PARAR

 
Hace poco el padre Javier González, de Pebas, conversando en el muelle mientras esperábamos a que llegara el ferry, me dijo: “seguro que pasas más tiempo por ahí viajando que en Punchana”. Me quedé callado, le miré y le dije: “no lo sé, pero lo puedo averiguar y ya te contaré”. Y como ya le queda poco a este 2023 y es época de balances, me he puesto a echar cuentas.

El registro canta que este año he llegado a todos los puestos de misión (los 16) del Vicariato con la visita “oficial”, es decir: tres o cuatro días con programa de reuniones con los misioneros, el consejo de pastoral, jóvenes, etc., conversaciones con personas, celebraciones… En dos puestos (Angoteros y Orellana) esta visita fue la única del año, aunque fue muy bonita.

Al resto de lugares (14) he ido y he regresado en estancias más breves y para otras cuestiones: dos veces a Tacsha Curaray, Soplín Vargas, Santa Rosa, Pebas y San Pablo (5 puestos); tres veces a Islandia, Aucayo, Tamshiyacu, Mazan y Yanashi (5); cuatro veces a Caballo Cocha y Santa Clotilde (2); cinco veces al Estrecho y más todavía a Indiana, sede del Vicariato. He atendido la Confirmación en siete puestos, 12 celebraciones en total.

Estaba encargado de asistir como presbítero a Estrecho, por eso he estado más allí y reconozco que lo he disfrutado y los voy a extrañar. Veo también que debería haber acompañado mejor a Yanashi y Orellana, y ya les pedí disculpas por ello; y algo parecido pasó con Tacsha Curaray. Siento que les debo dedicar más tiempo y esfuerzo justamente a aquellos puntos donde no hay misioneros y los laicos locales son los responsables de todo.

Las estadísticas arrojan que el 29% de los días de 2023 los pasé en Punchana, donde resido, trabajando en la sede central del Vicariato en reuniones, tareas administrativas, etc. En cambio, un 46% del tiempo estuve fuera: en las diferentes visitas, viajes, recorridos, y en encuentros y actividades vicariales. Casi la mitad de mi vida se ha desarrollado en las cabeceras parroquiales y las comunidades ribereñas e indígenas por todo nuestro territorio.

Si hacemos un poco de trampa y el consideramos para el cálculo únicamente los meses que he pasado en la selva, es decir, restando las vacaciones en España y los tiempos en Lima, la proporción sube: el 62% de los días anduve por esos ríos y el 38% en la oficina. Casi nada.

¿Cómo me siento ante estas cifras? Sorprendido, aunque no tanto, porque me lo barruntaba; satisfecho; cansado; convencido de que es una barbaridad y a la vez es muy gratificante y necesario; más conocedor de la realidad y con las ideas más claras acerca de dónde, cuándo y cuánto ir, y qué hacer; un poco “pasado de rosca” y necesitado de reposo corporal y mental. Ha sido demasiado; ya conté acá lo que supone ese trajín y toca hacerle la raíz cuadrada.

En el capítulo de momentos poco afortunados, hay varias entradas en la cuota de coscorrones que te llevas por ser medio jefe. En algún caso lo encajé mejor, otras veces peor y voy aprendiendo que lo más constructivo es no reaccionar ante la irracionalidad y seguir siendo dueño de tus silencios. Pero ganó por goleada el diálogo franco y la acogida de los misioneros, que normalmente te brindan lo mejor y se desviven con detalles de fraternidad.

Y lo más hermoso, de largo, ha sido el encuentro con la gente, los laicos de las comunidades, los agentes de pastoral, el pueblo menudo. Me encanta ser reconocido, poder llamar a unos y a otros por su nombre, tener mis conexiones personales… Incluso en un par de ocasiones yo mismo he presentado a alguien a algún misionero recién llegado. Y siempre siempre, su agradecimiento sincero y cristalino; eso compensa todas las fatigas y los sobreesfuerzos. Con eso me quedo.

Así termina esta vuelta del río de la vida. He tratado de ofrecer mi servicio lo mejor que he podido, con aciertos y errores, pero misioneramente. Gracias Señor por tanto. Feliz año nuevo.

sábado, 23 de diciembre de 2023

EL REVERSO DEL ESPEJO


He ido descubriendo estos años una verdad: los contrastes, a veces brutales, de este mismo mundo en que vivimos, están engastados entre sí. Y una parte esencial del trabajo de los misioneros es hacer de puente para que esa conexión sea luminosa y haga felices, al menos, a algunas personas de ambas caras de la moneda.

Esta tarde en Yanashi, este lugar donde parece que el tiempo se detiene porque no hay electricidad, ni señal telefónica ni internet, me viene a la memoria muy vívidamente el breve rato (disculpen por el apuro) que pasé en septiembre en Fuentes de León, justo ahora hace tres meses. Su párroco José Rubio, compañero de mil batallas en los pueblos que compartimos (Atalaya, La Lapa, Zafra y su zona), me había invitado a celebrar la Eucaristía y allí me planté.

Llegué sobre todo para dar las gracias. El año pasado, después de leer una entrada de este blog (“Internados de hambre”), la gente de la parroquia de Fuentes se sensibilizó, se sintió vinculada con esta realidad concreta de nuestra selva, donde la supervivencia diaria es una batalla cotidiana, silenciosa y feroz. Si te asomas con el corazón abierto al lienzo que es esta tierra, te expones a que esos tonos agridulces te canten la verdad: que tú eres parte de la composición y no puedes dormirte (“¡despierta!” es el grito del primer domingo de Adviento, el día en el que escribo).

Las voluntades se movilizaron, los esfuerzos se aunaron y los sueños se compartieron. Planearon armar una barra en la fiesta de la Virgen de los Ángeles, y el beneficio que sacaran lo enviarían a un par de residencias de estudiantes muy necesitados, en concreto para mejorar su alimentación. Quienes hayan montado un bar en una verbena o una velá de verano en España sabe la chamba (el trabajazo) que supone eso: comprar, acarrear esas planchas metálicas, congeladores, turnos de atención, parrillas, hielo, tickets… Y por no hablar de los días que se realiza el evento: bregas hasta la madrugada y de yapa, cuando estás reventao, a guardar; y el último día el peor, recoger todo y llevar.

Es decir, que el pueblo lindo que conocí aquel domingo se sacó el ancho para ayudar a jóvenes del río Yavarí y del río Putumayo a los que jamás habían visto, y de cuya existencia recién habían tenido noticia lejana por un cacho escrito en la red. Wow. Esa generosidad solo puede ofrecer suculentas ganancias en forma de sonrisas, ilusión, ánimos, tesón y satisfacción para aquellos que se atreven a materializarla en gestos reales, de los que hacen sudar.

Les conté de primera mano lo que sufren los muchachos, la miseria que les persigue implacable, cercenándoles oportunidades; y también les hablé de su alegría cuando supieron que alguien había pensado en ellos, y que gracias a esa solidaridad podrían comer carne, verdura, pescado y fruta. Por supuesto que no se resuelve el problema, que es mucho más estructural y complejo, pero se alivia alguito la escasez, y los chicos se sienten queridos y cuidados, aun en la distancia y por personas que nunca han visto y probablemente nunca verán. Quizás sea esto todavía más hermoso.

Los chavales de Islandia me agradecieron con pancarta y chocolatada (foto abajo), y me entregaron unos preciosos dibujos que habían hecho sobre chambira tejida, para la comunidad de Fuentes, y que fueron ofrecidos en aquella misa. Es para ellos el reconocimiento, y no tanto para mí… ¿o sí? Porque los misioneros tenemos el ministerio de bombear la corriente que une por dentro los vasos comunicantes que son el norte y el sur, para que la vida fluya; somos catalizadores de un encuentro que es siempre fecundo.

Cuando voy a España, rara vez pido dinero; solo en algunas ocasiones, y para proyectos medio grandes, en lugares de mucha confianza. Pero la gente da espontáneamente, comparte modestas sumas que servirán para paliar pequeñas o grandes pobrezas. Nos nombran así a los misioneros encargados de unir vidas anónimas y sumar destinos; solo recibo (y escribo) para facilitar ese nexo, para que cada cual -allá y acá- pueda mirarse al espejo y contemplar, en su propia imagen, el rostro del otro diferente y hermano, que en realidad eres tú mismo, al otro lado.

¡Feliz Navidad! Y gracias a todos.



sábado, 16 de diciembre de 2023

UNA MÍSTICA EN CABALLO COCHA


Raramente ocurre que una persona que veo por primera vez y con quien paso apenas un rato me cause un impacto semejante. Se llama Amparo y es la señora que ocupa el centro de la foto. Fue el otro día en Caballo Cocha, donde ella vive hace unos dieciocho años, según me contó. Desde entonces me acompaña la exquisita melodía de su humildad robusta.

Ya me había hablado Matías de ella, y seguro que eso me predispuso positivamente, pero conocerla superó todas mis previsiones. Se trataba de conversar con el equipo de Manos Unidas (Mariana y José, en los extremos de la imagen) acerca de las problemáticas sociales de Caballo Cocha, que es la única población del Vicariato que puede considerarse una ciudad, y con todos los aderezos de la frontera: conflictividad, migración masiva, desempleo, violencia, trata, abusos, narcotráfico y por supuesto consumo de drogas.

Muchas de estas lindezas fueron desfilando por el diálogo, hasta que nos centramos en la última, cuando Amparo nos fue narrando su experiencia. Ella tiene una tiendita en una calle, y veía casi a diario pasar a los yonquis hacia una afuera o pedazo de monte que hay en ese barrio; la gente lo llama “la olla” o “el agujero”, y allí se van a refugiar los jóvenes que están atrapados por ese veneno.

Amparo se fue acercando a ellos, me imagino que con esos modales considerados y ese hablar suave. Es una mujer más bien menuda, de tez morena, bordeando los cincuenta; mamá de cinco hijos y viuda desde la pandemia. Con determinación, pero con paciencia y delicadeza, se fue ganando su confianza, les hizo sentir que merecían atención, les transmitió el cariño de una madre.

Los drogadictos son en esta sociedad rechazados y ocultados a partes iguales. Don Héctor (segundo por la derecha) refirió que se les trata como a rateros, maleantes, gente peligrosa y sin remedio; los papás a menudo los botan de la casa y van cargando con ese estigma al que se añaden el hambre, la soledad y la necesidad apremiante de consumir. Porque acá lo que se meten es PCB, pasta básica de cocaína, es decir, la coca después del primer procesado, extraída pero sin refinar, altamente tóxica, con un efecto muy breve (unos 15 minutos) y extremadamente adictiva.

Cuando pasa el bienestar que proporciona esa cochinada, los jóvenes caen en un terrible estado de excitación y ansiedad, buscan como sea otra dosis, el síndrome de abstinencia es demoledor. Amparo les calma, los lleva a su casa, los baña, les ofrece una comida caliente – jamás les da plata. Dice que le han robado muchas veces, y otras tantas han regresado avergonzados a por un poco de descanso y solidaridad.

“Porque ellos son buenos, no son malos. Solo necesitan que los acojan humanamente y los escuchen”. Únicamente Amparo puede ingresar en “la olla” con seguridad, porque la conocen. Saben que no van a recibir una ración de palos, como es frecuente, sino unas gotas de comprensión. “Poco a poco los voy convenciendo para que se vayan a un centro de rehabilitación que hay en Tabatinga”. Y los lleva ella misma, pagando de su bolsillo los pasajes. Sueña con una casita donde puedan estar cuidados mientras hacen este proceso.

Amparo no es católica, es de una iglesia evangélica. Cree en la capacidad de los adictos para regenerarse y rehacer su vida, porque “para Dios todo es posible”. Lo ha visto muchas veces y siente una satisfacción enorme; aunque se acuerda de otros momentos en que ha encontrado los huesos nomás… ha llegado tarde… (Ez 37). Al relatar todo esto, se emociona hasta las lágrimas y una oleada de ternura llega hasta mí.

¿Y cómo es que está trabajando junto a la parroquia? Conoció a la hermana Berta (religiosa franciscana, la que queda por señalar en la foto) en las faenas callejeras del grupo de pastoral social. Y Berta pide a Amparo que pronuncie una oración antes de despedirnos. Cierra los ojos y mientras habla puedo sentir esa fuerza, esa convicción, esa fe con piernas propia de los místicos; ruego que se me contagie algo, y pienso que el amor creyente es el único antídoto contra el mal que destruye lo humano. Así es como Dios salva.

sábado, 9 de diciembre de 2023

PASTOR BUENO


El ruido que hacen árboles que caen, o que, sin caer, expelen fealdad y concitan rechazo, puede ser modulado y compensado por la maravilla cotidiana de personas buenas, que, con discretas heroicidades de andar por casa, hacen que la vida se alce bella. En el caso del obispo Joaquín Pinzón, la Iglesia muestra su rostro más amable en medio de tantas turbulencias.

Es Joaquín un hombre joven, aunque lleva ya diez años como el primer pastor del Vicariato Apostólico de Puerto Leguízamo-Solano, en la Amazonía colombiana. Forma parte de los misioneros de la Consolata, la congregación que lleva desde la mitad del siglo pasado recorriendo esos territorios bravos y apasionantes; y no ha dejado de ser misionero no.

Al llegar a Leguízamo me da un abrazo que transmite sinceridad y jovialidad. Se preocupa de que estén listos todos los detalles del alojamiento. Observo cómo acoge a quienes van llegando a la Minga Amazónica Transfronteriza. Con ese carácter simple, discreto y abierto, creo que cada persona se siente considerada e importante junto a Joaquín. Eso es lo que logran con naturalidad quienes son humildes y atentos.

Estoy acá en representación de mi obispo; pero no soy obispo. Y Joaquín se esmera para que mi Vicariato tenga su lugar y yo pueda intervenir cuando corresponde, superando con delicadeza esa diferencia de funciones o grados de autoridad. Lo logra con gestos concretos, y sobre todo con el trato sencillo, llano, cordial y sin aparatos. Sobre su pecho, la cruz de madera cae como un guante.

Nos vamos a Puerto Lupita a celebrar los sacramentos, entre ellos la Confirmación. Joaquín se coloca un sombrero y unas zapatillas de deporte, sube al bote y desde el primer momento se nota que con la gente está en su elemento. Conversa, ríe… no hay en él gravedad, ni menos solemnidad, hay cercanía, y eso el pueblo menudo lo detecta con su intuición infalible.

De hecho, a pesar de que hay mucho gentío y bastante barullo, calor asfixiante, pocas sillas y niños por todas partes, a Joaquín no se le ve un mal gesto, sonríe todo el rato, explica con calma. Al final de la misa, posa con infinita paciencia para las mil fotos que quieren hacerse con el obispo; y aunque intentamos escaparnos, nos obliga a que estemos ahí también. Nadie puede sentirse desplazado cerca de él.

Quiere que sea yo quien bautice, y que conduzca la celebración. Al día siguiente, en Soplín, el día de la inauguración de la nueva casa de los misioneros y de la ampliación de la capilla, me insiste para que yo haga la homilía, porque estamos “en mi jurisdicción” aunque él es quien preside, lógicamente. Todo fluye, estamos orgullosos de estar juntos y de ser iglesias gemelas, en las dos orillas del río que nos une.

En otra ocasión fuimos a celebrar la fiesta patronal de Yarinal, verdadero santuario de la Consolata en el Putumayo. Joaquín encabezaba un bote con más de treinta personas. En la Eucaristía, a pesar de que estamos en el lado colombiano, me pidió que dijera unas palabras. Después del almuerzo, Joaquín propuso jugar un partido de baloncesto 😯, y ahí armamos una insensata pachanga bajo el sol de las dos de la tarde; transpiramos, pero reímos, bromeamos y nos divertimos, y el primero el obispo, como uno más.

Hay también estos días reuniones donde tratamos, sobre todo, acerca de cómo asegurar que el equipo de Soplín siga siendo consistente el próximo año. Joaquín escucha con destreza y, cuando le toca, ofrece un hablar franco y claro, con una asertividad adornada de amabilidad que genera, espontáneamente, confianza.

Es domingo en la noche y no hay cocinera. Joaquín prepara sándwiches tostaditos de jamón y queso porque en la mesa nos juntamos algunos misioneros e invitados. Pregunta por alguno que falta, ¿dónde va a cenar? Hay varias tandas de bocatas, quiere que repitamos, me recuerda a mi abuela en su pertinaz invitación, y me doy cuenta de que para mí ese es uno de los mejores piropos.

Es una presidencia, en general una vida y una acción la de Joaquín muy análoga a la de Jesús: suave, sin alardes, lejos de la ostentación y experta en servicio. Así son los pastores que necesitamos, los que empatan con una Iglesia sinodal, de abajo y misionera, y con esas actitudes, la tejen.



sábado, 2 de diciembre de 2023

UN KEKE HECHO CON SUS PROPIAS MANOS


Alau* Tacsha Curaray. Este lugar y esta gente me provocan una singular combinación de afecto, compasión, admiración e indignación. Es, de todo nuestro territorio vicarial, el puesto misionero que creo que no logramos atender y acompañar como ellos se merecen. Pero, paradójicamente, son los más agradecidos.

Este año, las dos veces que los he visitado, me han recibido a pie del puerto los jóvenes y algunos adultos, con pancarta: “GRACIAS PADRE CÉSAR VICARIO GENERAL”. El otro día tuvieron que caminar por una inmensa playa a causa del nivel bajísimo de las aguas del Napo; era a mediodía, la hora habitual de llegada del deslizador, y es increíble cómo la playa se torna un inclemente desierto cuando ese sol alto golpea duro. La arena abrasa los pies, no hay dónde refugiarse, se queman las nucas y las pantorrillas… pero ahí estaban.

Toca la confirmación y, ahora que no nos oye nadies, confieso que siempre estoy deseando que el obispo me pida que venga acá porque me encanta este lugar, como ya he contado en otras ocasiones. Esta vez me alojo en casa de doña Angélica, técnica de la posta de Santa María, porque la casa misionera está ocupada por el personal sanitario a causa de las obras que se están efectuando en el edificio. De modo que allá dejo la mochila y al toque nos echamos a caminar por la pista bajo el solazo buscando el almuerzo.

En San Luis, la señora Roswita tiene una nueva casa, y ella me va a invitar a las comidas en estos días. Es una mujer joven y valiente que saca adelante a sus cuatro hijos ella solita, como es desgraciadamente habitual en este país. En la tarde va a haber una reunión, de modo que me quedo dormitando en la mecedora con el fondo sonoro de los pequeños Aitana y Matius, el amable rumor de la vida.

El equipo parroquial, bien capaz y responsable, ha organizado las cosas para que este rato haya ensayo, y así lo hacemos, dejándolo todo preparado para mañana; solo falta el detalle de las hostias para la misa, que no he traído, pero se va a resolver porque don Olmedo tiene. Nos queda un rato para irnos a bañar a la playa; don Jesús me da un cachuelo rapidito a Santa María en moto para que me cambie de ropa y listo.

Pasamos a la playa en dos peque peques; el mío con lo justo de gasolina, el otro remando. Somos una mancha de 15 personas; para los chicos es una diversión completa y no muy frecuente ir a la playa a divertirse y remojarse. Jugamos a “1 X 2” un buen rato, nos perseguimos, nos hacemos ahogadillas, se puede nadar porque hay poquito caudal y calmado.

En la noche regreso a donde Roswita y encuentro a casi todos los muchachos allí. Han colaborado de su bolsillo y han comprado los implementos para hacer un keke con el que invitar a quienes acudan mañana a la celebración de los sacramentos. Todos ayudan a traer ingredientes, vasijas, agua… Dos chicas van removiendo la masa con sus propias manos, entre risas. La foto es de antes de que se fuese la luz, cenando.

Estoy escribiendo desde Santa Clotilde, adonde llegué después de la ceremonia en Tacsha; participo en la Confirmación de acá, puesto de misión grande y poderoso, con muchos misioneros, y siento el contraste. En Santa se confirman 60, en Tacsha 8; acá hay una torta inmensa pituca, para más de 120 personas, allá ese kekecito cocido al fuego dentro de una olla; acá hay obispo, solapines, megafonía, danza, orquesta y multitud de padrinos y madrinas… en Tacsha cantamos a palo seco, sin electricidad, y ninguno de los misioneros acompañó a este pichiruchi, que además aceptó ser padrino de doña Odis porque no tenía.

Quiero a Tacsha, quiero a este pueblo. Porque me tratan maravillosamente y porque son los que más necesitan una presencia animadora, y las manos sacerdotales. Les quiero, y por eso reconozco que cada vez que puedo les ayudo; les envíe cristales o calaminas para cambiar lo que estaba roto en las capillas; he pedido ayuda para que el grupo juvenil tenga sus polos; y el año pasado les apoyé para Navidad con chocolatada y juguetes. Ahora que Dolo se ha ido a la eternidad, confío en que lleguen de nuevo pequeños compartires para que puedan festejar bonito.

Les quiero porque se les rompe la boca de decir gracias a toda hora. Esa es la lógica de los más pobres: agradecer lo poco que reciben más que exigir lo mucho que en justicia se les debe. No olvidaré ese keke, que me prende de ternura el corazón. Y todavía para mí hubo repechaje.

* Alau es una expresión regional, un quechuanismo adaptado; significa “qué lástima”, “pobrecitos”…

sábado, 25 de noviembre de 2023

PRODIGIOSA MAGGIE O´FARRELL


Cuando leí Hamnet, nuevas regiones de mi sensibilidad se conmocionaron y se iluminaron con un alborozo desconocido. Avisé a mis hermanas. Descargamos cuantas obras pudimos de esta escritora irlandesa, hasta entonces casi desconocida para mí. Tomé otra novela, Instrucciones para una ola de calor, que me dejó fascinado. No quería seguir leyendo por temor a que se acabasen, hasta que escogí La primera mano que sostuvo la mía y ha sido una experiencia maravillosa.

La primera mano que sostuvo la mía trata sobre la maternidad. Una de las protagonistas, Lexie Sinclair, sufre un accidente dándose un baño en el mar. Cuando está luchando contra la corriente, en la angustiosa certeza de que va a morir ahogada, solo piensa en su hijo Theo, de dos años, que quedó en la orilla:

“Quería decir “tengo un hijo, hay un niño, esto no puede suceder”. Porque sabes que nadie los querrá nunca como tú. Porque sabes que nadie los cuidará nunca como tú (…).

Sin embargo, ella sabía que no volvería a verlo. Esa noche no estaría allí para ayudarlo a cortar la cena. No recogería la cometa ni airearía la ropa húmeda ni le prepararía el baño a la hora de acostarse ni le sacaría el pijama de debajo de la almohada. No rescataría su gato del suelo en plena noche. No podría esperarlo en la puerta al final de su primer día de colegio. Ni llevarlo de la mano cuando estuviera aprendiendo a dibujar las letras de su nombre, el nombre que le había puesto ella. No lo cuidaría cuando tuviera la varicela o el sarampión; no sería ella la que dosificara la medicina o sacudiera el termómetro para bajarlo. No estaría con él para enseñarle a mirar a la izquierda y a la derecha, y a la izquierda otra vez, ni a atarse los zapatos, ni a lavarse los dientes, ni a subir y bajar la cremallera del impermeable, ni a emparejar los calcetines después de lavarlos, ni a llamar por teléfono, ni a ponerse mantequilla en el pan, ni lo que tenía que hacer si se perdía en una tienda, ni a ponerse leche en una taza ni a coger el autobús para volver a casa. No lo vería crecer hasta alcanzarla, y después superarla en altura. No estaría con él cuando le rompieran el corazón por primera vez, ni la primera vez que condujera un coche, ni cuando saliera solo al mundo, ni cuando viera por primera vez lo que iba a hacer, cómo iba a vivir, con quién y dónde. No estaría con él para quitarle la arena de los zapatos cuando saliera de la playa. No lo volvería a ver”.

A medida que avanzaba por este pasaje, las lágrimas afloraban serenas e incontenibles. Realmente me deleité con esa manera tan delicada, original y certera de expresar qué significa una madre. Magistral; no me atrevo a buscar más calificativos porque no quiero desdibujar ni un átomo la destreza inigualable de Maggie O´Farrell, excelentemente acompañada por la traducción de Concha Cardeñoso.

Los libros me rescatan de la tiranía de las pantallas; de la pretensión smartphónica de domesticarnos la imaginación y convertirnos en adictos a cascadas frenéticas de imágenes y sonidos. El gusto por leer me conecta con lo más genuino de mi humanidad, me regala lentitud, me descansa de forma creativa de la carrafilera de tareas todas urgentes que componen muchos de mis días.

Qué lástima que solo el 18% de los alumnos de Loreto lleguen al nivel satisfactorio en comprensión lectora; qué fracaso que un montón de adolescentes acaben la secundaria y literalmente no sepan leer; qué desolación que el analfabetismo ronde el 15% en nuestra región. Cuántas personas se ven privadas de la preciosa oportunidad y la inmensa suerte de disfrutar de esa versión de la felicidad que es la lectura de obras maestras como esta.

Gracias Maggie, gracias Concha.

Gracias Mamá.


sábado, 18 de noviembre de 2023

POR LA VUELTA DEL NAPO: JUANCHO PLAYA


Teníamos previsto ir a una población llamada Juancho Playa, que me recordaba a mi amigo el zapador sevillano Juancho Abascal. Paramos en el río grande a tomar desayuno por lo que pudiera pasar (la noche anterior realmente no hubo cena) y vimos a unos hombres de allí mismo recogiendo los bártulos de pescar. Nos explicaron que hay que caminar un rato por medio de la selva hasta llegar a una quebrada y atravesarla, y ahí está la comunidad.

Todo esto sin que dejara de llover, ahora una warmi lluvia, una “lluvia mujer”: suave pero persistente en su golpeo. El paseo apenas dura 15 minutos y hay un peque peque dispuesto a vadearnos, pero el caño está tan bajo que no queda otra que meterse en el agua a pata cala para poder subir al bote. Después de todos estos avatares, nos presentamos en el lugar antes de las 8 de la mañana… pero no llega nadies. Ahora hay una tregua en el chaparrón.

Más un rato y algunas personas acuden. Vamos conversando y nos damos cuenta de que acá no hay nada armado, no se reúnen los días domingo, y hoy no cabe celebrar la misa. Va habiendo más gente, el diálogo discurre con tonos más relajados tras el inicial recelo. Mariana les invita al encuentro parroquial de formación, y detecto extrañeza y estupor… “¿Encuentro? Pero si no hay el padre…” Wow: ¡el pueblo menudo cree que, como no hay misioneros canadienses o mejicanos, no hay misión! Comprender que la tarea la realiza el equipo parroquial compuesto por laicos locales requiere un proceso… para los responsables y para todos.

Nos cuentan que son una comunidad titulada como indígena kichwa; “¿y saben hablar su idioma?”- preguntamos; silencio… “solamente el viejito” (uno de los vecinos que habíamos encontrado en el río hora y media antes). El hombre nos saludó en un kiwcha que a mi oído le pareció bola-bola. “Les voy a enseñar la señal de la cruz: yayapa, churipa, sumak samaypa shutipi, chasna cachun”. Qué roche, este gringo viniendo a mostrar a estos kiwchas cómo se reza en su propia lengua. Qué pena que esta riqueza se olvide, que lo genuino de estas culturas se pierda… Para mí es como el inicio de la extinción del género humano, ni hace falta una guerra nuclear.


Por supuesto que nos plantaron un segundo desayuno, y bien contundente: pango hecho con el pescado que acarreaban aquellos dos de mañanita (zúngaro, doncella) … con su yuca y su plátano. Y con un señor pate de masato caliente, que, con esa humedad espesa y cargante, resucitaba a un muerto, o dos o tres.

En el camino de vuelta a la ribera grande, la lluvia nos respetó, como rearmándose; porque durante el breve trayecto hasta San Pedro de Mangua, cayó con fiereza. Cuando llueve de esa manera, todo se moja: mochilas, colchonetas, bolsas de víveres… No hay manera de protegerse y el bote se hace un puro barro. Una greda realmente pegajosa, que todavía tengo incrustada entre las uñas de los pies. Y así siguió la tromba durante casi dos horas más, mientras esperábamos bajo la maloka de San Pedro sin poder conversar por el ruido ensordecedor del diluvio sobre las calaminas.

En San Pedro tenemos a doña Estela y don Miguel, animadores de la época dorada, con más de 80 años a sus espaldas. Intentan convocar, organizar… pero ya no lo logran, pobrecitos. Y de eso tratamos con la gente, que sí que se congregó cuando amainó el temporal. Necesitamos nuevos agentes de pastoral, algunas personas que formen un equipo y lleven adelante la vida de la comunidad; no tanto ya “animadores” clásicos, que eran como “los representantes” del párroco y concentraban todas las funciones y responsabilidades.

Queremos implantar pues un esquema más sinodal, donde los laicos llevan el peso y nadie trabaja solo; las decisiones se toman juntos y la misión no depende ni de los extranjeros ni de los sacerdotes o religiosas, sino de la gente de acá. Ellos están perfectamente capacitados, de lo cual doy fe; estos días solo les acompañé y les ayudé, pero todo lo hicieron ellos, a su manera pero con competencia y amor.

sábado, 11 de noviembre de 2023

POR LA VUELTA DEL NAPO: PUINAHUA


Si miran el mapa, el río Napo se acerca al Amazonas y parece que le acaricia, justo donde está emplazado Mazan; pero se aleja de nuevo, caprichoso, trazando una inmensa vuelta para irse aproximando, esta vez de manera definitiva, hasta que desemboca en el Río Grande. Ahí, justo donde Francisco de Orellana descubrió el Amazonas en 1542 cuando bajaba por el Napo, está la población que lleva su nombre.

Orellana es también uno de los 16 puestos de misión del Vicariato, y allá fueron a parar mis huesos el fin de semana pasado. Ya conté tiempo atrás que acá no hay misioneros extranjeros, sino que la misión la llevan adelante los laicos locales; son la mayoría mujeres, pero se han incorporado algunos varones. Y para mí son verdaderos misioneros, porque hacen lo mismito que los curas y las religiosas en otros lugares.

Incluso visitan las comunidades de su jurisdicción, que son más de 40. Y realizan esta tarea genuinamente misionera con inteligencia y constancia, no episódicamente o improvisando. De hecho, lo pude comprobar en primera persona, justo por este tirabuzón que cuento; un trecho del río poco transitado, porque la inmensa mayoría de los pasajeros y la carga bajan en el varadero de Mazan, en el Amazonas, pasan por tierra hasta la orilla del Napo cercana, y surcan saltándose esta vueltaza de varias horas de navegación.

En Puinahua nos espera un gentío porque hay programados bautismos. Pero Mariana, la misionera laica responsable del puesto, y el equipo, no quieren que el sacramento sea algo puntual, es decir, viene el padre, echa el agua y chao, nunca más se supo. No; es la tercera vez en este año que llegan hasta acá y han hecho un proceso de acompañamiento, les han animado para que se reúnan los domingos, lean el Evangelio, se preparen. Incluso Mariana les exigió que les enviasen “evidencias”, por ejemplo fotos por whatsapp de las celebraciones y encuentros, y lo han hecho.


En el camino del bote a la escuela ya nos han regalado piñas y un viaje de maní sancochado, es su lenguaje de bienvenida y agradecimiento. Han armado una hoja de cuatro cantos que Mariana les ha enviado, y en el ensayo demuestran que se los saben al dedillo, o sea que sí se han reunido. Mientras llegan los rezagados, hacemos una catequesis recordatoria del significado del Bautismo y de la labor de los papás y padrinos. El silencio es absoluto, todo el mundo escucha con atención.

La celebración es un disfrute de espontaneidad y participación. Hay risas, diálogos y mucha sencillez con esta gente tan humilde. Lo único que suena extraño es el momento de la Eucaristía, porque muy pocas veces han visto ese pancito (en esta misión no hay presbítero desde hace más de diez años), pero igual con mucho respeto y silencio. De nuevo se requirieron explicaciones acerca de cómo prepararse a la comunión.

Después de un exquisito, abundante y esperado almuerzo, pasamos a la otra orilla a bañarnos. En esta época de vaciante tan severa debido a la sequía, asoman tremendas playas, que permiten darse un chapuzón ingresando en el río por tu propio pie y pudiendo nadar un poco en tramos con menos corriente. Es así por todas partes, pero el Napo es particularmente loco e imprevisible en esto. Apetecía meterse en el agua, que estaba como un caldo por el fuerte calor de toda la jornada. Aunque cuando estábamos poniéndonos el short –toalla en la cintura-, alguien advirtió: “se viene la lluvia”.

Y en efecto, cuando en la noche ya estábamos todos ubicados en carpas y mosquiteros, abigarrando de forma indecente la casa del animador de Puinahua (las personas ni podían casi pasar hacia los cuartos del fondo), empezó la tormenta. ¡Por fin! Pero qué bruta lluvia, Dios mío. Sentía como el agua me sobrevolaba y tuve que cerrar todas las cremalleras. Y así siguió toda la noche, y amaneció con el aguacero más aplacado pero vigente.

(Continúa en la siguiente entrada)

domingo, 5 de noviembre de 2023

QUÉ DÍA

 
Tocaba ir a bendecir e inaugurar una nueva capilla en una comunidad llamada Miraflores, en el Napo, no lejos de Mazan. Reconozco que no me sentía yo muy motivado, acudía más bien por inercia, como autómata propulsado por la obligación a modo de batería. Pero Diosito me esperaba a la vuelta del río para obsequiarme una felicidad inopinada.

Navegamos junto con algunas autoridades en el bote de la Municipalidad, que además se llama “España Perú”, y nada de eso me agradó demasiado. Estaba poco perrunillero y menos hablador, como ya he dicho. Al llegar hay que recorrer un puente de madera que, en estos meses de tanta sequía, se alza sobre hierba y chacras de sandía y arroz; cuando la comitiva se acercaba a la cabecera y ya se veían las primeras casas, se oyó “Juntos como hermanos”.

Era una voz de mujer, rotunda y segura, a la que se fueron uniendo otras mientras los visitantes íbamos estrechando las manos del nutrido grupo que nos esperaba. A un costado, la capilla recién terminada, y al toque, allí de pie, las bienvenidas, las presentaciones y los primeros agradecimientos. Nuestra gente preciosa es experta en decir “gracias”, y eso es signo de humildad, pero más aún de inteligencia.

Pasamos a la Eucaristía. La capilla estaba a rebosar. En el desayuno los misioneros me habían contado que es una comunidad cristiana viva, se mueven, tienen interés, se organizan; y de hecho por eso se les ha buscado apoyo para financiar la capilla. Primero son las piedras (en este caso las maderas) vivas, la comunidad, y después es el edificio. Cuando es al contrario, las construcciones se quedan vacías y se acaban cayendo de no usarlas.

Les felicité por ser capaces de estar unidos y lograr su sueño. Y también les advertí que, si ahora la comunidad no da un paso adelante y se convierte en un pulmón de humanización de su pueblo, la capilla no les servirá de nada. Es un punto de arranque: los seguidores de Jesús se han de comprometer más para que la vida sea más digna, para que haya menos abusos y más justicia.

Varias personas tomaron la palabra, no pueden faltar los discursos de rigor, que fueron básicamente reiteradas declaraciones de gratitud y reconocimiento. Lo que se expresó ahí se tradujo enseguida al lenguaje de los gestos concretos y las sonrisas, que la gente sencilla domina con maestría. En el comedor de la escuela estaba listo, para toditos, un abundante almuerzo a base de pescado agarrado esa misma noche, arroz, yuca, plátano. De entrante, ceviche de gamitana, toma ya qué exquisitez.

Tras la comida, deporte, como no puede ser de otra manera en cualquier fiesta que se precie. Las apuestas dan emoción a los partidos, juegan mujeres y varones, hay barras, polémicas arbitrales, lesiones y litros de sudor, porque a esa hora ya el sol zurraba sin clemencia. El masato hizo su aparición en grandes baldes de pintura y empezó a fluir por manos y gargantas, haciendo brillar ojillos.

Estábamos sentados a la sombrita conversando, abanicándonos y mirando el fútbol cuando vinieron a buscarnos para ir al baile. La capilla había sido despejada de bancas y ya hacía rato que sonaban la quena y el tambor. Nos sacaron a bailar al toque, ¿y cómo nos íbamos a negar? Yo hacía rato que me sentía más relajado, y en la pista me solté del todo. Sucesivos cañonazos de masato ayudaron lo suyo, desde luego…

La cantora del puente es la señora Roxana, mamá de Ana Dueñas, una de las chicas de las becas. Tiene una risa fuerte y explosiva, en la que los dientes que hay encajan con los que faltan de manera muy chistosa. Bailamos, sudamos y bailamos, con pausas en las que nos atacaban pates rebosantes por todas partes; hasta que no pude más y fui declinando amablemente.

Le contaba a Gina (en la foto) que quería quedarme más rato, pero los jefes anunciaron la hora de despedirse. No noté ni el más mínimo mareo; sí me sentí claramente dichoso y afortunado por ser misionero, estar acá y poder compartir con esta gente linda, que me enseña y me salva. Como tantas otras veces.

sábado, 28 de octubre de 2023

CO-PRESBÍTEROS

 
Reconozco que al escuchar este palabro fue como cuando te cruzas con una cara y sientes que te suena levemente, crees que la has visto en algún sitio, pero hace tiempo… ¿dónde? y ¿quién será?... hasta que pasa un instante y ¡zas!, eso es, ya lo tengo, estoy seguro. Qué chévere es formar parte de un presbiterio.

Porque ahora, con las últimas incorporaciones del IEME y según la web, somos 17 sacerdotes en el Vicariato. Wow. Claro que alguno está más bien jubilado y un par de ellos paran estudiando fuera, pero sin duda hemos crecido en los últimos 6 años. Si sumamos los dos seminaristas mayores que están realizando su tiempo de preparación al diaconado y otros dos candidatos a las órdenes, resulta que en el encuentro de formación de misioneros nos juntamos una linda mancha.

Se visualizó en la jornada que siempre tenemos por vocaciones específicas, y ahí fue donde Jaume Benaloy, sacerdote misionero español llegado desde Chimbote para acompañarnos, sacó ese término. Ser co-presbítero, miembro de un presbiterio, de un grupo de iguales junto con el obispo, que es el hermano mayor: “Ruego a los presbíteros que están entre ustedes, yo, presbítero también con ellos…” (1 Pe 5, 1).

Nadie es presbítero individualmente y de forma aislada, y eso siempre es cierto, pero resulta todo un reto vivirlo cuando el compañero más próximo está a seis horas de navegación y una distancia equivalente a la que hay entre Mérida y Sevilla. Eso me ocurría cuando estaba en Islandia, y recuerdo cuánto necesitaba irme a Tabatinga a solearme con Adolfo el obispo o con los jesuitas.

Sin querer te metes en lo tuyo, te desconectas de los otros (literalmente y peor cuando no hay señal) y se va desdibujando tu carácter de “co-“. Por eso, aunque se es siempre cuerpo ministerial, este cuerpo debe hacerse visible de vez en cuando, con la evidencia del encuentro, el abrazo, el diálogo directo, el afecto profesado y expresado.

Se trata de saborear la fraternidad profunda en la identidad presbiteral, que es capaz de disolver todas las diferencias, y entre nosotros las hay y bien notorias, empezando porque somos de 7 países diferentes, de edades, formación, trayectorias y concepciones distintas de la misión, la Iglesia, los equipos de fútbol y las clases de comida.

Eso sí, en la cerveza hubo unanimidad en este momento pizzero que recoge la imagen, y que fue como un afortunado epílogo a las horas de reflexión, debate y compartir. Conversaciones “de curas”, anécdotas y demás peripecias, risas y chismorreos varios y casi obligatorios en ratos así… Pequeñas costumbres de cuando estaba en mi tierra extremeña, que me ayudaron tanto, y que tantísimo echo de menos en la misión.

Y, sí. De vez en cuando me sorprende la nostalgia de los tiempos pasados, diez primorosos años en Mérida-Badajoz, mi querida diócesis… Aquella forma de vivir menos vertiginosa, con más certezas, los tuyos siempre a mano y las carreteras asfaltadas. Sacudo la cabeza y miro palante, porque Diosito está siempre delante de nosotros y no detrás, recién lo he escrito.

Todos somos co-. Me gusta sentirme uno más, ni vicario general ni pamplinas: solo un presbítero, igual que todos, parte de un grupo, viviendo esa hermandad paradójica, a la vez recia y delicada, con los compañeros que Diosito te otorga. Necesaria como el aguacero nocturno, frágil como un colibrí, laboriosa como una jornada en la chacra, y tan escurridiza y exultante como el bufeo saltando sobre el río al atardecer.

sábado, 21 de octubre de 2023

LA MALOKA Y LA CAPILLA

 
Una de las experiencias más interesantes que tengo como misionero en estos años en la Amazonía es el encuentro con los indígenas murui del alto Putumayo, con Fernando Flórez como facilitador. Cada visita a Soplín disfruto de la oportunidad de ir a mambear, es decir, compartir su espacio de encuentro comunitario, aprendizaje y contacto con el mundo espiritual. La última vez, las conversaciones en la comunidad de Puerto Refugio me hicieron cuestionarme y profundizar los cimientos y los métodos de la misión.

En el trasfondo de estos planteamientos hay muchos diálogos en los que Fernando y yo diferimos en maneras de ver los paradigmas de la inculturación y la interculturalidad, aunque siempre convergemos hacia la pregunta fundamental: ¿para qué la misión? ¿qué hacemos acá? ¿por qué hemos venido? No solo estar, sino cómo estar. Los murui me dieron luz.

Escuchándolos vi claro que la recuperación de la cultura y la espiritualidad propias es un motor que hace que estos pueblos vivan mejor. Tiempo atrás la raspa (cosechar hojas de coca para vender a los narcos) solventaba al momento la economía. Dinero fácil y rápido que se iba también al toque y que a cambio traía los problemas típicos: violencia, alcoholismo, división, muerte… Me contaron que desde hace unos años han dicho no a los cultivos ilícitos y están implementando su plan de vida.

Se trata de un proyecto comunitario hecho por ellos mismos, donde todos están implicados. Sus pilares: desarrollo sostenible (reutilización de chacras), generación de recursos propios, limpieza comunal, manejo sostenible del bosque (caza, pesca…), apuesta por la educación (internado, colegio bilingüe), atención a la salud (nueva posta), gobernabilidad, reglamento, guardia indígena, papel de la mujer, cuidado de las semillas, iniciación de los jóvenes, control de la violencia y el alcoholismo, veneración a los abuelos, que son bibliotecas vivientes, rescate y potenciación de las expresiones culturales (danza, etc.) y por supuesto de su lengua y su espiritualidad.

Recuerdo otras experiencias, como los yagua de Remanso en el Amazonas, por ejemplo: el mundo al revés. Están dedicándose a la raspa y a la vez perdiendo su cultura y olvidando su idioma; resultado: la comunidad está hecha un desastre, como ya conté acá. El alcohol y sus estragos, educación pésima, no hay atención sanitaria, los niños se ven abandonados, mala alimentación, violencia, suciedad, desorganización…

En Refugio, con todas las debilidades porque no hay nada perfecto, se puede palpar una cierta armonía fruto de saberse y sentirse unidos, corresponsables, dueños de su destino. Y el vórtice de este proceso es la maloka, y en ella el mambeadero. Allí es donde se aprenden y transmiten los valores tradicionales y la cultura se in-corpora; donde amanece la Palabra y se medita cómo seguir la senda del Bien y del respeto, guiados por el tabaco y la coca, plantas sagradas.

Los murui tienen una espiritualidad sólida, y todo confluye y tiene su fuente acá. Hay una correspondencia entre vivir plenamente la propia identidad cultural y la espiritualidad, con el buen vivir. Muy cerca de la maloka, a un costadito nomás, está la capilla, como se aprecia en la imagen. ¿Tiene sentido? ¿Qué pasaría si no hubiera? ¿Hay que crear una “misa murui” que “haga la competencia” a sus prácticas ancestrales de vínculo con la trascendencia, a quien llaman Mó?

Me cuentan también que en otra época los evangélicos trataron de quitar el mambe, enseñaron que es cosa del diablo, había que derrumbar la maloka. ¿La inculturación llevada al extremo no sería lo mismo en el fondo? Pero para ellos la hostia y el vino son su coca y el ambil. Así disciernen, oran, se fortalecen para ser un pueblo. ¿El objetivo es sustituir esos elementos? ¿O más bien bajamos la capilla? “No padre, no. Ustedes tienen que seguir con la misa, es algo bueno, hay gente que descubre a Dios ahí y le ayuda”.

La inculturación no es una estrategia para que ellos cambien, seríamos como lobos con piel de cordero. Encuentran en Fernando un amigo, que forma parte de ellos, porque se va también a mambear: la inculturación es un proceso por el que los misioneros cambiamos, experimentamos lo suyo (que les ayuda a vivir mejor), aprendemos su camino para llegar a Dios, hallamos al Verbo de Dios completo (no solo las semillas), aceptamos su síntesis, su manera de situar la capilla junto a la maloka y elaborar esa coexistencia. Así la Iglesia queda enriquecida, y ellos también. No botan la capilla, valoran y agradecen su presencia, es siempre una propuesta válida, algo complementario, positivo, que les aporta.

Por tanto, quizá ya no hay que inventar una Eucaristía murui (¡qué peso me quita de encima!), o sí, siempre que los católicos murui lleguen a esa claridad, y ellos la plasmen, con la compañía de los misioneros, con los que han de “ser uno” en expresión del Papa. Y dependerá de cada caso, porque he visto que incluso en dos comunidades igualmente murui hay diferencias en el devenir de la Iglesia.

¿Entonces qué hacemos? Escuchamos, estamos con ellos, sumamos, nos apuntamos a lo suyo, lo valoramos… Sin querer introducir con fórceps algo extraño, como ortopédico; tan solo dejando mirar lo nuestro como propuesta positiva, sin renunciar al anuncio pero sabiendo que si la capilla se cae no va a pasar nada grave. Venimos no para cambiarles o para enseñarles; venimos para ser sus aliados en la navegación hacia ser plenamente ellos mismos, con su cosmovisión y con su espiritualidad. Como la sal, que hace que cada alimento sepa como tiene que saber.

Estábamos sentados tranquilos un buen rato con el curaka hablando de estas cosas, y le pregunté: “¿Qué tenemos que hacer pues los misioneros?”. Contestó con una sonrisa pícara: “Justo lo que estamos haciendo ahora: conversar”. Feliz fiesta del DOMUND. 

sábado, 14 de octubre de 2023

POBREZA DULCE EN VILLA EL SALVADOR


Juntar pobrezas es muy saludable: atrae a la Providencia, el cariño sube como un keke en el horno y las sonrisas se transfiguran en radiaciones de felicidad. No sabía lo que me iba a encontrar cuando acepté la invitación de las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús, en concreto de Evelyn y Yubet Rocío; lo que saboreé rompió mis esquemas para mucho mejor.

Estaba en la puerta principal de la Casa Hogar “Corazón de Jesús”, en una esquina de esas calles que trazan Villa el Salvador como un damero dudosamente adornado con infaltables montones de basura multicolor y supongo que multiolor. Pero no me parecía que esa entrada estuviese operativa, ¿me habré equivocado? “Nooo” - me dice Evelyn al teléfono, “es en el costado, a la vueltita”.

Y sí, se ingresa por una trasera, e inmediatamente te ves en un espacio grande, un comedor-cocina con mesas, al fondo una pista de gras coquetamente protegida por una malla a modo de toldo. Están las ollas en ebullición, pero me reciben manos y abrazos de niños y niñas de edades variadas, mezclados con los saludos y presentaciones de las religiosas. Porque así es en esta casa, donde todos - chicos y grandes, los ocho trabajadores y los voluntarios, los operarios que reparan el tejado, visitantes, hermanas y profesionales - viven entreverados.

La comunidad me ha invitado a almorzar y “compartir tranquilamente contigo”, y claro, yo esperaba que vamos a ir a su comedor; pero no hay otro comedor que este, y es el mismo para todos (y la misma comida, claro). De hecho, ahí nos servimos, y a la vez almuerzan los trabajadores acá al costado y un grupo de críos en otra mesa, pero me parece que al tiempo alguno hace tareas.

Con la ración de arroz, papas y carne res por delante, vamos conversando. Mientras, unos llegan, otros pasan; un crío viene saltando, y nos saludamos, una jovencita con sus audífonos, otra niña besa a una de las hermanas. Son menores que el Estado envía a la Casa Hogar después de haber retirado, al menos temporalmente, la custodia a sus papás. Por tanto, pequeños que escapan de situaciones familiares traumáticas, y sin duda atrapados por heridas emocionales sangrantes.

“Pero las autoridades no nos dan ninguna ayuda”. Y no se explican cómo a veces pueden salir adelante. Sus relatos me recuerdan a vidas de santos leídas hace décadas: “justo el día antes que había que cancelar el recibo, llegó un donativo… como un milagro”. Y cuentan con amigos, personas voluntarias que se dejan la piel por estos chicos; sin ellas no sería posible este gran servicio… Gracias a gente así, el mundo sigue girando.

Al rato me enseñarán la casa. El cuarto de los varones medianos… el cuarto de la hna. Evelyn… el dormitorio de las chicas grandes… el cuarto de la hna. Rocío… los baños acá… los más grandecitos… la habitación de la hna. Inés… las niñas pequeñas… acá la hna. Deysi… Viven con los niños, injertadas a su cotidianidad y a sus dramas, conectadas con sus emociones, juntos, como una familia. Todo el día los tienen encima, son como sus mamás, derrochan paciencia, ternura y suavidad.

“Pero… tendrán ustedes alguna zona reservada para la comunidad, ¿no?” – pregunto asombrado. Me muestran una especie de mini-loft, una estancia con un office, mesa y sillas, sillones, una tele, cafetera y estanterías con libros. “Hay una hora en la noche en que nos juntamos; ellos saben que es un momento que deben respetar y nadie llega. Ahí descansamos”. Me admiro.

También está la capilla, claro. La hna. María del Pilar, la más mayorcita, española como Inés, está orando. Intercambia sonrisas con Evelyn y Rocío, que son peruanas como Deysi… Descubro que este 24-365 con los niños no solo no desgasta su vida comunitaria, sino que hace que entre ellas haya una preciosa conexión que supera las naturales barreras generacionales y culturales.

Pero volvamos a la mesa, la conversa sobrevolando los platos ya vacíos. De pronto llegan una mamá y su hija, voluntarias, que traen en su carro un montón de cosas de un supermercado cercano. “Nos avisan y nos regalan alimentos próximos a caducar”. Y así tienen verduras, frutas, yogur… y hoy varias tortas y pasteles. Inés corta entre risas y bromas un pedazo bien generoso para cada uno. Muy rico realmente, pero no lo necesitaba para llevarme un gusto exquisito en el paladar de mi corazón.

sábado, 7 de octubre de 2023

DENTELLADAS DE LA CRISIS CLIMÁTICA

 
Son las 13:45 del martes 3 de octubre. Salimos hacia Indiana el grupo que vamos a participar en el encuentro vicarial de pastoral social. Buscamos motocarros bajo un tremendo sol, que abrasa la pista y nos ahoga, el aire tórrido nos golpea cruelmente. “Por más que se pretendan negar, esconder, disimular o relativizar, los signos del cambio climático están ahí, cada vez más patentes”. Así comienza el documento Laudate Deum (nº 5), que sería publicado al día siguiente. ¡Y que lo digas, Francisco!

Había leído en rpp esa misma mañana que Iquitos llegó a registrar el día anterior 38.5°C, la temperatura más alta de todos los tiempos según el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología del Perú (Senamhi). Si le aplicamos el cuadrito de la sensación térmica considerando un 50% de humedad relativa (normalmente se acerca al 60% como mínimo), nos salen 49 grados. Doy fe.

Hemos llegado al puerto de Productores y bajamos las gradas empapados en sudor. La arena de la ribera está tan fina y seca que podrías pensar que estás caminando por el desierto si no fuera por todas esas embarcaciones amontonadas y prácticamente varadas en el exiguo hilo de agua que es el Itaya, afluente directo del Amazonas. Me cuesta creerlo: jamás he visto el río tan bajo.

La imagen es una agresión rotunda a la sensibilidad: la vaciante masiva deja al descubierto, como una alfombra que se retirara después de años, lo que hay en la orilla, entre los shungos de las balsas, debajo de las escaleras… La cantidad de desperdicios, basura, desechos, especialmente botellas, descartables, plásticos de todo tipo. Porquería que demora siglos en degradarse y que contamina el agua sin piedad.

Cuántas veces me he preguntado si es que no se puede hacer nada para detener este asesinato lento pero inexorable del Amazonas, que revienta las costuras de la tristeza y de la rabia. Por qué las autoridades permiten semejante atentado contra la vida, por qué miran para otro lado. ¡Por qué nadie hace nada! Respuesta obvia: por dinero. “La lógica del máximo beneficio con el menor costo, disfrazada de racionalidad, de progreso y de promesas ilusorias, vuelve imposible cualquier sincera preocupación por la casa común” (LD 31).

Toca esperar a que se llene el deslizador, esa chatarra con enormes motores donde vamos embutidos como anchovetas en lata. Son más de dos horas bajo las planchas metálicas de calamina, utilizadas en los tejados de las viviendas, que se comportan como una parrilla que nos achicharra. El calor es sofocante, chorreones de sudor resbalan por mis piernas, el pañuelo está aguachinado y el abanico no da abasto.

Es difícil llegar hasta los botes, apelotonados en la mijina de orilla de agua raquítica, hay que pasar haciendo equilibrio por tablones estrechos para salvar el barro nauseabundo impregnado de suciedad, sobrevolado por mil moscas y escarbado sin pudor por los gallinazos, que vienen a completar el cuadro. Hay un chauchero (cargador) que se cae ahí con una enorme piña de plátanos. “Los más graves efectos de todas las agresiones ambientales los sufre la gente más pobre” (Laudato Si nº 48).

Por fin llega el momento del zarpe. Hay que ejecutar varias maniobras porque un par de chatas (lanchas de carga que no deberían estar acá pero cuyo embarcadero se ha agostado del todo) obstaculizan la salida. Una señora agita un pañuelo para dar un poco de aire a su bebe. Otra saca un yogur para su hija; quita un plástico y sin mirar saca la mano por la borda y lo bota al río; lo mismo con la tapa, maquinalmente al agua. Así nos va.

Llegaremos a mi querida Indiana, desde donde escribo, y me volveré a asombrar por la magnitud de la sequía, el nivel bajísimo del Amazonas, el calor insoportable y desconocido -incluso por las noches-, la ausencia casi total de lluvias durante semanas seguidas. A los negacionistas del calentamiento global y la crisis climática les digo que, quienes no podemos tener aire acondicionado, padecemos los estertores un tanto vengativos de la Madre Tierra (que en su agonía nos arrastrará a todos), bien reales y bravos.

sábado, 30 de septiembre de 2023

LA VIDA PASA EN UN VERBO


Sentados en la mesa camilla, sin enagua por ser verano, Ascensión y Manolo conversan sobre sus achaques, sobre la sequía de este año, el precio de la bellota, recientes noticas de conocidos del pueblo, y, por supuesto, del pasado; ambos superan ampliamente los 90 años. En un momento, con suspiro y la mirada perdida en la lejanía, ella dice estas palabras: “la vida pasa en un verbo”.

Cuando se regresa al terruño una vez al año o más, la impresión del paso del tiempo es brutal. Mis sobrinos están mucho más grandes, a algunos les ha cambiado la voz, Pilar ya es una mujer. En la gente de mi quinta, esa lozanía se precipita hacia la “madurez” (me asusta escribir vejez). De pronto nos ponemos a echar cuentas de los años que nos quedan para jubilarnos, ¡y son ya muchos menos que los que llevamos trabajados!

Las conversaciones en la cena que cada año organizamos (en la imagen) giraron en general en torno a los hijos. Todos tienen vástagos adolescentes o en la veintena, y comparten los clásicos problemas de comunicación y el abismo cultural que separa a nuestra generación de la suya, especialmente debido a las pantallas. El celular se ha convertido en la caja de pandora de todas las calamidades, y lo peor es la potencia con la que modela cerebros y comportamientos.

Y, sí: la emoción predominante en los días de vacaciones ha sido que todo transcurre a una velocidad vertiginosa. Unos amigos de Cádiz vinieron a visitarme, y recordando descubrimos que la última vez que nos vimos fue en el bautizo su hija, que estaba allí sentada cenando y tiene ahora ¡19 años! “¿Cómo así? ¿Tanto tiempo ya?”. Estábamos de veras asombrados y brindamos con un excelente Habla del silencio aprovechando el momento y atrasando su paso al borroso baúl de los recuerdos.

Ya empieza a hacer 20 años de casi todo (en certera expresión de Jaime Gil de Biedma); de muchas cosas bastante más, pero sí de ser quienes somos, con nuestra identidad y opciones de vida hechas, con las personas, los proyectos y los lugares que configuran nuestra vida hasta la fecha, 20 años después. Mi amiga Loren agarró vacaciones por las fiestas de Esparragosa y dice que no lo hacía desde 1997.

Voy por la calle en Mérida y veo rostros del ayer. Son personas que sé que conozco, pero no puedo ya decir de qué ámbito, ni su nombre. Solo sé que forman parte de una sociedad, un paisaje, una vida que no es ya la mía. Y me siento como una especie de astronauta ocasional, o un turista más, de paso por la ciudad romana.

La vida vuela en un verbo, ¿pero qué verbo? Esta cuestión ha ido tarareándose estos días en mi cabeza. ¿Fluir, tal vez? No tanto recordar, creo. ¿Creer? Quizás sea más acertado luchar, acá en nuestra Amazonía diríamos remar. Y qué tal caminar, bonito, evocador. Porque no es un sustantivo ni un adjetivo ni un adverbio, la vida acontece en una acción, en un movimiento, en una fuerza, en una tarea.

Es como una energía breve. Una “sombra que pasa” (Qo 6, 12) o “una vela nocturna” (Sal 89, 4), con esa debilidad, pero con un fulgor intenso, capaz de iluminar y dar calor. Quizá la palabra vaya por el campo semántico de compartir, participar, comunicarse, ayudar.

Se ha deslizado ya “la mitad de esta carretera”, como dice la canción de Jorge Drexler. Hasta nos atrevemos a conjeturar adónde iremos a dar con nuestros huesos (“lo que tenga que ser, que sea”). El verbo podría ser respirar ahora, acá, en este instante. No es cuestión de malgastar el corazón o desparramar materia gris en lo que no pesa. Hay que exprimir cada instante antes de que se nos cuele entre los dedos.

¡Ya lo tengo! Crear, sonreír, escuchar. Rectificar, aprender, perdonar. Soñar, esperar. Agradecer. Definitivamente, la vida pasa en amar.

Un gran abrazo desde mi selva.

domingo, 24 de septiembre de 2023

"INVEROSIMILIDADES"


Estas semanas en España he visto algunas cosas que me han producido estupor hasta el punto de plantearme si serían ciertas, o bien obra de la inteligencia artificial. Aunque hay por todas partes emanaciones de la estupidez humana, eso también.

O de la codicia o la maldad, claro, que son primas. Me llegó una información dando cuenta de la proliferación alarmante de la minería ilegal en los ríos de la Amazonía peruana norte – región Loreto. Esta actividad conlleva a la deforestación de bosques primarios y también afecta a los principales ríos, generando una peligrosa contaminación debido al uso de sustancias como el mercurio y otros metales pesados en la extracción del oro. En nuestro Napo sabemos que el nivel de mercurio en el agua es al menos 5 veces mayor que los estándares de la OMS.

Al rato de leer aquello me encuentro con una entrevista en video con este titular: “Ser ‘youtuber’ es un trabajo muy desgastante que tienes que hacer día sí y día también”. Vaya por Dios. No creo que sea como la tarea de los chaucheros de Iquitos, que pueden conocer también en video acá. A veces veo cargadores ya mayores acarreando tremendos fardos gradas arriba y gradas abajo … no sé cómo pueden. Pero no queda otra, hay que salir día sí y día también a ganarse el pan.

Me ha impactado a full el asunto de los seguros de mascotas; y no me refiero tanto a la cobertura de responsabilidad civil, que me parece bien (cuando era niño me mordió el perro de un turista y hubo que ir a buscarlo en un coche Z de la policía municipal a ver si estaba vacunado), sino a otras prestaciones de tipo médico: asistencia veterinaria, “estancia en residencia por hospitalización del asegurado”, consultorio telefónico…

En la región Loreto apenas hay un médico por cada 10.000 habitantes, y la asistencia sanitaria, lejos de estar asegurada, es muy deficiente o directamente inexistente cuando nos adentramos en lo profundo de la selva. La cantidad de perros y gatos es incontable, muchísimos sin dueño… Recuerdo infinidad de perros esqueléticos, sarnosos, hambrientos, enfermos.

Volvamos al agua: veo más dispensadores en las casas, parece que cada vez más gente no quiere beber el agua del grifo, y hay empresas que se encargan de abastecer: “nunca te quedarás sin agua. Te la llevamos a casa para que, con este dispensador que te cedemos gratis, te sirvas un vaso bien frío siempre que quieras”. Qué majos.

Pero ¡el agua de la red pública suele ser de gran calidad! No se valora el hecho cotidiano de abrir la llave y que salga agua al toque, agua potable, limpia, tan accesible… Pienso en la gente que vive junto a quebradas que se secan en la época de vaciante y tiene que caminar hasta encontrar un caño para lavar, para bañarse y para consumir. Pero lo más dramático es que en el mundo nos estamos quedando sin agua a marchas forzadas, y creo que no somos conscientes.

¿Y qué puedo decir de la aparición de la inteligencia artificial (IA)? Un grupo de chivolos en un pueblo cerca de mi casa han agarrado una herramienta simple de IA, han compuesto imágenes de 30 compañeras de instituto desnudas bajando fotos de sus rostros de tiktok (creo), y las han zampado a las redes sociales. Toma castaña. Todos son menores de edad, y algunos tienen menos de 14 años.

No hay forma de distinguir la realidad de la creación, pueden hacernos tragar ficciones y engañarnos impunemente. Me pregunto cuánto tiempo llevan haciéndolo… Pero esta foto no está manipulada: ¿será el único coro del mundo en el que absolutamente toditos tocan la guitarra? Son de la parroquia de Fuentes de León (Badajoz), cuya generosidad me dejó también estupefacto. Y eso merece una entrada completa, próximamente.