Ya no queríamos ponerle más ampollas
anticonceptivas porque eso a la larga causa tumores, pero claro, por más que le aconsejé que no se fuera con
ese gato-enamorado que ronda por ahí, pues ella ni caso. Así que planteamos
la solución final: esterilizarla. Ni en Islandia, ni siquiera en Benjamin ubicamos
un veterinario, solo en Leticia, de modo que tras arreglar todo por whatsapp,
Chacha y yo nos pusimos en marcha temprano en la mañanita. Ella en ayunas desde
la noche antes.
En la canoa hasta Benjamin, un peque peque lento, los maullidos fueron
un puro reproche. Sacando la cabeza de la bolsa de deportes donde la llevaba, la gata me miraba y me decía: “¿Pero esto qué es? ¿Dónde narices me llevas
en medio de tanta agua?”. Luego, en el rápido hasta Tabatinga, eran
chillidos de puro pánico a tal velocidad y con esos baches acuáticos que hacen brincar el bote. Siempre en medio de las risas de la gente cada vez que se veían sus orejas y bigotes asomar
del bolso que yo llevaba debajo del ala.
Cuando llegué al sitio, que es una tienda
de comida para mascotas, y vi la mesa de operaciones en el quirófano que está
en la rebotica, ya me empecé a arrepentir. “¿Y
en qué consiste la operación? - Le vamos a sacar todo; los ovarios y el útero”
(arrepentimiento creciente). El doctor me explicó amablemente y le ayudé a
sujetar a Chacha mientras le inyectaba la anestesia. A pesar de que por lo
visto eso duele, ella no dijo ni mu, creo
que paralizada por el miedo. No quería ver más y me marché prometiendo regresar
unas tres horas más tarde.
Lo
que encontré fue una acabada imagen de la desolación: Chacha en una jaula, acostada, su pelo húmedo y con una especie de
bozal, un cono invertido colocado en
la cabeza que la hacía parecer un perro fiero pero enano o una gata cosmonauta.
Asu, qué estampa. Una manta mojá,
dirían en Valencia. La acaricié, la cargué y no me enteré –estaba en shock- de la mitad de las instrucciones
que el veterinario me dio sobre cómo curar la herida, darle antiinflamatorios, antibióticos
y demás historias del postoperatorio. “Dentro
de dos semanas vuelve a quitarle los puntos”. ¿¿Puntos??
Yo que pensaba que esto era algo rápido,
como capar a los guarros en mi tierra, zas, se tarda más en decirlo que en
hacerlo… pero no. Mientras caminaba por Leticia mi gata iba como desmayada, con la cabeza metida en un bolsillo interior
del bolso, extrañamente inmóvil, las pupilas dilatadas, la boca firmemente cerrada…
Me la llevé a hacer un encargo y aún tuvimos que esperar más de una hora en la plaza
a que unos compañeros nos recogieran. Ahí empezó a espabilarse un poco y
se sentía fatal, molesta, tratando de sacarse ese feo casco y moviéndose con dificultad. Incluso empezó a llover para completar
el cuadro.
Por fin llegamos a casa de los Maristas, y
allí pudo descansar un poco. Pobrecita, no sabía dónde ni cómo colocarse, ni en
la cama, ni en un felpudo… Caminaba chueca lentamente de un lugar a otro, sin
apenas maullar, desorientada y sin duda dolorida e incómoda. Animalito, qué mal
rato pasó. Le dimos una cucharada de analgésico y por fin se metió en una
cesta de plástico que a su vez estaba dentro de un armario, y en aquella oscuridad se relajó algo. Sus ojos despedían más súplica que rencor.
Todavía tuvimos que atravesar el Amazonas
para recoger a otros compañeros que venían en ferry antes de volver a Islandia,
qué paliza. Pero ahí pareció algo más entonada, volvió a dejarse ver y a
observar todo sin casi intentar salir a pasear (un poco nomás) ni quejarse
mucho. Es curiosa la conexión que podemos
llegar a tener con los animales. Claramente sentía lo que ella sufría, y me
pesaba no haberla llevado a casa de frente por hacer coincidir su cirugía con
otras tareas. Le pedí perdón varias veces. Y noté su alivio cuando se encontró por
fin en sus dominios, con sus sillas favoritas de dormir, rodeada por los
ratones que no caza y la colcha de Emilia que le chifla.
Estos días le voy administrando sus medicinas
y le hago sus curas con las correspondientes reclamaciones, y por supuesto también
la engrío dándole carne, pan y cositas
que a ella le encantan (como el panetón navideño). Cuando le duele gimotea
y me mira con una pizca de resentimiento o reconvención que me hace risa y le vuelvo a pedir disculpas: “El día que toca quitarnos los puntos nos
volvemos pa casa como las balas, te lo prometo”. Es increíble pero sí, quiero
a mi gata; y ella a mí. Los dos lo sabemos. Tal vez, todavía medio adormilada
en la consulta, reparó en una lágrima humana.
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