Aquel mensaje inesperado (ver 30 de abril de 2021) dio paso a la
visita prometida, y por dos veces. Para exponerme
a su alegría, recibir su catarata de generosidad y sentirme pura y limpiamente
querido. Conocer a las Carmelitas Descalzas de Fuente de Cantos fue para mí
una experiencia conmovedora; pero
sentirme parte de sus vidas es un delicado agasajo de Diosito.
Ya referí que son ocho religiosas en un monasterio del siglo XVII, precioso y restaurado. Las españolas, más mayorcitas, son las madres Mª
José, Teresa y Josefina. Mª José es de Calzadilla, pueblo vecino de Fuente de
Cantos, y llegó al convento en burro con apenas 18 años. En cambio las peruanas vinieron “del fin del mundo”,
como el Papa (y en avión, claro): las hermanas Rosario (que es la
superiora) y Mª Carmen llevan en España 18 años; cuatro años más tarde llegaron
Teresita y Ángeles, y poco después Mª Ana, que es la más chivola.
Nuestro encuentro comienza con la Eucaristía, adornada con
sus cantos, que me traen el recuerdo infantil de las melodías de las monjas encerradas de cerquita de mi casa
en Mérida. Luego me hacen pasar a la clausura, me muestran su hogar y comenzamos
a conversar. Enseguida me siento muy
cómodo, el diálogo fluye entre risas, nos estamos conociendo pero todo es
natural y espontáneo. Me cuentan cosas de sus pueblos en Apurímac, unos a
más altura que otros, de sus familias, de cómo fue cruzar el charco para ser
religiosas contemplativas. Y yo les hablo de mi familia, de los años como cura
en la diócesis, de cómo fue cruzar el charco para ser misionero.
Cuando me dicen sus nombres de antes de ingresar a la
comunidad dan un salto cualitativo en la confianza y me quedo un poco
sobrecogido. Y de veras me gusta llamarlas así: Petronila, Eli, Jeny, Armandina, Anita. Jóvenes de la sierra sur
peruana, crecidas en la fe sencilla y candorosa del pueblo menudo, que escucharon la llamada de su Esposo y lo siguieron con
todas las consecuencias y dejando atrás su tierra y a los suyos.
Constatamos divertidos que ellas hablan como los españoles,
mientras que yo hablo como los peruanos. Petronila contesta una llamada con
“¿diga?” y yo con “¿aló? Todas dicen “vale”, “venga”, “hombree”; y yo “chao”,
“ahorita”, “pituco” o “buenazo” con ese, porque el seseo ya se me ha instalado como una aplicación en el
“celular”-“móvil” para ellas. En realidad es
una especie de intercambio de culturas que se nota en todo, hasta en el estilo
de cocinar (me pusieron almuerzo de solemnidad): soy un español que se hace
peruano, ellas son apurimeñas ya extremeñas.
En esta transculturación*,
una adopción de la forma de vivir del pueblo al que servimos, descubro un vínculo muy profundo, entre
ellas acá y yo allá, de ida y vuelta, sin dejar nunca de ser quienes somos,
pero de hecho siendo otros por amor y
vocación. Las hermanas vibran con la gente, están deseando reanudar la misa
pública, escuchan, aconsejan, comparten dolores y esperanzas, conocen muchas
vidas que luego presentan y procesan ante el Señor en sus horas de oración
silenciosa. Ellas son misioneras al cien por cien. Y al encontrarnos,
conectamos, no podía ser de otra manera.
Hasta duermen la siesta, como buenas españolas. Y cosen: me
muestran sus máquinas, están haciendo manteles, corporales y purificadores para
la catedral de Indiana, les he encargado camisas clergyman que necesito para Roma y que insistirán en regalarme. Viajan al Perú cada cierto tiempo, o si
tienen algún acontecimiento familiar; son contemplativas, pero al mismo tiempo
(y quizá por eso) abiertas, actuales y “normales”.
Antes de volver a mi selva regreso a Fuente de Cantos con
mis papás. Nos ofrecen tremendo aperitivo, pasa volando una hora de charla, y
ellos quedan impactados por esa felicidad sin fisuras. “Tenemos dos celulares padre; uno más simple para el público y otro
mejorcito para comunicarnos con nuestra familia… y con usted”. Esta noche, a la hora de su recreación, las
llamaré desde el aeropuerto; seguramente me ayudará... Gracias hermanas. Un
abrazo y siempre mi cariño. Su misionero.
* El diccionario de la RAE define a este término como
“recepción por un pueblo o grupo social de formas de cultura procedentes de
otro, que sustituyen de un modo más o menos completo a las propias”.
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