Al llegar del río, Emilia me cuenta que ha
muerto don Jacobo, “el abuelito”, esposo de Grimanesa, la viejita que siempre
viene a misa los domingos con su nieta Florencia adolescente y algunos otros
nietitos suyos más pequeños. Precisamente por echarla de menos en la iglesia, mis
compañeras preguntaron y les dijeron que el
abuelo se había puesto muy enfermo. De modo que un par de ellas fueron a
visitarlo y lo encontraron realmente muy débil.
Se
trata de una familia muy humilde. En diciembre, en la semana de las promociones
de la escuela y el colegio, nos preguntábamos cómo iba a hacer esta señora para
afrontar todos los gastos de la celebración de su nieta, que está a su cargo:
vestido, zapatos, comida para los invitados… La verdad es que es un escándalo
la plata que la gente gasta en este rollo de la fiesta de promoción, a menudo
los papás se endeudan, pero eso es otra historia.
El caso es que, pasados unos días, el yerno
vino a nuestra casa para pedir que fuéramos a visitar a don Jacobo, pues estaba
ya muy malito. Como solo se encontraban Emilia y Fatima (el resto íbamos de
recorrido por el Yavarí), buscaron un bote -solo así se puede llegar a ese
lugar con el río crecido-, y cuando se
presentaron allí se encontraron con el cuadro de la fotografía.
El
cuerpo muerto del viejito por tierra, cubierto con una sábana, en mitad de la
única sala que tienen. Allí comen, cuelgan sus
hamacas para dormir, allí conversan, reciben las visitas… allí viven. El
cadáver junto a utensilios de cocina, botellas vacías, mochila de la escuela,
zapatos, bolsas de plástico, montones de ropa… Las hermanas se quedaron
impresionadas y Emilia pidió permiso para hacer una foto con el celular, ésta
que tenemos acá. Disculpen la poca calidad de la imagen; me figuro que Emilia
estaría temblando al sacarla.
Para
mí es una instantánea de la miseria. Mi compañera
escribe: “No había nada en la casa, solo pobreza, y su esposa y unas hijas y nietos
sentados en el suelo llorando”. No había nada; ni sillas o bancas para
sentarse, como en tantos hogares. Nada. Ni televisor, ni armarios, ni
frigorífico, ni baño, ni mesa, ni lámpara, ni por descontado ataúd. Solamente
tristeza y silencio sentados en el piso, donde está el fallecido.
Me impacta esta visión de la precariedad
sin paliativos; siento rubor ante la cruda desnudez de la carencia, la pesada necesidad
de tantas familias. Están abajo del
todo. Pero ese es el lugar más universal, y por tanto también el mío. Que no
lo olvide, tal vez así se me caigan algunas tonterías y tiquismiqueces de esas que se te suben sin darte cuenta, como los isangos*,
y te hacen pensar y vivir como un niño rico.
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