Infinidad de veces se repite esta escena: llegan a la casa varios niños, normalmente
pequeñitos y en un día de calor sofocante. Apenas entreabren el portoncillo
con un poco de roche. Alguno de los misioneros salimos a recibir la menuda
comitiva. Y entonces uno de los críos, que no tiene por qué ser el más mayor,
se adelanta y pregunta: “Herman@, ¿puedes
darme un poco de tu agua?”.
Ante semejante petición solo cabe un sí,
puesto que el Evangelio especifica que
el cielo se gana solo con no negar un vaso de agua a los más pequeños (Mt
10, 42). ¿Pero por qué precisamente agua? ¿Por qué no algo de comer, puesto que
sabemos que muchas veces vienen con hambre? En el equipo hemos conversado sobre
ello, incluso ha sido tema de la oración mañanera. Visto desde nuestra selva
pobre se comprende mejor.
El agua es la misma vida, acá lo saben
desde que son bebés, porque nacen en el río. Es lo más esencial y lo que en cualquier casa tienen, y al mismo tiempo
es algo no siempre fácil de conseguir. Agua para bañarse o para lavar hay
por todas partes, pero agua para tomar no tanta. Tiene que estar limpia y ser
apta para el consumo, no sirve cualquiera, y menos la que llega de la
Municipalidad por el caño durante media hora al día; esa es agua tratada con
cloro pero no se puede beber.
Para
que en casa haya agua de tomar se requiere un previo, un cuidado. Se puede comprar y traer en esos enormes envases de 25 litros,
pero nosotros, como mucha gente, la recogemos de la lluvia. Alguna de mis
compañeras cierne con delicadeza esa agua que cae de las calaminas del tejado,
para eliminar las impurezas más grandes; luego la mete en uno de los dos
filtros de piedras que tenemos. Cuando sale de ahí, ya se puede beber sin miedo
a diarreas, infecciones y demás calamidades.
En occidente nacemos abriendo el grifo, el
agua sale instantáneamente y en cantidad y aprendemos pronto a despilfarrarla
como una baratija. Acá es muy distinto: ninguna
de las poblaciones de nuestro distrito dispone de agua potable. Es un tesoro
que se procura con esmero, se guarda y se ofrece al visitante como lo más
preciado, lo más puro y nutritivo, lo mejor que tengo para ti.
Dame de tu agua. La tuya, la que has preparado para ti. La que tú necesitas,
buscas y logras para vivir. Compártela. No toda, solo “un poco”. Para que yo calme
mi sed, para que me refresque… para que yo viva también. Como si compartieras conmigo un poquito de tu propia vida. Me hace
recordar aquella canción:
Dame
de tu pan
Dame
de beber
Que
tengo mi alma sedienta de ti
no
hay nada que sacie mi sed…
Da la impresión de que en esa súplica a
menudo hay algo más. Alguien decía el otro día que hay muchos niños que
reclaman un instante de atención, que precisan solamente ser mirados. Es decir, ser considerados, sentirse importantes y
valiosos, pasar a ocupar el centro aunque sea brevemente. Cuánto abandono habrá detrás. Cuánta sequedad de abrazos y cariños. Cuánta
sed de ternura.
De modo que respondo: “Pues claro que sí”, busco un par de vasos y los voy llenando con
una jarra o directamente de los filtros. Los niños beben por turno, sin
agolparse, sin ansiedad, saben que habrá para todos y podrán tomar cuanto
deseen. Me encantan esa discreción, ese
candor, esa humildad. “¿Quieres más? –
“Ahí nomás, hermano. Gracias”.
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