Realmente es solo un “hasta luego”, porque pienso regresar más pronto que tarde, pero será de visita nomás. De nuevo mi habitación destartalada, de nuevo cajas y maletas por medio, y sobre la mesa las agendas usadas de 2017, 2018 y 2019. Tres años después, como tantas otras veces en mi itinerante vida, me toca traslado.
Islandia
tendrá siempre un significado muy especial para mí. Es el escenario de mi
primer contacto profundo con la tierra amazónica;
tengo muy vivos la sorpresa y el impacto. Era una selva muy distinta a la
imagen clásica de pueblito con los nativos que te reciben con pancarta, y me
costó trabajo aceptar esta realidad tan poliédrica y pastoralmente tan
“desértica”, interiorizar que “el Señor está en este
sitio y yo no lo sabía” (Gn 28, 16).
Vivir en una periferia tan lejana y tan
pobre exige una recomposición interior. La necesidad de descalzarse y a la vez el dolor que supone para tus pies... La
urgencia de la humildad para que tu corazón misionero sobreviva y se alimente…
La obligación de la lentitud, de creer en procesos pequeños, de entrar en la
lógica de la semilla y su misterio, de pasarse al bando de Dios mimetizado en
los rigores y las sonrisas de este arrabal humano que es la frontera, “casa de Dios y puerta del cielo” (Gn 28, 17).
Miro mi proyecto personal y las huellas son
claras: “salir de mí” como actitud espiritual, respetar pero pisar con decisión el barro, entrar en contacto directo, mancharme,
exponerme, impregnarme. Y al mismo tiempo tratar de formatearme, reiniciarme; deponer mi bagaje pastoral, no repetir
esquemas, probar, inventar… cambiar. Sobre
todo cambiar, ser “otro” sin dejar de ser yo mismo. Arriesgarme a ponerme las
sandalias de acá, adoptar otro ritmo, otro lenguaje, otra visión de las cosas,
otros valores… Por supuesto que no lo he logrado, pero lo he intentado y sigo en
ello.
Tanta
cosa: la enfermedad, las vueltas por los ríos, la
vida en una comunidad inter-todo (inter-institucional, inter-generacional, inter-sexual…); el deslumbramiento por esta naturaleza maltratada pero bella a
rabiar; la oportunidad de ayudar a mejorar la vida de gente muy pobre; los
ensayos de trabajo más inculturado; la amistad con los misioneros de la triple
frontera; aprender la solidaridad pero también sentir la crueldad de estos
lugares… Y sobre todo el encuentro con las personas, y muy especialmente con
los indígenas.
A la hora de despedirse mide uno de alguna manera el hecho de que, aun modestamente, ha llegado a formar parte de la vida de al menos algunas personas. A la pregunta: “¿vas a estar acá?” (es decir: ¿sigues, o este año ya te vas, como tantos profesores, sanitarios, etc. que están de paso?) sigue un gesto de decepción cuando les cuento que me llegó el momento de marcharme. Es un pequeño síntoma de que significo algo en sus vidas, aunque la estancia haya sido breve.
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