Hay instantes plenos, mágicos, sobre los cuales surfea la
felicidad, te mira de frente sin recato y el agradecimiento brota a borbotones. Algo así
me ocurrió anoche durante la hora santa del Jueves. Estoy en El Estrecho, en el
río Putumayo, frontera entre Perú y Colombia; acá he llegado para celebrar el
Triduo Pascual.
Es una comunidad muy peculiar, en la que la ausencia de
sacerdote por años ha hecho aflorar la sinodalidad poco a poco, gracias a
la apuesta de las religiosas, el entusiasmo de los laicos y la paciencia de
todos. Por eso me encanta esta misión, y también por lo enorme de su
territorio, la variedad de sus pueblos indígenas y los retos que plantean temas
como el narcotráfico, las dragas ilegales o la trata de personas.
Encuentro todo armado y preparado para las celebraciones, yo me
meto en algo que ya está y que no depende de mí; aunque aporto ideas y chambeamos
juntos, es algo de ellos, no mío, y eso me descansa y me insufla
optimismo en el sueño de una iglesia más sinodal, laical, amazónica y…
femenina. De hecho, la mayoría del equipo parroquial son mujeres.
Ahí el aporte de Meche, religiosa Misionera Parroquial del Niño
Jesús de Praga, es clave. Con ella han craneado el esquema de la hora santa, un
rato de adoración al estilo amazónico, conectando con las raíces de nuestra
cultura. ¿Que si es posible? Claro que sí, pero hay que olvidar modos
romanos, latines y patrones occidentales para dejarse llevar por la
corriente de nuestro río.
Todo comienza por la decoración: el Santísimo está colocado en
el piso, donde almuerzan los indígenas; rodeado de frutos locales
(carambola, anona, guanábana, caimito, humarí, guaba…) y flanqueado por
plantas y flores de la selva. Diversas artesanías y pinturas lo engalanan, y
varias velas iluminan el conjunto, al igual que harán en la mayoría de las
casas del Estrecho cuando esta noche a las 11 se corte la electricidad por hoy.
En un mundo de madera, tela y fibras de palmera, la pequeña custodia es lo
único metálico.
“Háblale a Jesús de nuestro pueblo, de sus orígenes, de sus ritos
y costumbres”. La melodía suave invita a la meditación, nuestra gente es
profundamente espiritual. Acompañamos a Jesús en este confín de la Amazonía y le
hablamos en murui o en kichwa, y descubrimos que son también sus
idiomas. Él está acá desde siempre.
Varios niños habían preguntado en la tarde: “¿Cuándo vamos a
danzar?”. Pues claro, obligado, porque la danza es la manera regional de
veneración. Sonaron músicas tradicionales como “El Solterito” y “El Gallinacito”,
sacamos el pañuelo y comenzamos a danzar, adorando el cuerpo Jesús
Eucaristía con nuestros cuerpos. Las adolescentes casi no saben, o las
vence el roche, pero en cuanto se escuchan los primeros acordes de “Anaconda”
ahí sí, comienzan a moverse con ese compás vigoroso y armonioso tan
característico.
Con el sabor también se puede orar, los alimentos de nuestra
tierra nos juntan con los antepasados, con los espíritus del bosque, nos unen a
Jesús hecho alimento para nutrirnos y darnos Vida. La torta de kasabe
se va partiendo como se parte el pan, los vasos de kawana van pasando y
nos refrescan. Algunos niños cuentan cómo sus abuelitas preparan esta bebida
ancestral, que proporciona fuerza y gozo, como la Eucaristía.
Así va transcurriendo esta hora, en ambiente a la vez reverencial
y festivo, porque la gente ha captado la médula del Jueves Santo, la alegría
por el amor revelado y el presentimiento pensativo de la muerte cercana. Jesús
entiende todos los lenguajes, su Pascua abarca e inspira
todas
las culturas de todos los tiempos.
Llega el momento de despedirse. Naoki, que tiene 9 años, viene
corriendo y me da un abrazo. Para mí eso es parte esencial de la experiencia de
hoy, es el abrazo de Jesús, de este pueblo, de la Amazonía… Salgo a la
noche serena; me enfoca la luna llena del otoño austral y siento que todo está
bien, que estoy exactamente donde deseo estar.
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