lunes, 29 de enero de 2018

TERMINA LA ÉPOCA DE LOS MAPAS


Mi profesora de Antropología y amiga Toñi Castro me regaló un bonito cuaderno cuando me vine al Perú. Como etnógrafo aficionado (gracias a ella, claro), llevo conmigo siempre ese cuadernito en mis recorridos por las comunidades, primero en Mendoza y ahora acá. Es mi compañero sobre todo en viajes de descubrimiento, cuando visito los caseríos por primera vez.

Son recorridos medio aventureros, en los que nos atrevemos a llegar a lugares lejanos sin conocerlos, a menudo sin posibilidad de avisar (no hay cobertura telefónica, como mucho mandamos alguna nota escrita, pero estamos estudiando tam-tam o señales de humo). Mis anotaciones recogen datos de distancias, referencias, impresiones… Dibujo mis mapas y croquis, apunto nombres de personas que más tarde al repetir las visitas recordaré y no volveré a leer, comienzo a escribir diarios como éste… Mi cuaderno es una especie de disco duro que guarda peripecias misioneras, y las primerizas son especialmente jugosas.

Llegar a veces con dificultades, después de averías en el motor, de quedar varados o atascados en palos, sin saber si encontraremos a alguien, cómo nos recibirán… Los pasos que doy subiendo del bote al pie de las primeras casas me recuerdan al Camino de Santiago, la incertidumbre del auténtico peregrino que camina con todo improvisado, a merced de la generosidad y la hospitalidad de los demás. ¿Dónde dormiremos? ¿En el salón comunal, en una casa? ¿Nos ayudarán con la comida, nos brindarán al menos un sitio para prepararla? ¿O comeremos pan con sardinas en lata? ¿Nos bañaremos en el río o tendremos agua a disposición?

Siempre hay una parte de pasear por el pueblo, mirar la gente, las casas, sopesar esa pobreza, permitir que te impacte. Y también dejarse ver, y si es posible, entablar alguna conversación con los vecinos, que se sorprenden por la presencia de estos gringos. Así conocemos a Milagros, una bebita de tres años con una discapacidad debido a problemas en el parto, durante el cual murió su mamá y quizás ella sufrió por falta de oxígeno. Acá no hay posta de salud, ni botiquín, ni obstetra.

Con ayuda de las autoridades habitualmente intentamos armar una reunión, por lo general en la noche, cuando la gente llegó de su chacra, se bañó, comió y descansó; el sol ha bajado y toca un partido de fútbol o vóley, charlar, convivir y relajarse. ¿Acudirá alguien? ¿Habrá algún católico? Las esperas pueden hacerse largas en sitios donde no tienes ni dónde sentarte; tal vez con un calor sofocante o bajo una lluvia torrencial. Hasta que llega la hora; en Erené hay unos quince participantes, de entre ellos dos dicen ser católicos. En Bellavista nos juntamos con tres personas y al ratito nos echaron, mejor lo cuento en la próxima entrada.

Leo en mi cuaderno: “¿qué hago aquí?”. Buena pregunta… Ser presencia de Iglesia que escucha a los más pobres. Tratar de contribuir a que la vida sea más humana. Esta primera reunión es inicio de algo, de procesos que pueden originar una pequeña comunidad cristiana o nomás de una relación en la que juntos iremos dialogando sobre problemas de la vida cotidiana: violencia familiar, dificultades en la educación de los hijos, abuso sexual, cuidado del medio ambiente, salvaguarda de los valores de la cultura indígena, etc.

En 9 meses hemos visitado unas 35 comunidades, casi todas ya. Una debilidad que desea llegar a los límites de la realidad para acompañar. Mostrar sin palabras que Diosito ama y no abandona. Eso somos; bueno, lo intentamos.

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