En otras vacaciones intenté entrar en el abandonado convento
de las Concepcionistas Franciscanas de Santa Beatriz de Silva, imponente e
histórico edificio y pulmón de espiritualidad de Mérida, sin lograrlo. Esta
vez lo he hallado en pleno proceso de demolición y transformación, y lidio con
la nostalgia, pero sigo respirando su silencio.
Porque, aunque iba a misa a la iglesia de “las encerradas”
(a dos cuadras de mi casa) muy a menudo siendo niño y joven, nunca pude
satisfacer mi curiosidad de conocer el lugar por dentro, como es lógico.
Volteaba la cabeza mirando de soslayo los hábitos negros y azules, y disfrutaba
con sus melodiosas voces acompañadas por el armonio. En casa siempre referimos una
vez que el capellán criticó en el sermón “la ropa breve”.
El origen del monasterio me ha hecho sonreír también. Resulta
que uno de los componentes del grupo de Francisco Pizarro, conquistador
del Perú, se llamaba Francisco Moreno de Almaraz… y era de Mérida.
En 1588 envió plata desde Cuzco para construir en su pueblo natal un convento
que diera cobijo a las Madres Franciscanas de la Limpia Purísima Concepción.
Desde entonces hasta nuestros días, el convento ha pasado
por muchos avatares: auge en 1630, crisis y casi destrucción en 1808,
supervivencia en el período de la desamortización, apoyo gubernamental en el
siglo XIX, conversión en escuela durante la República y en cuartel durante la
Guerra Civil, prosperidad en la dictadura de Franco o edificio de congregación
en la Democracia.
Recuerdo varias tradiciones en torno a “las encerradas”: las
novias (mi mamá entre ellas) les llevaban huevos días antes de la boda para que
rezaran para que ese día saliera bueno; con esos huevos y otros
ingredientes las monjas preparaban y vendían riquísimos dulces. Cantaban al
paso de las procesiones de Semana Santa y desde 1620, cada 8 de diciembre
recibían al alcalde y a la corporación municipal para la renovación de su voto
en defensa de que "la Virgen fue concebida sin pecado original".
Tal y como recoge el Portal de Archivos Españoles, las
religiosas concepcionistas se marcharon a finales de 2009 “debido a su
imposibilidad económica para mantener el edificio, y al escaso número de
vocaciones. Las últimas religiosas se trasladan al convento franciscano de
Mairena de Aljarafe. Desde entonces el edificio está cerrado e inactivo (…)”.
No tan inactivo. Cuando cada mañana regreso de caminar de la
Isla veo el trajín de los operarios, las voces, el movimiento, los golpes… Hace
año y pico comenzaron las obras para integrar el espacio conventual dentro la
Plaza del Parador, y al mismo tiempo restaurar elementos de valor
histórico. Se aprecian los arcos del claustro envueltos en plásticos, zonas de
piso hecho de azulejos, muchas piedras romanas en los muros y esas espléndidas
palmeras.
La capilla se mantiene en pie, a un costado, con sus dos
portadas renacentistas de tradición gótica adornadas con motivos barrocos. Me
pregunto qué harán con ella… ¿una sala de conferencias o de exposiciones? El
resultado global será, al parecer, un amplio espacio público respetando la
identidad de un enclave tan emblemático. Amén.
A pesar del fragor del trabajo, este lugar guarda y desprende
un intenso silencio. En él, durante más de 400 años, muchas mujeres buscaron
a Dios en soledad, oraron largas horas, laboraron en el obrador, cultivaron su
huerto… Seguramente luchando contra sus limitaciones y contradicciones, sosteniendo
una batalla muda contra la hybris humana sumergidas en la sagrada quietud.
Ese sosiego permanece impregnado en el rumor quedo y
sereno del agua de la fuente de la plaza, y se percibe también en el piar
asimétrico y plácido de los pájaros. Una
paz invencible, custodiada para siempre por los espíritus de las monjas, fieles
a su voto de estabilidad y a su amor a Mérida.
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