Mi profesora de Antropología y amiga Toñi Castro me regaló
un bonito cuaderno cuando me vine al Perú. Como etnógrafo aficionado (gracias a
ella, claro), llevo conmigo siempre ese cuadernito en mis recorridos por las
comunidades, primero en Mendoza y ahora acá. Es mi compañero sobre todo en viajes de descubrimiento, cuando visito los
caseríos por primera vez.
Son recorridos medio
aventureros, en los que nos atrevemos a llegar a lugares lejanos sin
conocerlos, a menudo sin posibilidad de avisar (no hay cobertura
telefónica, como mucho mandamos alguna nota escrita, pero estamos estudiando
tam-tam o señales de humo). Mis anotaciones recogen datos de distancias,
referencias, impresiones… Dibujo mis mapas y croquis, apunto nombres de
personas que más tarde al repetir las visitas recordaré y no volveré a leer,
comienzo a escribir diarios como éste… Mi cuaderno es una especie de disco duro
que guarda peripecias misioneras, y las primerizas son especialmente jugosas.
Llegar a veces con dificultades, después de averías en el
motor, de quedar varados o atascados en palos, sin saber si encontraremos a
alguien, cómo nos recibirán… Los pasos que doy subiendo del bote al pie de las
primeras casas me recuerdan al Camino de Santiago, la incertidumbre del auténtico peregrino que camina con todo
improvisado, a merced de la generosidad y la hospitalidad de los demás.
¿Dónde dormiremos? ¿En el salón comunal, en una casa? ¿Nos ayudarán con la
comida, nos brindarán al menos un sitio para prepararla? ¿O comeremos pan con
sardinas en lata? ¿Nos bañaremos en el río o tendremos agua a disposición?
Siempre hay una parte de pasear por el pueblo, mirar la gente, las casas, sopesar esa pobreza,
permitir que te impacte. Y también dejarse ver, y si es posible, entablar
alguna conversación con los vecinos, que se sorprenden por la presencia de
estos gringos. Así conocemos a
Milagros, una bebita de tres años con una discapacidad debido a problemas en el
parto, durante el cual murió su mamá y quizás ella sufrió por falta de oxígeno.
Acá no hay posta de salud, ni botiquín, ni obstetra.
Con ayuda de las autoridades habitualmente intentamos armar
una reunión, por lo general en la noche, cuando la gente llegó de su chacra, se
bañó, comió y descansó; el sol ha bajado y toca un partido de fútbol o vóley,
charlar, convivir y relajarse. ¿Acudirá
alguien? ¿Habrá algún católico? Las esperas pueden hacerse largas en sitios
donde no tienes ni dónde sentarte; tal vez con un calor sofocante o bajo una
lluvia torrencial. Hasta que llega la hora; en Erené hay unos quince
participantes, de entre ellos dos dicen ser católicos. En Bellavista nos
juntamos con tres personas y al ratito nos echaron, mejor lo cuento en la
próxima entrada.
Leo en mi cuaderno: “¿qué
hago aquí?”. Buena pregunta… Ser presencia de Iglesia que escucha a los más
pobres. Tratar de contribuir a que la vida sea más humana. Esta primera reunión
es inicio de algo, de procesos que pueden originar una pequeña comunidad
cristiana o nomás de una relación en la que juntos iremos dialogando sobre
problemas de la vida cotidiana: violencia familiar, dificultades en la
educación de los hijos, abuso sexual, cuidado del medio ambiente, salvaguarda
de los valores de la cultura indígena, etc.
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