Quiero
visitar alguna comunidad, no quedarme solamente en Angoteros, de modo
que de buena mañana subimos al Yayallachiwan,
el mítico bote de Juan Marcos, y ponemos rumbo a la quebrada Santa María, cuya
boca está a menos de treinta minutos río Napo arriba. Por ella surcaremos
durante dos días inolvidables.
En una hora más de cómoda y rápida navegación llegamos a Guajoya,
única comunidad de etnia secoya de esta zona. Son evangélicos, pero de todas maneras entramos porque Domi es bien
conocida y la Iglesia católica es percibida como aliada. Inmediatamente
llaman la atención sus casas, construcciones cerradas de madera muy distintas a
las viviendas kichwa.
El aviso que Domi había enviado no ha llegado, así que no nos
esperan. No pasa nada, conversamos nomás por las esquinas con algunas personas:
don Óscar, su esposa y varias mujeres que aparecen porque oyen que viene con
nosotros la obstetra del puesto de salud. Subimos
al punto más alto de la restinga donde está emplazado el pueblo y se nos llenan
los ojos de la belleza de la selva inmensa, el océano de copas de árboles extendiéndose hasta el horizonte.
El templo es grande, bonito y bien mantenido. El pastor, que se
llama Fermín, nos recibe en su casa. Comentamos los resultados electorales a
favor de Castillo y nos dice: “No les
puedo mentir, yo he votado a Keiko”, jaja. Con su perfil hierático, podría
ser actor en un western americano representando a un jefe indio arapahoe; pero
en vez de ordenar que nos corten la cabellera (conmigo lo tendrían complicado,
desde luego), nos invita a una tremenda
torta de kasabe* que parece una hostia gigante.
Luego veremos al apu, que nos confirma la tendencia política fujimorista (“Todos hemos votado por Keiko”) y nos cuenta que dos jóvenes de la comunidad han sido chapados en Mazan con cerca de 400 kg de marihuana. Domi dice que es la primera vez que le hablan abiertamente del problema del narcotráfico, que es endémico en esta zona desde hace años. La bodega del pueblo lo demuestra, está repleta de artículos de todo tipo para vender (¿hervidor de agua donde no hay electricidad?) y evidentemente es un lavadero de plata.
Continuamos viaje hasta arribar a Estirón, el último lugar
habitado al fondo de la quebrada. Los
estragos del aislamiento son manifiestos, la escuelita presenta signos de
abandono y el silencio es aplastante.
Nadamos un rato en ese agua cristalina, placer amazónico gratuito
e incomparable. Llega un niño, solo, y le invitamos a pan; un rato después
regresa con tres peces que ha pescado para nosotros. Así es esta gente de
generosa. Tenemos hambre, doña Liliana arma un arroz con atún que nos sabe a
gloria y mi escasa cabellera descansa a salvo bajo el mosquitero.
Por la mañana colocamos el megáfono con música y Roger avisa
varias veces en kichwa; en la selva todo entra por el oído y la gente va
acudiendo poco a poco. Las warmis
llegan con su atuendo festivo: faldas estampadas, polos de colores lisos y
joyas al cuello; los pies descalzos, se sientan en el piso según su costumbre,
todas muy jóvenes, la mayoría con bebés. Los caris están con sus mejores jeans y zapatos, bien compuestos,
serios. Domi les hace reír con sus
bromas y va explicando la coyuntura política (acá están totalmente
desinformados) intercalando con canciones y muchas palabras en kichwa.
Me toca el turno. Para que comprendan quién los visita, Domi me
presenta como el “vice-obispo”, igual que hay vice-apu. No es para darme
postín, es para que se sientan
acompañados por la Iglesia y parte de ella. Les hablo un poco del Sínodo,
de que hay que cuidar la naturaleza para que sigamos viviendo. Me pregunto si
se estarán enterando de algo, pero igual les
digo que la Iglesia piensa en la Amazonía, que ellos nos importan, y me sale
del shunku.
Por supuesto, las mascarillas brillan por su ausencia en toda la
gira.
* Pan hecho de harina de yuca, sin levadura y tostado o
asado.
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