Más que de Valle de Matamoros. Qué día el de ayer. Vaya domingo de carnaval. Dos entierros; tristes, tensos... El Valle de fiesta y con dos duelos; y entre uno y otro, el entierro de la sardina. Ya me lo dijo mi tocayo al bajar del coche: es surrealista. Y que lo digas.
La lluvia difuminando de gris el cielo de mi pueblo pequeño, como si estuviera pintado con carboncillo; mi pueblo húmedo de neblina y de lágrimas que anegan los ojos de esta gente sencilla golpeada cruelmente por la muerte.
Mi sitio como su cura es estar junto a ellos; no se si mi presencia anima o desazona más, pero mi instinto de pastor me impulsa a ir con esas familias; ir y estar, y abrazar, tocar y besar. "¿Cómo va a querer Dios esto?" "Ahora que yo estaba ya buena, fíjate lo que nos ha pasado". La gente se acerca, quiere acercarse más con su lenguaje corporal: la mano en el hombro, las mejillas juntas, una caricia, un achuchón. ¿Alguien merece morir? ¿Es alguna vez evitable?
En carnaval queremos ser, por un rato, otros. Jugamos, en una humorada, a ser quienes no somos. A la hora de la muerte es justo al revés: se aclaran muchas cosas, se aprende quién es el fallecido y lo que significa para los suyos, para los vecinos y para el pueblo. La muerte desvela el carácter de las relaciones, saca a la superficie los roces, los alejamientos y pone a flor de piel la intensidad del amor. Lo mejor de nosotros sale en estos momentos, acaso por la solidaridad en la indefensión que nos recuerda esta experiencia a la vez cotidiana y sorprendente que es la muerte. Es algo hiperrealista, como la vida misma; no se yo si Buñuel estaría de acuerdo, desde luego.
Se interrumpió la despedida de la sardina; se finiquitó la verbena en la plaza antes de la hora del segundo sepelio. El pueblo entero se volcó, la gente se portó magníficamente, acompañando a las familias con silencio y mucho cariño. Quizá no somos tan malos como nos figuramos. Quizá sólo necesitamos quitarnos los disfraces que llevamos para mostrarnos mutuamente, como en un fogonazo, la calidad de ternura y bondad que atesoramos. No, Buñuel quizá no lo comparta, pero él también está criando malvas.
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