Conocí en el encuentro de pueblos indígenas del Yavarí al apu de Pobre Alegre, una comunidad mayoritariamente israelita adonde habíamos bajado del bote apenas una vez, y me invitó a visitarles. Cuando a las pocas semanas fui, me pidieron apoyo para conseguir su botiquín comunal. “Nosotros no tenemos plata para eso – les dije – pero sí podemos buscarla en España, tal vez haya gente que quiera compartir”. Mientras lo decía, sabía que mi pueblo Valle de Santa Ana no me iba a fallar.
El botiquín es una buena iniciativa que
permite lograr varios objetivos a la vez. El primero y más importante es que la
gente cuente con los medicamentos básicos para tratar las dolencias más comunes:
antiinflamatorios, tópico, antipiréticos, antibióticos… En estos lugares no hay medicinas ni forma de conseguirlas, así que
es un alivio tener adónde llevar a los niños que enferman o a quién recurrir
con una diarrea o un tobillo torcido. El Papa en Puerto Maldonado dijo: “Todos los esfuerzos que hagamos por mejorar la vida de los
pueblos amazónicos serán siempre pocos”.
Por otra parte, el botiquín supone un proceso comunitario que lleva un tiempito. Los
remedios no se dan empíricamente,
sino que tiene que haber en el pueblo uno o dos promotores de salud con formación para prescribir el tratamiento
indicado según el caso (si no hay promotores el primer paso es nombrarlos y que
se capaciten). Además, la Asamblea comunal tiene que elegir la junta directiva del botiquín, que será
el grupo responsable de su gestión junto con los promotores. Por último, se
necesita crear las normas del
botiquín, para asegurar que éste será autosostenible
económicamente.
Esa fue la condición; en las reuniones de
preparación tanto en Pobre alegre como en San Sebastián les expliqué que no se
les regala el botiquín así nomás, que
eso es pan para hoy y hambre para mañana. Se ha de acordar en Asamblea que cada vez que un vecino recibe un
medicamento, tiene que aportar una contribución mínima para que, con lo que se
va recaudando, se vayan reponiendo las medicinas, de manera que nunca
falten. Hemos insistido mucho en que no se trata de “vender”, sino de tomar
conciencia de que el botiquín pertenece a toda la comunidad y todos han de
sentirse responsables, ser unidos y colaborar para que sea sostenible, puesto
que la salud es tarea de todos. Deben ser muy serios, no fiar jamás y ver venir
de lejos a los vivos que dicen: “ñañito, mañana te pago” (aquí las
carcajadas retumbaban).
El botiquín nos ayuda también a los
misioneros a acercarnos a lugares en los que predominan sectas o religiones más
refractarias a la Iglesia católica. De esta manera les decimos sin palabas que “no somos tan malos”, como tal vez les
han contado desde niños, y más adelante nos seguirán recibiendo para que les
acompañemos en otros temas como los derechos humanos, los derechos indígenas o
la educación de los hijos. No se asusten, que no perseguimos convencer a nadie
de nada.
Finalmente, el botiquín permite concretar
la gratuidad de personas buenas y generosas, que desean echar una mano para
mejorar en algo la vida de los más pobres. Como varias veces yo había repetido
que la ayuda procede de Cáritas de Valle de Santa Ana, al final de la sesión en
Pobre Alegre y en medio de un montón de agradecimientos, se levantó un hombre y propuso que el botiquín se llame “Botiquín
comunal Santa Ana”. “No se me
ocurriría un nombre mejor” – dije, y empecé a aplaudir el primero también
por disimular la emoción que sentía.
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