lunes, 22 de mayo de 2017

UNA KAMACHINA A TIEMPO ES UNA VICTORIA


Cuando Dominik me invitó al CEFIR (Centro de Formación Intervicarial Runa) pensé que podía ser una buena oportunidad para recibir formación en temas de inculturación, cosmovisión amazónica y modos de situarse en esta realidad para un misionero novato; y también para viajar y conocer un poquito Ecuador, el vicariato de Aguarico, al puma José Miguel Goldáraz (“hermano” de Coquinche) y la historia in situ del obispo Alejandro Labaka, muerto a lanzazos en 1987 cuando intentaba defender a la tribu Tagaeri de la invasión de una petrolera. Una colección de buenas razones que se han quedado en pañales porque la experiencia ha superado muy ampliamente mis expectativas.

Desde Iquitos, el viaje dura cuatro días (con la parada en Angoteros ya relatada). Hay que llegar a Pantoja, donde el puesto militar fronterizo de Pantaleón y las visitadoras, y allí tomar una canoa que nos llevó y nos regresó de Rocafuerte en medio de la noche, sin techo, adentrándonos a la luz de la luna por los misterios del río Napo. Un grupo de diez: los Mushuk Wayra (Domi, Paco, Gabriel y yo) y seis kuyllur, es decir, animadores de comunidades naporunas de nuestra misión de Angoteros. El curso es básicamente destinado a los kuyllur de cinco vicariatos: cuatro ecuachos y el nuestro, perucho. Desde la casa de los capuchinos en Rocafuerte aún queda un día más de subida hasta la isla de Pompeya, nuestro destino final.


Dos semanas intensas de clases, trabajos de grupo, exposiciones, minga (trabajo comunal), deporte, cantos, películas, talleres, fiesta, paseo… Una verdadera zambullida en la cultura runa, sus valores, sus rituales, sus mitos, sus conocimientos ancestrales, su carácter… y todo contado en primera persona por los kuyllur, como algo vivido y compartido más que estudiado en teoría. Y mucho (no todo, pero buena parte) en kichwa, toma castaña. Para mí un auténtico festín, y más teniendo en cuenta que muchos elementos centrales son comunes a las culturas amazónicas. Me he sentido como una esponja que quiere absorberlo todo, qué bárbaro; a mi profesora Toñi le habría encantado.

De pronto tienes que aprender el significado de muchas expresiones: yakinakusa kawsana, paktachina, ayllu, yanapanacusa kawsana, parihulla, aswa upina, supay… Mi cuaderno echaba humo porque sé que la palabra contiene la realidad, es código que atesora los engranajes de una cultura y caracteriza el modo de ser de un pueblo. Todo lo que en el aula explicaban, luego yo lo vivía en el trato con los veintitantos kuyllur runa, hombres y mujeres. Ellos han sido los auténticos profesores y es un privilegio haberles conocido. Éramos unos perfectos inútiles (por lo menos yo): no entiendo su lengua, ni sé utilizar machete, ni lanzar con cerbatana, ni juego al futbol en el barro, ni manejo el bote, ni sé hacer fuego, ni nada… pero cuánto nos han agradecido a los gringos que hayamos estado con ellos.

El indígena es concreto, tímido pero fuerte, con un marcado sentido colectivo aunque muy libre, y de una nobleza muy singular. Y una capacidad enorme para la risa, agarrando la posibilidad de divertirse en el momento en que se presenta. Todo en ellos es muy vital, todo es kawsay (vida), estamos aquí y ahora juntos, y vivimos, y eso es lo que cuenta. Mañana también hay día porque Pachayaya Dios nos bendecirá. Mejor no pensar en abstracciones, el conocimiento se transmite oralmente con el cuento y el mito, pero sobre todo con el aprendizaje del día a día. Y cuando los niños o jóvenes se desvían, es deber de los papás darles kamachina (consejo). Eso nos tocó un día representar a mi grupo.

Preparados para el chaparrón
Yaya con el ají
Mama con la ortiga


















Estamos yaya, mama y cuatro churis (yo soy rucu churi, el hijo mayor, claro). Nos sentamos en el suelo para la kamachina. Mama me pregunta:
- ¿Qué has hecho churi? ¿Has robado mujer? (en kichwa).
- He robado gallina (contesto en español). Estalla una carcajada general.
- ¿Por qué has robado mujer? – continúa Griselda aguantándose la risa a duras penas.
- Tenía hambre. Otra carcajada mayor todavía.
- ¿Acaso no había comida en la casa para que tengas que ir a robar? La próxima vez me pides a mí. Y así van aconsejando a los demás hijos, que han hecho diferentes travesuras.
Entonces yaya viene y me pone ají en el ojo; pica horriblemente pero no puedo gritar ni llorar, porque eso será señal de que no he comprendido y lo volveré a hacer. Luego viene mama y me ortiga las piernas, y ahí sí aúllo de dolor y el auditorio definitivamente se parte de risa. Pero cuidado, ¡solo puede haber kamachina si los padres son ejemplo de lo que están corrigiendo! Así de hermosa es esta cultura.

El domingo vamos a visitar una comuna de la zona. Es un día de fiesta y nos decoramos las caras (a mí me la pinta mama). Pillamos a la gente en su asamblea mensual, pero pronto, tras un par de ruedas de invitación a chicha (masato decimos los peruchos), armamos la misa. Una hoja de plátano es el mantel, como cualquier comida. Me toca a mí presidir en kichwa, y no supone ningún problema: en esta cultura el 75% de la celebración la hace el kuyllur, los pakriyayas solo intervenimos presentando las ofrendas, consagrando y haciendo la plegaria eucarística, pero en este caso la hacemos todos juntos. Estupendo: por fin una Eucaristía que no depende de mí, ni homilía hice… Luego, partido de fútbol y almuerzo compartido a base de sopa de gallina (no robada).

Continúo en la siguiente entrada porque se me acaba el espacio. Pero siento hoy que los indígenas, que son los más marginados, ya han conquistado la mayoría del territorio de mi corazón. Aprender a llegar a su mundo es conectar con el shunku de la Amazonía, con su inagotable variedad de culturas, religiones, historias. Logrando ese amor y dejándose conducir por esa admiración tal vez puede uno atreverse a poner el pie en estas tierras. ¿Será ese el propósito de esta kamachina que Pachayaya me regala justo en estos momentos de mi vida?

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