Para cada uno… con todo y niños, claro. Porque la fiesta es el
territorio de los niños, cuyas sonrisas rebosaron la Vigilia pascual del
Estrecho, una experiencia que no voy a olvidar fácilmente. Si no hay comida
no hay celebración, y esa noche disfrutamos de todas las clases de alegría y en
abundancia.
La primera fogata estaba emplazada en mitad de la calle, frente al
portón del internado. Era la lumbre del lucernario, y por cierto la
habían armado muy ingeniosamente sobre una especie de pedestal de madera para
proteger el pavimento. Se congregó un gran número de personas, deseosas de
liturgia tras dos años de ausencia, cada cual con su vela en ristre (de
hecho una de las bromas de ese día fua: “a quien no traiga vela no se le da tamal”).
Bajo las estrellas, envueltos en la oscuridad, meditamos las muertes
de nuestra Amazonía, de nuestro pueblo. Pero en el momento en que las luces
se prenden, el símbolo tiene tal poderío que no hace falta explicar nada. Nomás
se siente confianza en la bondad de Diosito, que jamás nos abandona, ni
siquiera en las pandemias más crueles, cuando el ser humano destruye, viola y
despoja por dinero y poder.
Hacía tiempo que no cantaba el pregón pascual y es una emoción
única alzar la luz al compás del Aleluya y contemplar cómo toda la
comunidad sigue ese gesto. Las edades de mi vida están conectadas a través
de ese regocijo explosivo, y no hay repetición, cada vez es como nacer a la
esperanza. Una noticia que me toca anunciar, y a la vez una expresión asombrada
y humilde de lo que el Resucitado ha hecho por mí.
Ahí comencé a quedarme afónico, y peor más tarde en la homilía. Que
no fue exactamente una reflexión, no creo que sea ocasión para eso; me salió
algo así como una arenga, como otro manifiesto pero más narrativo que poético,
aplaudimos varias veces, grité bastante y Meche pensó que estaba poseído
😆. Tal vez
en cierto modo podría considerarse así, jeje.
De acá, al momento del agua. Había una barricada de recipientes de
todo tipo en los escalones de subida a la iglesia, al nivel de la calle, y
justo ahí unos cuantos se bautizaron y todos renovamos nuestro bautismo.
Siempre funciona muy bien el realizarse mutuamente cada dos personas el
signo del Bautismo, todos participan activamente (no solo “te cae agua
encima”), es conmovedor pero con tamaña multitud se hizo un poco largo y el
coro se sacó el ancho para animar musicalmente.
Quedaba lo más lindo, el segundo fuego, que comenzó a arder justo
cuando la liturgia terminó. En torno a él aparecieron como por ensalmo
las sillas del fondo de la iglesia, y una gran olla de chocolate. El parlante
ya invitaba, con variados géneros melódicos, a exteriorizar la fiesta con
nuestros cuerpos. Un tamalito se fue sirviendo a cada persona junto con su taza
humeante.
Los jóvenes capitalizaron esta parte de la Vigilia. Todo el triduo
pascual fueron protagonistas: llevaron la cruz para que fuera adorada por
todos, recortaron letras y colocaron adornos, compartieron en la actividad de
estudio bíblico, leyeron de manera dialogada la historia de Abraham y su hijo
Isaac… pero ahora bailaban alrededor de la hoguera a ritmo de huaynos,
cumbias, sayas, anaconda, rock, y sacaban a sus parejas.
Y por supuesto, el padrecito no se libró. Naylí llegó y me
tendió la mano: “vamos a danzar”. De modo que al son de las músicas
tradicionales, como ya ocurrió el Jueves, veneramos según el modo regional
loretano al Señor vivo y presente, danzando a 27 grados centígrados, el 80%
de humedad, junto a una candela abrasadora y tomando chocolate calentito. Asu
madre, qué chorreones de sudor.
Poco nos importó y ni
notamos el cansancio. Fue el culmen de la Noche Santa, que el pueblo menudo
celebra a su manera y con su lenguaje. Gramática humilde y espontánea que Dios
goza porque va directa a su corazón. Con esta gente preciosa puede uno
resucitar, ellos merecen la Vida plena, la felicidad de una pieza (como la
vestidura de Jesús) en este 2022 marcado sobre el cirio, el hoy del
Señor para cada persona, para los más pequeños. ¡Feliz Pascua!
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