Después de la avalancha del año pasado, el
desorden, la mojadina, la escasez de juguetes y las montoneras a Papá Noel, esta vez quería que la chocolatada saliera
mejor para que los niños estuvieran más contentos. Y como la experiencia es
un grado, la cosa resultó vacán salvo
por algunos pequeños detalles que habrá que limar para el año.
Para empezar hubo mucha más ayuda. De
mañanita seis o siete señoras estaban ya cocinando tres enormes ollas (más de
150 litros) de chocolate con todos sus aderezos: canela, clavo de olor,
maizena, azúcar, limón… Los niños que veían los peroles se iban acercando a
enterarse de la hora de comienzo (las 3 de la tarde), pero desde mucho antes se fue reuniendo un buen grupo debajo de la iglesia porque rápidamente se pasa la voz por el
pueblo.
Estos días hay varias chocolatadas en
Islandia. Es una costumbre muy peruana, un
mecanismo de solidaridad vecinal que permite que muchos niños puedan tener
regalos de Navidad. Descubro que, más que el chocolate o el tradicional panetón,
lo que los niños desean son los juguetes. Esta
actividad es lo más parecido a lo que son en España los Reyes Magos, pero
dedicada a los críos más pobres, y por eso me gusta doblemente y la
disfruto.
Logramos -más o menos- hacer una única fila
para recibir el chocolate. De ahí pasaban a un costado para el panetón
(teníamos como 600 de esos personales),
y más allá, como en una cadena, a los juegos,
en un lado los varoncitos y en otro las mujercitas. Antes de obtener su juguete, cada niño debía meter un dedo en un vasito
de tinta llamada “violeta”, imborrable, para evitar que los vivos repitiesen. Miguel (el de la
foto de arriba), por ejemplo, trató de pasar dos o tres veces, pero le pillaban más por
famoso y trasto que por tener el dedo pintado. Y sí, el reparto se desarrolló
con un cierto orden.
Muchos niños salían del panetón y se
quedaban zombis, les decíamos adónde tenían que ir a por su muñeca o su carro,
pero estaban como paralizados por la
ansiedad en medio del alboroto. Varios descalzos, con el vaso de chocolate en
la mano y todos muy solemnes. Los encargados les entregaban una sirena, un
pony de colores, un camión, una cocinita, un kit de médico, un transformer,
unas pinturitas o un avión y ellos recibían serios, sin decir una palabra. “¡Los que ya ganaron pasen para acá, que se
van a hacer una foto con Papá Noel!” – y ahí ya reaccionaban y se apuntaban
las sonrisas.
La mitad de los juguetes nos los han donado
acá en Islandia, y la otra mitad los
compré en Iquitos con las colaboraciones de algunas personas en España (ellos
saben quiénes son) que me encargaron expresamente que su aportación se
destinase a hacer a estos niños un poco más felices. La mamá de Miguel, que se
llama Mariela y es discapacitada intelectual, a duras penas encuentra la comida
de cada día con la ayuda de unos y otros. Ella, su hijo y muchos otros les
agradecen su generosidad. Y yo también porque me encanta servir de cauce, y sin
ustedes no se podría lograr, como casi todo en la misión.
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