Cuando era chico, leía novelas policíacas de Agatha Christie. Me
gustaban mucho, intentaba adivinar quién era el asesino (normalmente el
mayordomo), pero había veces que me cansaba, o perdía el hilo, o me liaba… y
entonces me iba a la última página y ahí descubría el enredo; y saber quién era
el culpable me animaba a seguir leyendo, porque así, mientras leía, ataba
cabos: “fíjate, ahí fue cuando aprovechó para ponerle el veneno…”, jejeje.
Esto les pasa a los discípulos. Justo antes de este pasaje de la transfiguración (vaya palabro) Jesús les
ha estado explicando que va a sufrir mucho, que lo van a coger y que lo van a
matar. Y Pedro: “¡No Señor, eso no puede
pasarte!”. Y Jesús: “Quítate de mi camino,
Satanás, que eres para mí un obstáculo, porque tú piensas como los hombres, no
como Dios”. Y a los discípulos: “Quien
quiera venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y
me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su
vida por mí, la salvará”. Ffff. Vaya palo que les dio. Tendrían que estar
hechos polvo, desolados…
Ante este panorama, Jesús coge a sus tres amigos más íntimos y va y se
transfigura. ¿Qué quiere decir esto? Que se les mostró, se les hizo ver con el aspecto que tendrá
cuando resucite. Se pasó un momento a la
última página. Para animales, hombre. Es como cuando está mi madre guisando
y voy yo y pruebo y mmmmmmmhhh!!! “Madre mía, pues si esto sabe así de bueno
ahora que está en proceso, cómo será
cuando esté terminado…”. La transfiguración es que, en mitad del camino, Jesús
les da un respiro, es como un adelanto de la paga, que te alivia; o como una
meta volante que los ciclistas ganan y se animan para lo que queda de carrera.
Una victoria parcial que adelanta de alguna manera la victoria final.
Jesús hizo esto muchas veces. Cuando resucita (con minúscula) a aquella
niña, la hija de Jairo; o a aquel chaval de Naín, que su madre, destrozada,
lleva a enterrar; o a su gran amigo Lázaro. Son momentos en los que se adelanta
el final; de manera incompleta, no plena (todos han vuelto a morir), pero en esos hechos se ve el resplandor de de la
Resurrección con mayúsculas. Es como cuando en el camino de Santiago estás en medio de una etapa, reventao, y
entonces unos compañeros te llaman: “¡Que
ya hemos llegao! Y qué bonito es esto”. Y entonces tú te entonas y aprietas
el paso: “Esto está chupao ya”.
La vida de cada día está llena de “adelantos” de resurrección, de
aperitivos de la gloria futura, que invade nuestras cosas, porque Dios está
aquí siempre, aunque “yo no lo sabía”, como dice Jacob, no nos coscamos. Se trata de estar listos y
finos para advertir, para darnos cuenta de cómo Dios actúa. Descubrir los ratos y las zonas de la
realidad donde late el Reino, ahí, hecho vida y acción, presente como gesto
concreto, acontecimiento luminoso pero acaso discreto dentro de la marea de lo
cotidiano.
Y aquí José es un consumado experto, un hombre con gran habilidad para
detectar el brillo de la Resurrección. Primero se da cuenta de eso de que su
novia, María, está embarazada… es algo de Dios. Y no la denuncia sino que se
casa con ella (ole ahí). El Señor se lo cuenta en un sueño. Luego, después de
nacido el Niño, cuando los Magos se marchan, José intuye que su familia está en
peligro: otro sueño. Y emigran a Egipto. Hasta que Herodes, el malo de la
historia, muere y José, en la distancia, a través de otro sueño, se da cuenta
que ya pueden retornar. Pero no regresan a su casa de Belén, porque, en un
nuevo sueño, Dios avisa a José de que
Arquelao, el hijo de Herodes, es de tal palo tal astilla, así que… a Nazaret.
Total, que en los dos primeros capítulos
del Evangelio de Mateo, José tiene ¡cuatro sueños!
Los sueños son, en lenguaje bíblico, el límite de la realidad, donde
Dios habla a sus amigos. José sueña y Dios se le revela, se transfigura para
él, comunicándole su voluntad. José
sueña y siente la vida como historia de Dios, y discierne, y decide. El
Señor le guía para que sea custodio de su hijo y él utiliza toda su capacidad,
toda su sensibilidad, toda su agudeza para encontrar las transfiguraciones, los destellos de Dios.
“Sal de tu tierra”, dice Dios
a Abraham. Salgamos de lo nuestro para abrir
los ojos y ver. Salir del “propio amor,
querer e interés” para estar lúcidos y despiertos, no nos vayamos a perder
la transfiguración, los momentos en que el amor se adueña de la vida y Dios
Reina. A veces estará tan cerca, y será tan grande como una montaña, y habrá
que alejarse para mirar con perspectiva. A veces se requerirá un catalejo o una
lupa para apreciar la belleza de la joya.
Y trasfiguremos la realidad. Hagamos que el día a día se pinte de Resurrección.
Es un “duro trabajo del evangelio”, como dice la 2ª lectura. Requiere paciencia,
esfuerzo y sonrisa. Atrevámonos a soñar el mundo mejor de lo que es, como Dios lo sueña. Y pongámonos a
despertar para que todo sea de Dios, y el Señor lo sea todo en todos. Soñar como José; pero no dormir: soñar
despiertos y dispuestos.
Me encanta tu homilia sobre "José y la Transfiguración"...hasta ahora, no he comprendido bien, lo de la Transfiguración. Eres especial saboreando y profundizando el Evangelio...¡qué suerte tienen los que te pueden oir a menudo.! Un abrazo desde Monesterio.
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