jueves, 20 de agosto de 2020

MISIÓN EN RUINAS


Miramos a través de las ventanas desportilladas, con sus mallas rotas. Hay algunos muebles en aparente buen estado, que seguramente dejaron al marcharse los últimos misioneros que estuvieron acá. Pero la casa amenaza con derrumbarse en cualquier momento. Unos metros más arriba, en la loma, la bonita iglesia de Santa María se mantiene con algo más de dignidad, enmudecida por un clamoroso abandono. Estoy en Tacsha Curaray, en la primera visita a un puesto de misión en mi nuevo servicio al Vicariato.

Me sorprende ver vacas que pastan cerca de la vereda que comunica las tres poblaciones: Santa María, Santa Teresa y San Luis, esta última no tan pequeña, de hecho un centro poblado de casi mil habitantes con colegio secundario y todo. “Pero no sabemos manejarlas”, cuenta don Ormaeche. Ajá, el hombre amazónico no es ganadero, es más bien cazador y recolector. Mientras nos ofrece un aguardiente con jengibre y miel de abejas (“medicina contra el virus”), conversamos sobre la vida de la comunidad, las posibilidades de proyectos productivos, el camu-camu, los mañaneos (trabajos comunales), la cosecha de caña, el trapiche a motor… y siempre la nostalgia de los misioneros que se marcharon.

Porque hace diez años que el Vicariato no tiene misioneros para enviar a este lugar. Un puesto de misión netamente indígena kichwa, rural y muy pobre, en el corazón del río Napo. En Tacsha se necesita un par de personas que deseen compartir la vida con esta gente sencilla, que apuesten por lo pequeño, por la presencia, por acompañar en su fe y en sus luchas a estos pueblos amazónicos. Fotografío la capilla de Santa Teresa, pizpireta, de forma originalmente redonda, pero sin tejado, a punto de caerse a pedazos, y me da rabia. Recuerdo a San Francisco Javier, que se indignaba escribiendo a los universitarios de París*, y me pregunto: “¿es que no habrá nadie dispuesto?


Duermo en la posta de salud, en la sala de hospitalización, junto con los tres miembros del equipo itinerante que llevan acá tres semanas apoyando las brigadas de despistaje del covid. Con ellos paseo y recorro, entro en casas, escucho, converso. Quedan animadores, alguno joven y con empuje, como Pancho. Las pocas actividades habituales están interrumpidas por la pandemia, aunque la celebración del domingo la mantienen. Piden ayuda para calaminas, pero sobre todo reclaman que están solos. El hijo de don Arturo nos cuenta cosas sobre la empresa maderera que trabaja a unos 5,5 km al fondo. Cómo les engañaron cuando recibieron la concesión y no respetan los acuerdos de contrataciones, de salida al río… “Ya no podemos ingresar a nuestro propio territorio para el mitayo”.

Sí, están solos. Tienen vacas pero necesitan misioneros. Recuerdan con mucho afecto a los que estuvieron, que eran laicos en su mayoría. Extrañan alguien que les apoye, les oriente, les anime y aconseje. Alguien que esté de su lado, que elija vivir entre ellos y como ellos, para compartir-se, para aprender y caminar, para descubrir nuevos destellos del rostro de Dios en esta humildad indígena. A quienes lean este mensaje en una botella, les invito a venir como misioneros a Tacsha Curaray. Encontrarán los corazones abiertos y serán como lluvia otoñal para tierra cuarteada y reseca.

En San Luis vive María, ya nonagenaria, campanera de siempre de la capilla. La encontramos sentada en el piso, ya dura de oído y vista, en su casa vacía, bajo el sol declinante sobre las hojas de irapay del techo. Sonríe y canta cuando se le da pie, contenta de recibir esta visita. “No les ofrezco nada porque no tengo nada”. Me digo que es la pura verdad… y que yo podría decir lo mismo a la gente de Tacsha.


* "Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueve pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!” (San Francisco Javier. Carta a los universitarios de París).

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