Ya me conozco el cuento, y como después de unos últimos dos o tres
días muy malos -con la despedida merodeando- sabía que me acechaba un jet-lag anímico al aterrizar en Perú,
aproveché mi llegada a Indiana para simplemente entrar en materia y no parar.
Ahora sé que los únicos cuidados paliativos
para el desgarrón post-vacacional son el encuentro con la gente.
Porque ese zarpazo de tristeza no tiene cura, es más, se agrava
con los años. Los remedios más efectivos son sonoros: “¡A los tiempos, padre!”. “¡Qué alegría verte, bienvenido!”. “Te
estábamos esperando”. Y también los
abrazos, ¿eh?, que alguno ha habido a pesar del virus, una mijita más amedrentado últimamente según
me explican.
Jueves 7, 2 pm. Navegando por el Amazonas bajo la lluvia arribo a
Indiana después de casi 24 horas de viaje. Paso todo el resto de la tarde
limpiando, colocando, haciendo que mi casa vuelva a su ser. Hace un calor tremendo (32 grados y casi
80% de humedad), ¿o es que de nuevo me tengo que adaptar al clima de mi selva?
Ambas cosas me hacen sudar a chorros, a este paso el par de kilos de yapa que se trae uno de las vacaciones
va a derretirse al toque.
Viernes 8, 8 de la mañana. Eucaristía conmemorativa del aniversario
del colegio San José (57 castañas).
Los maestros, el personal de administración y servicio, un grupo de alumnos. Está
todo preparado con esmero, incluso acude el coro parroquial (arriba en la
imagen, ensayando). Siglos que la
plantilla en pleno no se reúne y todos lo disfrutamos, yo el primero. Las
caras de esta foto lo cantan:
Tras la misa temprana, reunión del equipo misionero tres meses
después; y de ahí al almuerzo con el cole; y de ahí, a las 4 de la tarde, otra
reunión, esta vez con los coordinadores del grupo de pastoral juvenil. Casi no
me da tiempo ni a peinarme, porque a las
6 comienza la boda de Wilder y Francisca. Días atrás, cuando todavía estaba
en Mérida, la novia me envió un whatsapp tan escueto como inequívoco: “Hola buenos días padre. Acá bien, esperando
tu retorno porque tú eres el primer invitado”.
Cualquiera llegaba
tarde, o no llegaba… Y aunque a esas alturas del día 8 me sentía ya
agotadito, mereció la pena celebrar el matrimonio de esta pareja: llevan juntos
treinta años y tienen cuatro hijos. Desde luego se lo han pensado bien y se han
casado con todo su conocimiento, experiencia y corazón. Doy fe:
Cualquiera no iba a la fiestuki,
Diosito. A medida que se sucedían los discursos
y brindis, se iban cerrando mis ojos, eran ya casi las 10 de la noche. No
podía más y en un descuido en mitad de una cumbia tiré pa casa, aunque se dieron cuenta y me enviaron detrás la cena,
arroz con pollo y papa en descartable. Ayer llamé a preguntar cómo había
terminado la cosa, y Wilder me dijo que “¡Todavía
siguen bailando, padre! Mi casa está llena de gente un día después”. Yo es
que lo flipo, la peña está bien deseosa de juerga.
Sábado 9, por la mañana: mi maleta finalmente comienza a
desocuparse. A las 3 pm tocan los jóvenes; qué buen rato, qué contentos con sus
llaveros de Eshpaña (Mamá, éxito
total), cuánto me ayudan a poner los
pies en mi misión. Como me indicó alguien sabio, mis sobrinos, mi familia, “todos están en sus cosas, y tú pues te vas
a las tuyas”. Con los jóvenes todo se
me hace más sencillo:
Ahora es domingo en la noche. He celebrado dos misas, me han
obsequiado con un viaje de recibimientos y cariños varios, me he dado una ducha
y estoy fresquito, tranquilo y con el cambio horario más superado. Mi maleta ya vacía
y recogida, aguarda la próxima ocasión, que seguro vendrá más pronto que tarde. Gracias por unas preciosas vacaciones. Gracias
Indiana por acogerme; acá es mi lugar.
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