Ocurrió en Bellavista, en el Bajo Amazonas. Después de
Islandia es la población más grande del distrito, con más de 2000 habitantes,
en su inmensa mayoría tikunas. Ya nos
habían advertido que allí es difícil hacer algo porque “son todos evangélicos”
y muy cerrados, pero en principio no hay que creer a pies juntillas esas
generalizaciones y más bien hay que hacer la propia experiencia. Así que
pusimos proa hacia allá; no podíamos imaginar lo que nos iba a pasar.
Como es un centro
poblado (es decir, una entidad política de rango superior a una comunidad
indígena o campesina, y esto es un matiz importante), tiene su alcalde delegado,
y a su casa nos dirigimos nada más llegar. Mirábamos las veredas de cemento, las
calles limpias y libres de zancudo, las casas bien alineadas, el campo de
fútbol, el depósito que da agua potable
a la urbe, los baños con su desagüe
en cada domicilio… ¡Manhattan comparado con la inmensa mayoría de los caseríos
de la zona!
El alcalde nos
recibió sin entusiasmo; pero nos dio permiso para hacer una reunión en la noche
en el salón comunal y acomodarnos allí mismo para dormir. Incluso nos dijo
que podíamos convocar a la gente por el alto parlante. No nos ayudó a nada
(estaba construyendo un gallinero en su patio y ni se movió) pero nos acogió y
nos envió a don Desiderio, el presidente de la asociación de padres, para que
nos mostrara el lugar y nos atendiera. Este señor se lo tomó con más dedicación
y al toque estábamos ya instalados en el salón, que además tiene wc y tanque de
agua fuera para ducha, hotel de 5 estrellas.
Todo iba aparentemente bien y la jornada transcurrió
plácidamente. Dimos una vuelta por el pueblo, conversamos con varios vecinos,
invitamos al encuentro de la noche, almorzamos en un restaurante por 5 soles (de
todo hay en este sitio), miramos el vóley… A las 6 llegó un amigo que anunció el
evento en tikuna por la megafonía, y luego yo lo hice en español. A las 7 y media comenzamos la reunión con
tres personas, pero algo es algo: Betty, Dorka y Genaro. Los tres mestizos. Nos
contaron que están totalmente marginados por los tikunas, su opinión no
cuenta, por momentos viven atemorizados a causa del control al que someten a
toda la población. Les permiten vivir ahí por sus comercios; los tikunas son
más bien pescadores.
Había unos vecinos en la entrada, todos varones. Salí a
preguntarles si venían a la reunión, y nos dijeron que tenían otra de deporte “en
el mismo sitio y a la misma hora” (como la Puerta de Toledo). Cuando concluimos
la nuestra entraron dos, muy serios. Solo habló uno, que se llama Rafael, se
presentó como “el fiscal” (algo así como el responsable de seguridad ciudadana)
y nos dijo que “ustedes no tienen que estar aquí, ya tenemos dos iglesias y no
queremos más”. Le decimos que el alcalde nos brindó el local y nos dice
que “él no tiene autoridad para eso”.
Y concluye: “váyanse. No queremos que vuelvan”.
Nos quedamos algo pillados,
pedimos disculpas por no haber ido al apu
o al teniente gobernador (las autoridades tradicionales), pero les dijimos que no
sabíamos, pensamos que con el alcalde era suficiente. Suplicamos que nos
dejaran esa noche (eran más de las 8:30 pm ya), y el tal Rafael consultó por lo
bajo en su lengua con el otro, que no había dicho nada, y accedió. Algo más tarde fuimos a casa del apu, lo sacamos de la cama, le contamos
el caso, y el hombre escuchó en silencio y solo dijo: “Pucha”. Quedamos en conversar a la mañana siguiente a las 7,
pero no se presentó; volvimos a buscarle y su esposa nos dijo que se había ido
a pescar. El alcalde también estaba pescando tras terminar su corralito. Nadie
apareció.
Hay acá un par de problemas. Por un lado, parece que estos
tikunas no se han enterado de que ya no
son una comunidad indígena homogénea y regida por sus leyes; en ellas, si
sus autoridades dicen “aquí no puedes entrar”, pues ni modo, hay que irse. Ahora son un centro poblado -ellos lo solicitaron-, y por tanto una
localidad reconocida por el Estado, donde
cualquier ciudadano tiene derecho a estar, vivir o visitar, y nadie te
puede botar así como así, seas mestizo, católico, gringo o mediopensionista.
Por otra parte, no comprenden la función del alcalde delegado, ni reconocen su autoridad,
están totalmente descoordinados entre ellos.
¿Cómo continuará este asunto? Lo contaré en los próximos
episodios. Es increíble que en un lugar donde hay telefonía e internet (¡ni en
Islandia, capital del distrito, tenemos!) sucedan cosas así, y más teniendo en
cuenta que los indígenas siempre se muestran hospitalarios y agradecidos con
nosotros cuando los visitamos. Tal vez se explica también porque probablemente dimos con un tipo especialmente bruto. Y
eso pasa en los tikunas y en las mejores familias.
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