Casi nos pasamos y no desembarcamos porque
no vimos cartel alguno, solo un puerto
de barro. Hemos pasado apenas tres días en Angoteros y parece que han sido tres
semanas o tres meses. En esta remota chacra a orillas del Napo, río arriba,
cerca (…) de la frontera con Ecuador, el tiempo parece ralentizarse sometido a
la hegemonía del silencio. La calma es
una construcción colectiva, como todo acá, porque se trata de una comunidad
netamente indígena, los runa (“la
gente”) del Napo, los Naporunas. Para mí una experiencia totalmente nueva,
la he disfrutado al máximo y me siento agradecido.
Todos los saludos son en kichwa, el idioma
predominante en esta cuenca, el sur de Ecuador y otros extensos territorios; al
toque hay que aprender allipuncha
(“buenos días”) o pakarachu
(“gracias”), como era en mis veranos africanos por Togo o Malí. Paseando por
ahí percibo algunas vacunas contra la
aculturación: la lejanía de centros urbanos, la poca y dispersa población,
la educación bilingüe, la pobreza y las dificultades geográficas que hacen a este rincón de la selva
irrelevante para los vampiros de la
economía de mercado (petroleros y madereros sobre todo).
Es
una sociedad que intenta ser más compacta y protegerse en lo posible de los
estragos de la globalización. Acá no hay sectas
porque al parecer “los kichwas son católicos”, las mujeres llevan típicas
faldas de colores, se ven muchos pies calatos,
la gente vive literalmente en el río, se dedican mucho a la pesca y a la caza
en el monte (a la chacra, las yuquitas y plátanos indispensables para
sobrevivir) se toma masato y la iglesia se llama “Misión Naporuna Pachayaya”.
Los
intentos del Estado por proporcionar servicios son como un bote lleno de
agujeros que a duras penas se mantiene a flote. La posta
de salud dedica varias horas diarias a hacer la gota gruesa, la prueba clásica para detectar el paludismo, que
afecta al 80% (¡!) de la población. El colegio está en condiciones ruinosas,
mientras las obras del nuevo llevan meses paralizadas sin que nadie sepa dónde
fue esa plata (aunque creo que todos lo sospechan). La única vereda del pueblo
está cuarteadísima, y solamente hay luz de 6 a 9:30 de la noche, aunque muchos
días la cortan antes porque se acaba el combustible. La corrupción muestra su
rostro más cruel en estos lugares apartados, donde reina la impunidad y las
inversiones públicas parecen maniobras publicitarias para cubrir expediente o
tapadera de la rapiña de políticos oportunistas.
Quizá sea la misión del Vicariato donde la
presencia de la Iglesia está más inculturada. El padre Juan Marcos Mercier
trabajó por años, aprendiendo kichwa, estudiando los elementos y valores de la
cultura runa llegando a ser un experto, “más indio que los indios”, hasta el punto de cambiarse de apellido y
llamarse Coquinche, como mucha gente de acá. Él fue capaz de crear
materiales de iniciación cristiana kichwas que incorporaban mitos, expresiones
y símbolos de la cosmovisión runa, dialogando así con la cultura, aprovechando
lo que hay de evangélico en ella, y tratando de formar una iglesia runa. En
Angoteros no hay catequesis en el sentido tradicional de la palabra, la
celebración del domingo y la semana santa son muy peculiares, con sabor,
estética y sonidos naporunas.
Las condiciones del día a día en la
residencia misionera están también insertadas y participan de la austeridad de
la vida runa. La casa es de madera, de
suelo de puna y techo de paja, tiene tushpa de leña y el agua es la que
recogemos de la lluvia. Como en tiempos de Coquinche, que murió en 2006.
Pero hay tele y cable, y luz con un motorcito bien eficiente; igual que en
muchas casas, donde no hay muebles pero sí tremendo aparato de TV. Es el
símbolo de un pueblo donde convive lo ancestral (el masato, los shamanes, la
ayawaska, el matrimonio tradicional…) con la
modernidad (los auriculares de los jóvenes, el deseo de internet, el
celular…), que es como una especie de trituradora de la constelación de valores
del buen vivir, sumak kawsay, seña de
identidad de los pueblos amazónicos.
No puedo seguir escribiendo, aunque el
instinto antropológico me sale a borbotones. Solo añadiré que me sorprende cómo
acá la vida humilde combina con la
cantidad de las risas. La lucha por la supervivencia se expresa de manera
primordial en el esfuerzo cotidiano por conseguir y preparar los alimentos. Y
así aprendo a cocinar patacones, pescado asado envuelto en hojas, chilcano de
gamitana… mientras los niños pasan y llegan, cambian hojas de cilantro por mullu
para hacer los collares de colores que llevan orgullosas las warmis y siempre
sonríen…
Qué curioso que esta visita haya sido
recién comenzada mi vida en la selva. Qué significará… No lo sé muy bien. Habrá que esperar. Tal
vez entender hasta mi shunku* que
todo es nuevo. Aprender con intensidad pero con encanto. Mushuk wayra, vientos
nuevos, vida nueva. Qué hermosura y qué desafío.
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