No vaya a ser que se
haga realidad y entonces “ya fuimos” como dicen por acá. Ocurrió un día,
durante la gira por el Bajo Amazonas previa a la Navidad. El obispo me llamó
para comunicarme una noticia tan nefasta como sorpresiva: las Ursulinas de
la Unión Canadiense dejan el Vicariato, de momento por dos años.
Estas religiosas
forman parte de las congregaciones de la primera hora, es decir, aquellas que
llegaron de Canadá para unirse a la naciente misión franciscana en estas
tierras, a mediados del siglo pasado. Las ursulinas pusieron el pie en
Aucayo en 1961 y en Yanashi en 1964, y con ellas se inició la educación en esos
dos puestos de misión; como siempre, la Iglesia había llegado antes que el
Estado y construyó ambos colegios, que ellas han dirigido y atendido hasta hace
un par de meses.
Aquella noche soñé
que todos, absolutamente todos los misioneros se marchaban del Vicariato. Iban pasando a despedirse, incluso los más
antiguos; unos por unas causas, otros por otras, todas por supuesto legítimas…
hasta Domi decía adiós, dejándome desolado.
Los veía a todos
partir porque yo era el único que me quedaba, solo, en este inmenso
territorio, con los 16 puestos de misión colgados. Un absurdo. Sufrí un momento
de ofuscación ante la magnitud (que yo conozco de primera mano) de la faena,
pero al toque me vi recomponerme y decir: “¡pues yo lo voy a hacer!”.
Inmediatamente me puse a maquinar: “en tal sitio, voy a llamar a fulano y lo
armamos”, “en tal otro lugar, a la señora tal… o al animador mengano
acá… o allí a la catequista equis…”.
Y ya no recuerdo más,
o tal vez me desperté, o ahí concluyó la pesadilla, porque eso es lo que es,
una pesadilla con todas las letras, de esas que te dejan sonado y sollozando en
mitad de la noche, como cuando eras niño. El subconsciente sin duda reaccionó
a la impresión que me causó aquella noticia y expresó el miedo a que más
compañeros se retiren… ¿cómo puede haber misión sin misioneros? Las
personas son la clave. Mucho más que los recursos económicos, y lo sabemos
bien.
En este momento somos
60 misioneros en el Vicariato. De los 16 puestos, cuatro no cuentan con
ningún misionero: la cuarta parte; allí los laicos locales llevan adelante
la tarea con ayudas puntuales desde otros lugares. Y en la mitad de los puestos
-ocho- no tenemos presbítero. El 70% de los misioneros han llegado en los últimos
cinco años, porque generalmente se permanece poco tiempo en el Vicariato, dos o
tres años (a veces menos) y chao, traslado.
“No tenemos gente” es el
lamento más habitual. Es cierto: hoy día casi nadie (congregación, diócesis,
organización) dispone de una comunidad, y a menudo ni siquiera de una persona,
para enviar a estas periferias eclesiales. Los pocos que dan ese paso
tienen que dejar atrás otras posiciones, a veces en grandes ciudades, y en
general con un bagaje histórico y económico importante: parroquias, colegios,
casas. Eso exige menos ayayayes y más opciones claras, y siempre graves
renuncias, no fáciles.
El resultado es el que
vemos: precariedad, escasez, incertidumbre. Pero, más allá de estos datos de
la realidad, creo que el lenguaje onírico metabolizaba la tristeza que me causa
lo que revelan: el hecho de que a casi nadie le importa la misión. Duele
decirlo, y más sentirlo, pero no me puedo engañar. La misión ad gentes sirve
para enfatizar lo comprometida que está “la Iglesia” con los más pobres o con
la Amazonía. Nos ponen las correspondientes medallas cuando llega el DOMUND, y
luego siguen con lo suyo. No aprecio voluntad decidida por parte de las
autoridades de resolver la situación de los vicariatos apostólicos, de ofrecerles
fórmulas de estabilidad económica y en personal. Y peor nosotros, que seguimos paralizados
en el confuso atolladero de la “ius commisionis”.
Como la vida sigue,
me corresponde este año acompañar a la gente de Yanashi, lugar lindo donde no
ha quedado un solo misionero.
Lo haré con mucho gusto porque ellos se lo merecen, y estoy seguro que van a
sacar adelante su comunidad cristiana y la misión; están sobradamente
capacitados. Esa parte del sueño sí se va a cumplir. Esperemos que no se llegue
a aquello de “párroco de todo el Vicariato”*, expresión tan poética como
terrible.
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