Tal vez sea el puesto de misión más completo del Vicariato: dos comunidades religiosas, una misionera laica, un centro de salud con trece pequeñas postas en el territorio, un colegio con más de mil alumnos, una parroquia que comprende ciento y pico de comunidades con cinco etnias indígenas… Santa Clotilde, en el profundo río Napo, es un imperio.
Es el segundo lugar que visito como vicario general, pero es el primero donde hay misioneros. El motivo inmediato del viaje es la ubicación del nuevo hospital que el gobierno regional pretende construir (un edificio que no sabemos todavía si sustituirá al nuestro o estará en un emplazamiento diferente; la arquitecta y el ingeniero iban a evaluar el terreno de la misión y se trataba de estar presente), pero la razón auténtica es salir a conocer la misión, acompañar a los misioneros, acercarme a ellos, dejarme impactar, aprender…
Para entrar en el centro de salud hay que descalzarse. Sus paredes están impregnadas de historia, de entrega generosa de las religiosas de Nuestra Señora de los Ángeles primero, y de los padres Jack y Mauricio (norbertino y oblato, médicos) después. Ellos crearon una auténtica cultura del buen trato y el cuidado del paciente que distingue la atención a la salud en el Napo. Y también de la solvencia; de hecho, desde el comienzo de la cuarentena, la micro-red registra un solo fallecimiento por covid. Eso es gracias a la buena estrategia de sensibilización de la población, las brigadas preventivas en busca del virus y el impulso a la medicina tradicional.
Recorrer las instalaciones resulta fascinante, es como adentrarse en una película de aventuras en la selva, todo es precario pero muy digno. El laboratorio, con los autoclaves, la centrifugadora malograda y el microscopio para detectar la malaria. La zona de hospitalización, las camas metálicas, los baños y duchas comunes. Los consultorios donde trabajan los cinco médicos que ahora hay. Cuando entro en el quirófano me quedo boquiabierto: ¡sala de operaciones y unidad de neonatología en un pueblo donde no hay luz eléctrica! Solo Jack se atrevía a operar acá… No resisto la tentación de hacer una foto.
Es el segundo lugar que visito como vicario general, pero es el primero donde hay misioneros. El motivo inmediato del viaje es la ubicación del nuevo hospital que el gobierno regional pretende construir (un edificio que no sabemos todavía si sustituirá al nuestro o estará en un emplazamiento diferente; la arquitecta y el ingeniero iban a evaluar el terreno de la misión y se trataba de estar presente), pero la razón auténtica es salir a conocer la misión, acompañar a los misioneros, acercarme a ellos, dejarme impactar, aprender…
Para entrar en el centro de salud hay que descalzarse. Sus paredes están impregnadas de historia, de entrega generosa de las religiosas de Nuestra Señora de los Ángeles primero, y de los padres Jack y Mauricio (norbertino y oblato, médicos) después. Ellos crearon una auténtica cultura del buen trato y el cuidado del paciente que distingue la atención a la salud en el Napo. Y también de la solvencia; de hecho, desde el comienzo de la cuarentena, la micro-red registra un solo fallecimiento por covid. Eso es gracias a la buena estrategia de sensibilización de la población, las brigadas preventivas en busca del virus y el impulso a la medicina tradicional.
Recorrer las instalaciones resulta fascinante, es como adentrarse en una película de aventuras en la selva, todo es precario pero muy digno. El laboratorio, con los autoclaves, la centrifugadora malograda y el microscopio para detectar la malaria. La zona de hospitalización, las camas metálicas, los baños y duchas comunes. Los consultorios donde trabajan los cinco médicos que ahora hay. Cuando entro en el quirófano me quedo boquiabierto: ¡sala de operaciones y unidad de neonatología en un pueblo donde no hay luz eléctrica! Solo Jack se atrevía a operar acá… No resisto la tentación de hacer una foto.
Encuentro las botellas de oxígeno marcadas con mi letra y enviadas por mí desde Punchana, en los peores momentos de la batalla contra el virus, en plena vorágine de cajas, prisas y agotamiento. Es una satisfacción contemplar el fruto del esfuerzo, saber que sirvió de algo. En la reunión con todo el personal sanitario les agradezco en nombre del Vicariato su buen hacer, su generosidad y profesionalidad. Por el contrario, no escucho agradecimientos por todos los epps, medicinas y equipos que han recibido de nosotros… Sí reivindicaciones y quejas; es un colectivo muy quemado, a quien el gobierno regional paga mal, tarde o nunca, y sometido durante meses a una gran presión con escasos medios. Lo comprendo.
Observo el día a día del centro, la gente que ingresa, el triaje, el ir y venir de técnicos y licenciados en enfermería, los pacientes encamados. Si esta obra de inversión pública se realiza en otro sitio, me temo que podría ser el principio del fin del servicio del Vicariato a la salud de la población del Napo, después de cincuenta años. Haremos todo lo que podamos por evitarlo.
Cae la noche y los zancudos nos acechan, aunque no hace mucho calor. Me alojo en casa de los franciscanos, responsables de la parroquia y de la coordinación del conjunto. Después de cenar nos sentamos en la sala mientras dura la electricidad; la conversación fluye con naturalidad, me doy cuenta de que ellos están deseosos de noticias del Vicariato, de los demás puestos de misión, qué tal están los compañeros, cómo van las cosas. Así, espontáneamente, comienza una reunión que continuará al día siguiente con más formalidad.
Antes de cerrar los ojos pienso que tal vez la tarea más delicada y crucial que me ha tocado es acercarme a los misioneros, escucharles, interesarme por sus cosas y preguntarles simplemente: “¿cómo estás?”.
(continúa en la siguiente entrada)
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