Hay en mis pueblos varias mujeres sordomudas, todas ellas ya mayores, y, cuando las veo y las saludo por señas, no dejo de sorprenderme y de preguntarme cómo han sido capaces de tirar palante en ese océano de silencio que las rodea desde que nacieron.
Concepción y Ana viven en los barrios. Durante muchos años las cuidó su madre, pero desde hace tiempo forman una peculiar pareja; cuando entro en su casa, Ana, la más mayor, me expresa, santiguándose, que se acuerda de mi. Tiene las piernas mal, pasa mucho tiempo sentada, lo cuenta con unos gruñidos de lo más efectivos. Su hermana Concepción es la que lleva la voz cantante, por decirlo con ironía: recoge las citas del médico, lleva a Ana al hospital, cose, hace punto de cruz con extraordinaria habilidad, recorre el pueblo y, sobre todo, es capaz de expresarse con gestos muy ingeniosos, de gran precisión y a menudo llenos de humor. ¡Es listísima! Sus vecinos conocen su idioma, las conversaciones con ella llevan aparejadas siempre pequeñas acciones de servicio y solidaridad que ayudan a las sorditas a vivir como parte de esa familia que son los barrios de Santa Ana.
En el Valle vive María con su madre Pura, que tiene más de 90 años. María tiene casi 70 y es sordomuda, pero cuida a su madre, va los mandados, arregla la casa, hace la comida y trae el agua de la fuente que está camino del cementerio como si tal cosa. María emite apenas un "pepepepe" y, aunque no es tan hábil como la santanera, lo dice todo con las expresiones de su cara, transmite muy bien las emociones, se nota cuando pasa dando el pésame en los entierros. A mi me dice que soy guapo (¿estará también mal de la vista?). Es increíble que estas dos mujeres tan mayores manejen con tanta habilidad los límites del silencio.
En su época pocas niñas iban a la escuela, y por supuesto no tuvieron oportunidad de aprender el lenguaje de signos, como los niños sordomudos de hoy, que van a colegios especiales. Con una orginal inteligencia práctica han sabido adaptarse a un mundo sin palabras, vacío de sonidos; les ayudó sin duda el silencio de las tardes del pueblo en invierno, las acompañó la cercanía instintiva de sus vecinos; pero sobre todo contaron con su valentía rotunda de pertiguistas silenciosas, capaces de sortear con agilidad muros de incomunicación y resistir la incontinencia natural de palabras que nunca fueron, palabras por estrenar.
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