El ferry es un barco tremendo, nuevo, enorme, con capacidad
para 300 pasajeros, que cubre la ruta Iquitos-Santa Rosa (en la triple
frontera) en 12 horas por 80 soles (unos 22 €). Para los que vivimos por
allí es una ganga, porque nos ahorramos unos 100 soles (28 €) por
cada viaje demorando solamente un par de horas o tres más. Aunque yo aún no he
logrado montarme en el ferry, porque cada vez que lo intento está malogrado: es increíble cómo chango los
botes ya incluso antes de subir a ellos (recordemos lo de Transtur, tengo
una piña*…).
Como es una nave muy grande y muy rápida, resulta que a su paso arma unas olas
inmensas que soliviantan el Amazonas todito. Es espectacular: cuando el ferry
se acerca a Indiana (desde donde escribo hoy), el parlante de la municipalidad
lo anuncia en tono de advertencia y la gente se acerca a la orilla para no
perderse el fenómeno. A pesar de que navega por el lado contrario, el agua se
levanta, los peque-peques que están
acostados tienen que salir obligadamente a medio río para evitar chocar unos
contra otros y hacerse papaya, las balsas se agitan feísimo y todo el río bulle
y se estremece como si en su fondo hubiera un sismo de magnitud 9.
Los vecinos se ríen viendo los apuros de los que en ese
momento están en el agua, pero no es para burlarse, y de hecho varias personas
me cuentan que los ribereños están rezando para que el ferry se estropee, y
vaya si da resultado (…). Es curioso que las
olas más grandes rompen en el malecón
cuando ya ha pasado el ferry hace tiempo, y duran unos minutos todavía.
Turbulencias con efecto retardado. Viéndolo comprendí por qué estos días en
Indiana me siento tan extrañamente cansado.
Y es que no debería estarlo. Es una pausa de algunos días entre
la semana santa y el viaje por el Napo para hacer el curso del CEFIR en el
Vicariato de Aguarico, Ecuador. Tengo poco que hacer: mirar algunas cosas del
archivo, celebrar la misa en la catedral,
lavar ropa… Pero me siento terriblemente cansado, paso la jornada con más sueño que una espuerta de gatos, aplatanao, si cerrara los ojos a las 10 de
la mañana ahí me quedaría, me quedo frito en cualquier parte y en la noche
duermo como una piedra con sueños profundísimos.
¿Qué ocurre? Pues que creo que me está saliendo ahora todo
el trajín de los últimos meses, desde diciembre hasta hoy. Reflexiono y veo que
no he parado: la Navidad, la recogida, las despedidas, el traslado, los días en
Lima, el encuentro de la JEC, la estancia del grupo de Mendoza, los viajes por
el vicariato con sus percances, la asamblea, la semana santa… Mucho ajetreo y
movimiento en el esfuerzo de conocer, adaptarme y asimilar cantidad de cosas
nuevas: el clima, la forma de comer, de hablar, las personas, los lugares, los
transportes… Como las olas del ferry, el
cansancio acumulado se manifiesta ahora con efecto retardado, pero más que
trocolearme me deja aplastao.
Me espabila la convivencia con el equipo misionero de Indiana,
compuesto por puro mexicanos: tres religiosas, una laica y ¡una familia de
cinco miembros! El domingo nos movemos a un sector
del pueblo para celebrar la Eucaristía, regresamos bajo el sol sudando como
pollos y pasamos junto a la tumba de los primeros misioneros del Vicariato.
Para el almuerzo aprendo a hacer tortillas de maíz, el elemento base de la alimentación
mexicana (cuando vuelva a algún restaurante cuate
le tendré más respeto al menú, vaya proceso laborioso) y en plena preparación
el cielo se cierra, llega un viento repentino y ¡cae aguanieve en plena selva! Qué bárbaro. Si no fuera porque yo
mismo me mojé con los copitos, no podría creerlo.
Veo un rato del Madrid-Barça con los tres hijos de esta pareja misionera, que me recuerdan a mis sobrinos. Las ondas del ferry que me tienen cansadito corresponden también a casi dos años sin verlos, sin ir a España. Recuerdo que Antonio Sáenz me decía que el segundo se hace largo; y, como siempre, tiene razón. En fin, ya queda menos. Mañana rumbo al alto Napo y luego ya a Islandia de una vez.
Veo un rato del Madrid-Barça con los tres hijos de esta pareja misionera, que me recuerdan a mis sobrinos. Las ondas del ferry que me tienen cansadito corresponden también a casi dos años sin verlos, sin ir a España. Recuerdo que Antonio Sáenz me decía que el segundo se hace largo; y, como siempre, tiene razón. En fin, ya queda menos. Mañana rumbo al alto Napo y luego ya a Islandia de una vez.
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