sábado, 21 de marzo de 2020

ADIÓS A ISLANDIA


Realmente es solo un “hasta luego”, porque pienso regresar más pronto que tarde, pero será de visita nomás. De nuevo mi habitación destartalada, de nuevo cajas y maletas por medio, y sobre la mesa las agendas usadas de 2017, 2018 y 2019. Tres años después, como tantas otras veces en mi itinerante vida, me toca traslado.

Estos días concurren inevitablemente reuniones de evaluación, balances y entrega de documentos. Los papeles acumulados desfilan como desempolvando una especie de resumen cronológico de este tiempo y me arrancan sonrisas, como las páginas garabateadas de las agendas. ¡Cuántas cosas han pasado! Cuántas conversaciones, descubrimientos, travesías, muchos recorridos; fiestas, duelos, aventuras de todo pelaje… Siento que todo está bien, todo lo que ha ocurrido y la manera en que las cosas se han dado, conforme, así ha sido, me siento satisfecho y en paz.

Islandia tendrá siempre un significado muy especial para mí. Es el escenario de mi primer contacto profundo con la tierra amazónica; tengo muy vivos la sorpresa y el impacto. Era una selva muy distinta a la imagen clásica de pueblito con los nativos que te reciben con pancarta, y me costó trabajo aceptar esta realidad tan poliédrica y pastoralmente tan “desértica”, interiorizar que “el Señor está en este sitio y yo no lo sabía” (Gn 28, 16).

Vivir en una periferia tan lejana y tan pobre exige una recomposición interior. La necesidad de descalzarse y a la vez el dolor que supone para tus pies... La urgencia de la humildad para que tu corazón misionero sobreviva y se alimente… La obligación de la lentitud, de creer en procesos pequeños, de entrar en la lógica de la semilla y su misterio, de pasarse al bando de Dios mimetizado en los rigores y las sonrisas de este arrabal humano que es la frontera, “casa de Dios y puerta del cielo” (Gn 28, 17).

Miro mi proyecto personal y las huellas son claras: “salir de mí” como actitud espiritual, respetar pero pisar con decisión el barro, entrar en contacto directo, mancharme, exponerme, impregnarme. Y al mismo tiempo tratar de formatearme, reiniciarme; deponer mi bagaje pastoral, no repetir esquemas, probar, inventar… cambiar. Sobre todo cambiar, ser “otro” sin dejar de ser yo mismo. Arriesgarme a ponerme las sandalias de acá, adoptar otro ritmo, otro lenguaje, otra visión de las cosas, otros valores… Por supuesto que no lo he logrado, pero lo he intentado y sigo en ello.

Tanta cosa: la enfermedad, las vueltas por los ríos, la vida en una comunidad inter-todo (inter-institucional, inter-generacional, inter-sexual…); el deslumbramiento por esta naturaleza maltratada pero bella a rabiar; la oportunidad de ayudar a mejorar la vida de gente muy pobre; los ensayos de trabajo más inculturado; la amistad con los misioneros de la triple frontera; aprender la solidaridad pero también sentir la crueldad de estos lugares… Y sobre todo el encuentro con las personas, y muy especialmente con los indígenas.

A la hora de despedirse mide uno de alguna manera el hecho de que, aun modestamente, ha llegado a formar parte de la vida de al menos algunas personas. A la pregunta: “¿vas a estar acá?” (es decir: ¿sigues, o este año ya te vas, como tantos profesores, sanitarios, etc. que están de paso?) sigue un gesto de decepción cuando les cuento que me llegó el momento de marcharme. Es un pequeño síntoma de que significo algo en sus vidas, aunque la estancia haya sido breve.

Ha sido también el tiempo del Sínodo, de entusiasmarnos juntos por la selva y comprometernos a luchar por ella. Islandia me ha enseñado a amar esta Amazonía “real” como parte de este pueblo. Deseo estar acá, permanecer acá y ser moldeado culturalmente con todas las consecuencias. Sobre las aguas del Yavarí, en este rincón tan peculiar, me reconozco auténticamente misionero y me atrevo a llamarme así ya sin recato, con todas las de la ley. He hecho lo que he podido y me voy con todo el peso, el orgullo y la alegría de ostentar este que es y será mi mejor y único “nombramiento”: misionero.




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