domingo, 24 de noviembre de 2024

ENSANCHAR LA VIDA

Ya no recordaba la última vez que fui a una jornada, simposio, congreso o algo así: entrada, acreditaciones, folder, bolsito, escenario, discursos, aparición fugaz de los políticos… Y aunque el comienzo respondió a lo habitual, lo que siguió fue una sorpresa que me rompió muchos esquemas y nos hizo vivir un total carrusel de emociones.

La Asociación Cuidándonos de Badajoz forma parte de una red llamada Compassionate Communities creada en 2016 por profesionales de los cuidados paliativos con el propósito de “sensibilizar, concienciar, formar y capacitar a la comunidad en el acompañamiento y cuidado de las personas con enfermedades avanzadas o en situación de final de vida”.

El origen de este movimiento de ciudades compasivas está en la necesidad de promover los cuidados paliativos, y por eso estábamos mis hermanas y yo allí. La vivencia de acompañar a mi mamá en sus últimos días, y la ayuda que nos prestaron a todos Miguel Ángel y Montaña, nuestros paliativistas, nos han marcado. Semanas antes se habían agotado las inscripciones. El aforo se completó al toque.

Tras los saludos protocolarios, lo primero fue un breve concierto de cuatro violinistas de la Orquesta Barroca de Badajoz. La finura y elegancia de sus melodías concedió a la jornada la belleza y el ornato de sensibilidad que se requiere al abordar el tema de la muerte desde la perspectiva de una vida plena, ensanchada y acompañada hasta el fin.

La ponencia estrella fue la de Enric Benito, una autoridad internacional en cuidados paliativos, con décadas de recorrido en el acompañamiento de enfermos “terminales”, y lo pongo entre comillas porque me impresionó escuchar de un hombre como él que “No somos seres humanos con una dimensión espiritual, sino seres espirituales con una dimensión humana”. Todo está “bien organizado” por una conciencia universal de amor con la que podemos conectar, y el “murimiento” es como el nacimiento, el paso a una realidad de plenitud y bienestar definitivos.

Desde su perspectiva, la muerte como final no existe, y eso inspira para atender a los enfermos con amor y delicadeza, respetando sus decisiones, ayudándoles a aceptar y a soltar, a no resistirse, superando el miedo y venciendo la tristeza con la esperanza y el cariño.  Me impactó profundamente que la práctica vocacional de los cuidados paliativos abre de manera natural a la experiencia creyente o espiritual, la intuición profunda de que “no estamos desamparados”.

Así ocurrió siempre para el ser humano: el misterio de la muerte es una puerta a la pregunta por el sentido de la vida y al presentimiento espontáneo de la Trascendencia. Y por tanto, la llamada silenciosa a la espiritualidad, que se manifiesta en la diversidad de religiones. Javier Melloni expresa esta distinción con precisión y hermosura: “Podríamos decir que las religiones son las copas; la espiritualidad, el vino; las creencias, las denominaciones de origen de cada vino, y la mística es beber de ese vino hasta embriagarse”. Esto me sigue haciendo pensar.

Se fueron sucediendo intervenciones en un tono muy ameno, alejado del academicismo, con formatos ágiles y participativos, incluyendo la música y la danza. Cuando tomaban la palabra los familiares de personas ya fallecidas y contaban cómo habían vivido el proceso de la despedida, nos estremecíamos y nos agarrábamos de las manos, nos volvía todo. Pero también hubo espacio para el humor, la risa y hasta algún bailoteo.

En enfoque de esta asociación pretende ir más allá del mundo de los cuidados paliativos. El proyecto “Badajoz Compasiva” trabaja para promover un modelo de liderazgo colaborativo a través de la inteligencia conectiva para fomentar la participación de familiares, amigos, vecinos, voluntarios, instituciones públicas, empresas, colegios profesionales, escuelas, universidades, asociaciones (…) en la creación de redes de cuidados con el objetivo de formar “Comunidades que Cuidan””. Además de cursos de formación, potencian acciones de sensibilización como los Death Café o Árboles para el recuerdo. Se puede conocer más en su web https://www.badajozciudadcompasiva.com/.

Los cuidados paliativos son un paradigma de la misma vida. Acoger a cada persona con toda su dignidad, acompañar para que pueda concluir su camino en esta tierra sana, serena, sin dolor, con calidad y conciencia, dueña de las circunstancias y los modos de su muerte. Un instrumento clave para ello puede ser el Documento de Voluntades Anticipadas. Lo tengo que estudiar con detenimiento.

Ojalá tengamos la dicha de ultimar esta etapa acompañados por personas que nos cuiden como un privilegio, no como una carga. Que su esmero nos ayude a mirar el tránsito cara a cara, con agradecimiento y lucidez, libres del temor, como un momento espiritual. Que, siendo manos y rostro de la ternura divina, ellos nos faciliten ensanchar la vida hasta su último segundo. Morir rodeados de amor.

viernes, 15 de noviembre de 2024

TAREAS DOMÉSTICAS

 
Este tiempito que paso en España se trata de acompañar a mi papá, estar con mi familia, descansar, ver a los amigos, parar, leer, cuidarme… descansar. Una de las cosas que más disfruto es algo tan sencillo como poder hacer las tareas de la casa. Pa que veas.

En esta vida que llevo, tan repleta de reuniones, trabajos administrativos, y siempre de acá para allá encadenando un viaje con otro, no me da tiempo ni a rascarme el sobaco. Vivo en una casita que la señora Rosa limpia regularmente, entrando en mi cuarto cuando estoy fuera, para que a mi regreso esté presentable. Almuerzo en el comedor común, con los misioneros que estén de paso y el personal de la oficina del Vicariato, de manera que no me tengo que preocupar de la comida.

Salgo a comprar ya cuando no queda de otra: o eso, o no me ducho, ni me afeito, ni voy al baño... Sí que hago la colada, porque eso me encanta (es un gen de mi mamá): pongo la lavadora una vez a la semana y a diario lavo y cuelgo mis trusas y pañuelos. Así las de la ODEC saben que estoy en Iquitos, me tienen controlado, y se burlan.

Pero acá encuentro tiempo y condiciones, por ejemplo, para cocinar, ¡y cuánto hacía que no tenía ese placer! En Islandia había un turno y cada viernes me tocaba arreglar pescado, arroz, ensalada, frejoles… y casi siempre tortilla de papas. Pero estos cinco últimos años, nada de nada. Así que me estoy desquitando guisando garbanzos con espinacas, lentejas con chorizo, o preparando brócoles, acelgas, pasando solomillo, y hasta dorada a la sal.

La cocina me relaja, implica calma, dedicación y cariño. Con la olla destapada y con un partido de Champions en la tele como ruido de fondo, voy condimentando y rectificando de sal, y practico de alguna manera mi profesión de químico. Pruebo con pimienta negra, eneldo, escamas de pimentón de la Vera... Mi papá dice que está “todo bueno”, aunque no sé si fiarme mucho de su criterio, condicionado sin duda por la amabilidad y porque no se hace problema por nada. Y qué gozo comer tu propia sazón.

Aparte de esto, ni que decir tiene que hay que lavar (no “fregar”, que significa “fastidiar” o “j…der”) los cacharros, recoger la cocina, barrer, trapear el piso, componer el sofá del salón, sacar la basura (convenientemente separada, por supuesto) y después poner lavadoras, colgar, secar y juntar la ropa, y alguna vez hasta planchar, aunque ese oficio no tanto me entusiasma, y menos a mis riñones. La compra normalmente la hace mi papá, y el resto de faenas las hacemos entre los dos, con la valiosa ayuda de la señora Isabel, que viene un par de veces a la semana.

Vivir en un departamento y poder realizar las labores domésticas me hace sentirme una persona “normal”, alguien ordinario, “uno de tantos” (Fil 2, 7). Esa fue la experiencia en mis queridos pueblos, donde era simplemente un vecino más, parte de una comunidad humana como todo el mundo. Beleza, dicen los brasileros. A veces los sacerdotes, religiosos o misioneros vivimos en casas que son como castillos, enormes, algunos casi inexpugnables, muy distintos de los hogares de la gente.

Eso, las vestimentas y los símbolos, junto con las costumbres y estilos de vida, en ocasiones nos separan del pueblo menudo, dándonos un halo de excepcionalidad, mitificándonos o directamente haciéndonos raros. Pero no somos diferentes a los demás, ni mejores ni especiales; somos como todos, corrientes y molientes, parte de la humanidad, aunque alguno-a parezca que vive en otro planeta.

Somos pueblo, tenemos la dicha de compartir las vicisitudes y el destino de la inmensa mayoría, como hijos y hermanos. Qué suerte paladear ese “gusto espiritual” (EG 268), sabroso como el bacalao o un buen cocido. Las tareas de casa me igualan y me ayudan a vivirme así. Y esta es la historia de hoy, nada aventurera o exótica, puramente cotidiana.

sábado, 9 de noviembre de 2024

CAMINAR SOBRE UNA MONTAÑA DE BASURA

 
Eso es lo que tiene uno que hacer en los puertos de Iquitos cuando baja el nivel del río. La imagen no es tan buena, pero puede dar idea de lo que ocurre, disculpen si daña la sensibilidad. Pero es un hecho: el Amazonas se ha convertido en un “inmenso depósito de porquería”, en palabras del Papa Francisco en Laudato Si nº 21.

Intento no mirar abajo cuando camino por las maderas o voy por las gradas, porque lo que se ve es una auténtica asquerosidad: una amalgama nauseabunda de plásticos, barro, tela, vidrios, desperdicios… que es inapreciable durante la época de creciente pero que, al secarse el río, emerge amenazante y desoladora.

Es decir, cuando hay mucha agua, ¡toda esa basura está también ahí! Habrá una parte que se mueva y se vaya quedando río abajo, contaminando y ensuciando toda la ribera, incluso seguro que porciones apreciables de cochinada llegan hasta el Atlántico, pero es evidente que la gran ciudad que es Iquitos genera muchísimos residuos que van de frente al Amazonas y allá se depositan.

Hay puertos en que no queda otra que brincar por ese lodo infestado y repugnante, que además hiede más o menos según las zonas. Cuando llego a casa procuro lavarme los pies, si es que llevo sandalias, y si iba en zapatillas, las limpio. Realmente es un espectáculo repulsivo y deprimente.

Más allá de consideraciones acerca de la costumbre de botar todo al río sin pensar, o la necesidad de separar y reciclar, o la urgencia de la educación para el cuidado de la naturaleza etc. etc., me he preguntado mil veces cómo es posible que ocurra esto. ¿Cómo es posible que las autoridades permitan que los puertos estén en esas condiciones?

Son lugares de acceso al río de pasajeros y mercancías indistintamente, mezclados, embarullados. Hay alguna escalera de cemento, pero la mayoría son de madera, precarias, empinadísimas pero medio rotas, resbaladizas cuando llueve, en las que te tienes que apartar si viene un chauchero cargado con un costal, una piña de plátanos o lo que sea. A veces casi no hay espacio, como el otro día que un hombre subía la loma con una lavadora a cuestas.

Eso o el barrizal sucio y atestado de desechos, o ambas cosas, es lo que ven los turistas cuando llegan a Iquitos o zarpan a otros lugares. ¿Las orillas tal vez no son competencia del municipio, y sí de la marina, y por eso no hacen nada…? No lo acabo de entender, y cada año igual o peor, esa agresión a la salud, a la integridad de la creación, a la belleza del Amazonas, al sentido común.

sábado, 2 de noviembre de 2024

AHORA COMPRENDO A LOS MEXICANOS

 
Transcurren los días y voy captando lo importante que ha sido ir a México. Me he llevado una gratísima sorpresa, mi mente se ha limpiado, he contemplado, me he divertido y he disfrutado de cosas nuevas… aunque no tanto, porque de alguna manera muchas me eran familiares a través de los misioneros del Vicariato, porque un tercio de ellos son mexicanos (nada menos).

Por supuesto que en Indiana había comido tacos de varios tipos, mole (que me encanta) y enchiladas; en Tamshiyacu pozole y sopes; en San Pablo quesadillas; en Caballo Cocha chilaquiles y carne estofada; en Pebas tomé tequila… Hasta sé hacer tortillas, ¿eh? Colocarlas en el comal y voltearlas hasta que se hinchan -ya te puedes casar- y están listas. Los mexicanos preparan y comen comida mexicana… ¿cero en inculturación? Más bien querencia por sus raíces, y que son ellos mismos los que cocinan.

En el Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México (que ya no es “distrito federal”), impresionante, colosal, asombroso y se me acaban los adjetivos, se aprende que los mexicas ya preparaban tortillas hace un milenio, ahí están los meros utensilios que lo atestiguan. ¡Pero si tenían incluso dioses protectores del maíz! Esta gente ama su nación, y ahora les comprendo totalmente.

Y es que este país es un collage de culturas extremadamente bello y al mismo tiempo lleno de contrastes. La capital es ya un exceso, con más de 30 millones de habitantes y unas distancias inasumibles. El territorio es enorme, cuatro veces España, mayor incluso que el Perú; lo he recorrido un poco, de centro a oeste, de México a Guadalajara, y hasta Colima, en la costa del Pacífico. Viajes de 10 y 11 horas en bus.

La Virgen de Guadalupe está en todas partes; si en una iglesia no la veía, me extrañaba y preguntaba hasta que me la mostraban. Es un pueblo profundamente religioso. En la diócesis de Guadalajara son más de 1200 sacerdotes; en San Juan de los Lagos tienen 480 seminaristas… el vicario general me contó que los jóvenes que están en el propedéutico (año introductorio antes de ingresar al seminario) son tantos, que lo hacen por arciprestazgos porque de otro modo no cabrían. Qué poderío.

Notas el fervor, y sin embargo este país está infectado por la violencia extrema. Estando allí saltó la noticia de que el alcalde de la ciudad de Chilpancingo, en el estado sureño de Guerrero, fue asesinado tras apenas seis días en el cargo: le cortaron la cabeza. Parece que las brutalidades que narran las novelas y las series son superadas por la realidad.


Es el único lugar donde he visto asientos y vagones enteros del metro y del autobús reservados solo para mujeres, a tal nivel han llegado los abusos en esas aglomeraciones humanas de la urbe. Me quedo a cuadros, y también al tratar de atravesar la nube feligresa para entrar en la Iglesia de San Hipólito y San Casiano, santuario nacional de San Judas Tadeo. Tremenda industria de objetos religiosos de todo pelaje. Compré un velador como habría hecho mi mamá, me senté en un banco y comenzó la misa con unos mariachis que salieron entonando “Las mañanitas”. Se me saltaron las lágrimas.

Me llevaron a Teotihuacán y quedé maravillado de las pirámides del sol y la luna, ante el ingenio y la maestría de aquella civilización. No quise almorzar en todos esos restaurantes turísticos que orlan el monumento, así que nos fuimos a comer en la mera calle, para sentir la vida de la gente, y más en México, donde la gastronomía es un lenguaje que lo atraviesa todo. Las salsas están dispuestas en bandejas, cada cual se sirve lo que desea según el gusto (o la tolerancia) por el pique.

El centro me gustó menos, quizá por la avalancha de turistas que invade sin piedad el zócalo y la zona aledaña, correlativa a la proliferación de tenderetes por doquier. Ves la catedral, y junto a ella los escasos restos del templo mayor, y sabes que allí debieron destruir a lo bestia para construir semejante mole. Te lo corrobora la Plaza de las Tres Culturas, donde los mismos ladrillos de piedra volcánica de las edificaciones del pueblo Tlatelolca fueron utilizados para levantar la iglesia de Santiago. Esto, unido a las anacrónicas y patéticas reclamaciones de López Obrador, abona un cierto runrún antiespañol en las conversaciones.

Más allá del turismo, conocer las casas de las congregaciones presentes en el Vicariato me ha enseñado mucho sobre las religiosas y los sacerdotes: el estilo de cada tribu, su forma de vivir, cómo se posiciona en la misión y tantos otros detalles. Además, este contacto con la Iglesia mexicana me ha hecho entender mentalidades, hábitos, enfoques… Ahora me encajan aspectos como la dedicación a los bienhechores, la piedad popular o el interés por la pastoral vocacional, que en México la trabajan a conciencia (y tienen resultados, como he comprobado).

No me extraña tampoco que mis compañeros celebren tantísimo las fiestas patrias mexicanas. ¡Qué país tan extraordinario! Realmente México lindo y querido, ahora también para mí. Me queda en el paladar del alma ese agradable afecto, como el gusto exquisito del chile jalapeño. Ojalá Diosito me regale la oportunidad de volver.



sábado, 26 de octubre de 2024

MULTIMEZCLA


Recordarán que me quedé varado una semana completa de agosto en Soplín Vargas, en el alto Putumayo. Aquel contratiempo floreció en descubrimientos, encuentros y experiencias que me enriquecieron y enseñaron. Por ejemplo, el día en que preparamos “multimezcla”.

Qué palabro, ¿no? Se trata de un complemento alimenticio para bebés, adultos mayores y enfermos elaborado artesanalmente a base de harinas, leches de vaca y soja en polvo, cáscaras de huevo y algún ingrediente más del que no me acuerdo. Es una de las acciones a través de las cuales Misión Putumayo trabaja el empoderamiento de la mujer, su participación social, su independencia económica y emocional, y también su incorporación activa a la vida de la comunidad cristiana.

Coincidió aquellos días la primera ocasión en que se armaba la multimezcla en Soplín. Y ahí estuvimos los viajeros atorados, colaborando y aprendiendo. Para tostar las harinas de plátano, trigo y maíz, las mujeres rapidito apañaron dos candelas de leña - si hubiera tenido que prenderlas yo, todavía estaríamos allá. Hay que remover constantemente, igual que se hace con la fariña, para que no se queme. El calor nos asediaba por todas partes bajo la calamina ardiente.

Una vez listas las harinas, toca extenderlas en una mesa grande sobre papel y menear para enfriarlas. A eso me dediqué, intentando que no se llenara todo de polvo. A esa hora ya se había iniciado el proceso del almuerzo, una parrillada de carne de res al estilo colombiano, completada con delicioso tacacho y ensalada de palta.

Cuando están los componentes fríos, se revuelve todo bien y se recoge en un gran timbo de plástico. Dentro de dos domingos, después de la Eucaristía, se explicará qué es, se entregará y se invitará a las mujeres a otro taller de capacitación. Para ayudar a una correcta nutrición y cuidado de los hijos, al manejo de la economía familiar, mejora en autoestima, prevención de la violencia en el hogar


Un par de días después, ahora estamos sentados en “la sala de usos múltiples”: unos toscos pero eficaces bancos de madera que Jimmy ha construido y colocado bajo la sombra de los árboles de la misión. Es el momento de la reunión semanal de los jóvenes, y la afluencia ha desbordado cualquier previsión. Hay chicos y chicas del pueblo y también del internado, que acoge a estudiantes de secundaria de toda la ribera. Las moscas nos machacan a piques, mis tobillos arden, pero estar acá es fabuloso.

Conversamos, intercalando algunas canciones, comemos canchitas y hay gaseosa también. Muchas risas, preguntas, espontaneidad, pero a la vez mucha docilidad. A estos muchachos no hay que llamarles la atención, ni menos levantarles la voz, obedecen al toque y escuchan con candor. La presencia de los visitantes extranjeros les sugiere que el mundo es grande, la conversación les abre la mente. La mayoría jamás ha salido del Putumayo.

Los días de atasco en Soplín, los adolescentes fueron nuestra compañía más habitual. Hubo una noche de peli con el proyector en la iglesia y una tarde de ir a bañarse a la playa; hubo partido de fútbol y presentación de los bailes que ensayan con un profesor del colegio; hubo juegos, dinámicas, ensayo de cantos, lecturas para ellos en la misa del domingo y hasta danza de despedida todos juntos.

Cualquier actividad que hubiéramos propuesto hubiera sido un éxito. De hecho, están planeando hacer una obra de teatro, una convivencia con gente de otras comunidades y no sé cuántas cosas más. Los niños y los jóvenes acá son como tierra reseca, deseosa de novedad, de estar juntos, de relaciones positivas, del alimento vigorizante que es el cariño expresado.

Mujeres, jóvenes, consejo de pastoral, el portero de la Muni, don Luciano, los niños que vienen a pedir agua, el amable tendero… hermosa multimezcla de rostros, necesidades, camino, procesos, sueños, lucha, dureza, futuro, sonrisas. El lado sagradamente humano de la vida”, con palabras de Eduardo Meana, en este confín de la Amazonía. Gracias por esos impactos.



sábado, 19 de octubre de 2024

ITINERANTES


La misión te permite conocer a personas fabulosas, gente excepcional que anda por esos ríos, gigantes del amor por la Amazonía y portentos de radicalidad. Todo eso, pero con un quintal de originalidad y de bravura, son los miembros del Equipo Itinerante.

Para San José del Amazonas son amigos de años, porque nuestro vicariato es una especie de hub entre países, regiones e iglesias en frontera, que es su hábitat. Y también porque, en el momento más difícil, allá por los años 2011-2013, ellos ayudaron a procesar el trauma catalizando el diálogo entre los misioneros, posibilitando la catarsis y gestando así la curación de la herida.

Con varios de ellos sufrimos el confinamiento, esa experiencia tan límite que nos marcó a todos. Les habíamos pedido que nos facilitasen el corazonar los documentos del Sínodo de la Amazonía, recién salidos del horno vaticano, y su presencia fue una bondad de Diosito: sin ellos jamás hubiéramos podido gestionar, recibir y enviar la cantidad de solidaridad en forma de insumos sanitarios con que logramos ayudar a todas las postas de salud de nuestro territorio.

Así que, cuando vienen acá, llegan a su casa. En el reciente encuentro de la Red Itinerante Amazónica saboreamos su estilo directo, ameno y casi artístico de trabajar sus temas; pero la clave, más allá de la puesta en escena o los contenidos, que son excelentes, son sus propias personas, lo que sus figuras transmiten y contagian (por lo menos a mí).

Cuando Fernando López, jesuita, expresa con todo su cuerpo los principios estructurantes del universo (unidad – diversidad – relación) o las dimensiones necesarias de la misión en conjunto (inserción – itinerancia – institucionalidad), es su pasión lo que se muestra a borbotones, y él mismo y sus compañeros son el testimonio viviente desde hace 26 años de lo que él dice.

Porque ellos, siguiendo una intuición genial, navegan por toda la panamazonía de un lugar a otro. Conviven con la gente, se van a la chacra, escuchan, comparten y registran lo que descubren en cada comunidad. No se quedan mucho tiempo, pero su bagaje de conocimiento práctico de los pueblos indígenas y ribereños es inmenso. Esta dinámica exige una entereza, una valentía y una libertad evangélicas que me siempre me han asombrado.

El equipo está conformado por religiosos, laicos y sacerdotes, varones y mujeres, es decir, es una vida comunitaria totalmente “inter”. Y no es sencillo: requiere mucha honestidad, trabajarse uno mismo en sus vulnerabilidades, optimizar la comunicación, pedirse muchas veces perdón. Pero es un fogonazo de profecía. Los itinerantes hace años que ya experimentan, con todas las limitaciones, lo que todos estamos llamados a vivir: sumarnos en diversidad de carismas, instituciones, nacionalidades y pelajes.

Ya casi ninguna tribu eclesial puede disponer de un grupo de tres para hacerse cargo de un puesto misionero. Lo sabemos y en las solicitudes pedimos una hermana, un presbítero o laicos para formar parte de un equipo inter. Rai, Joaninha, Fernando, Arizete, Geni, Marita, Óscar… estos fenómenos han demostrado que es posible y son estrellas que nos marcan la ruta.

Como los grandes de verdad, los itinerantes son humildes. No hay en ellos aparato ni vedetismo, se respira naturalidad. Su conversación es abierta, a veces en portiñol; se mueven con medios modestos, duermen en hamaca, se las apañan para comer, padecen diarreas y malarias como el resto de los mortales y se manchan los pies con el barro del pueblo menudo y lindo; son sin duda dignos de él.

Tejen relaciones entre iglesias fronterizas, conectan cuencas, acompañan a nuevos misioneros, levantan datos geográficos, ubican a indígenas no contactados, activan proyectos, propician sinergias… El equipo itinerante es una fuerza de la sinodalidad amazónica, una potente inspiración en estos tiempos tan decisivos para esta misión. Los admiro y los quiero. Y me da roche salir con ellos en la foto; y más que me estimen y me valoren, porque no les llego ni a la suela de las sandalias marca hawaianas.

Feliz día del DOMUND.

sábado, 12 de octubre de 2024

EL OMBLIGO DE LA LUNA

 
Hay algo fuertemente inspirador en este lugar; único, especial, magnético, envuelto en energía y a la vez pletórico de quietud por una presencia conmovedora. Apenas llevaba en México 24 horas y sentía que en la Basílica de Guadalupe ya había visto todo lo que tenía que ver. Era una certeza a medias.

Impresiona encontrar allá a tanta gente. No importa la hora, si hay misa o no… siempre una multitud a los pies de la Morenita del Tepeyac*. Bajo el altar mayor hay una cinta mecánica como la de los aeropuertos, pero cortita, de manera que las personas pueden pararse y contemplar el cuadro de la Virgen, y es un continuo río humano que se desliza, la veneración endulzando la vista alzada.

La celebración por los 75 años de los Misioneros de Guadalupe reúne a muchos sacerdotes y varios obispos, y es muy solemne, litúrgicamente impecable, ágil, bien preparada y conducida. Después de la comunión mencionan a los invitados llegados del extranjero para la ocasión, y nos vamos poniendo de pie: no creo haber recibido jamás un aplauso tan numeroso. A la salida, algunos curas no podemos resistir la tentación de hacernos unas fotos piratas (nos habían prohibido antes de comenzar) con la Madre de las Américas a la espalda. Reíamos, o yo cerraba los ojos, por la regañina del sacristán...

Desde que pisé la iglesia, todo el rato pensaba en mi mamá. Ese espacio me conectaba intensamente con ella, el recuerdo de sus últimos días, el consuelo doloroso de poder acompañarla, el amor que te brota a borbotones. Resultaba extraño y emocionante, porque ella nunca en su vida estuvo en México, pero justo allí la encontraba de forma genuina.

Un rato más tarde, durante la cena, a una cuadra, en la sede de Obras Misionales, nos anunciaron que algunos de los participantes íbamos a tener el gran privilegio de subir al camarín y ver a Tonantzin** muy de cerca. Igual que en nuestra tierra extremeña, la Virgen se voltea, y por detrás del altar se la puede contemplar ahicito, a centímetros. Solo permiten dos veces al mes, en grupos reducidos y previa solicitud al cardenal. Ninguno de los misioneros de Guadalupe, todos ellos mexicanos, había tenido esa oportunidad jamás, y yo, en mi primer día en este país, iba a disfrutarla. No lo podía creer.

Los canónigos, guardianes de Nuestra Señora, cuidan con esmero este momento. A los que estábamos en la selecta lista nos fueron nombrando para hacernos pasar a una sala contigua. Allí nos dieron unas instrucciones: serían tres minutos en grupos de 8; se puede tocar pues hay una mica protectora, pero con delicadeza; se permiten fotos, pero con el compromiso de no subirlas a las redes. A continuación, el p. Víctor Torres nos ofreció una breve charla acerca de la simbología de la Guadalupana que nos preparó a vivir el instante y me ayudó muchísimo. Gracias.

La imagen está impresa en el ayate o tilma, una especie de capa habitual en los indígenas que usaba Juan Diego, hecha de fibra de maguey (cactus). Cuando estuve ante Ella, un poderoso silencio me embargó, sus ojos se posaban sobre mí. No tenía casi nada que decir, porque Ella conocía lo que hay en mi vida. Apoyé mi frente en su manto, toqué su rodilla caminante con mi anillo, y la mano fue a mi corazón. Todo lo vivido estaba ahí, pero supe que la Madre estará atenta al futuro. Como mi mamá en sus últimos días. Sentí una ternura honda y confiada.

Esos tres minutos abarcaron mis 10 años como misionero en Perú, en América; también comenzó ahí la celebración de mis 25 años de ordenación; y arrancó este tiempo de pausa, de paréntesis. Estaba ante María entero, pero cansado; no estoy quemado, no estoy extenuado o al límite, pero necesito un reposo apacible, lento, sereno. Un descanso profundo, consciente, que me permita pacificar cosas, reubicar otras, rearmarme con la templanza, bucear en las vetas de mi entusiasmo, disponerme para remar hacia aguas más profundas. Todo esto Ella lo veía, y sonreía.

La Virgen está de pie sobre la luna. En su túnica está grabada la flor de cuatro pétalos Nahui Ollin, máximo símbolo náhuatl que representa el sol que va a nacer, la presencia de Dios, la plenitud, el centro del mundo. La palabra “México” se traduce como “el ombligo de la luna”; este país, este lugar es el centro del mundo, y la Guadalupana es el ombligo de ese centro. El ombligo me mantuvo unido a mi mamá, y ahora la conexión vital es a través de Ella. Nahui Ollin estaba también bordada en mi estola, y es signo de “siempre en movimiento”, de cambio, hacia adelante.

Continúo bajo el impacto de ese instante. Sé que debo regresar a la Basílica, solo, antes de irme a España. Y… también tendré que volver a México, el ombligo de la luna, junto a ella.


* El cerro donde tuvo lugar la aparición de María a Juan Diego Cuauhtlatoatzin el 12 de diciembre de 1531. Significa "cima o nariz de la colina".

** “Nuestra madre” en náhuatl: diosa azteca de la fertilidad, la creación, el nacimiento y la maternidad; patrona de la vida y de la muerte.

sábado, 5 de octubre de 2024

CALORAZO

 
Escribo a las 2 de la madrugada porque no puedo dormir. Todo el día hizo un calor espantoso, y a esta hora el termómetro de mi cuarto marca unos aterradores 30 grados con un 70% de humedad, y mejor no mirar la tabla de sensación térmica para no agobiarse más y porque no hace falta: el ambiente es asfixiante y la noche muy larga.

Leo en Facebook que “hoy 2 de octubre se alcanzarán en Iquitos temperaturas entre 36 y 37 grados bajo sombra, con una sensación térmica de hasta 45 grados”, y doy fe: a las 6 de la mañana, con el sol apenas asomando, la impresión era amenazadoramente tórrida. Estás sudando al levantarte y así será durante toda la alegre jornada de verano amazónico.

Prendemos los ventiladores del techo (estamos de retiro para los misioneros del Vicariato, en la casa Kanatari) pero casi es por gusto. Las botellas de agua se empinan y las franelitas dan pasadas una y otra vez por las frentes sudorosas. El sol se eleva, implacable, y arrasa literalmente con todo, abrasando gente, motocarros, derritiendo el asfalto, burlándose de gorros o sombrillas. Es tremendo.

Noto cómo las gotas de sudor van resbalando por mis piernas, bajo mis pantalones. Es un bochorno pegajoso y persistente al que no te puedes enfrentar porque te rodea, te sancocha, se cuela por todas partes y te exprime lentamente. Hay que acordarse de beber, aunque no tengas sed, si no quieres deshidratarte. La ropa queda completamente embebida en sudor, hay que tenderla antes de meterla en la bolsa de ropa sucia.

Las horas de la siesta son particularmente sofocantes, aunque logré adormecerme un rato. Los techos de calamina crepitan y reverberan, multiplicando el ardor. Perseguiremos como yonquis una brizna de aire en movimiento, un rincón sombrío que nos alivie, el abanico momentáneamente paliativo. No hay cómo sobrellevar esta calorina.

Anochece y observo cómo la gente saca las sillas y butacas a la puerta de las casas buscando un poco de fresco, como en la mejor tradición de nuestros pueblos extremeños. Pero ni modo: el sofoco pertinaz anuncia una noche como la que estamos padeciendo. La cama quema, la almohada se empapa, el flujo del ventilador incomoda al chocar contra mi piel mojada… Al menos acá hay electricidad, ¿cómo deben estar los pobres de las comunidades?

Me levanto y casi puedo palpar en la oscuridad la atmósfera densa, tórrida y pesada. Bajo el flexo de la mesa, miro mis brazos perlados de sudor mientras tecleo, mis hombros están chorreantes, noto picores por el cuerpo, que protesta por este calorón impropio y desmesurado. Insoportable de veras.

Se me acaba la página y creo que iré a estirancarme a la mecedora, que es de tiras plásticas y deja correr un poco el aire por la espalda y los riñones, a ver si agarro un hilo de sueño antes de que amanezca. O tal vez me doy una ducha fresquita antes; ajá, eso mejor.


Nada. Ahora son las 4:45, casi la hora de levantarme. Sumando todas las mijinas de cabezada, no habré pegao la pestaña ni una hora, vaya nochecita. Pero yo tranquilo, sin renegar, aceptando la situación y descansando lo más posible. Voy a prepararme un café (no muy hirviente) y en marcha. O mucho me equivoco, o a este bruto calor seguirá un lluvión tropical más pronto que tarde. Qué bonita es la selva, con su clima peculiar, ¿no? Sí: la amo.

sábado, 28 de septiembre de 2024

10 AÑOS EN PERÚ


Increíble pero así es: el 29 de septiembre de 2014 aterricé en Lima, comenzaba mi gran viaje. Desde hace días vivo impresionado por la rotundidad y la contundencia de esta fecha. El tiempo ha transcurrido veloz, y a la vez me parece que ha pasado un siglo en lugar de una década.

“Una vida dentro de la vida”, escribí una madrugada como esta, rodeado de maletas justo antes de embarcar. No sabía bien hasta qué punto esas palabras iban a ser verdaderas. Han ocurrido tantas cosas, tantísimas… este silencio es pletórico de recuerdos y experiencias, habitado por un mosaico inmenso de rostros, el escozor de algunas cicatrices y la resonancia de muchas sonrisas.

Sin embargo, casi nada se ha realizado de la manera en que lo imaginé. Fui enviado a la diócesis de Chachapoyas pero pronto conocí la Amazonía y, en un seísmo interior de sorpresa y convicción, supe que este era mi destino, lo que Dios realmente quería para mí. Estoy donde debo y elijo, y eso me otorga alegría.

Nunca he estado solo, como también intuía en aquel momento. Mi familia, mis amigos, las personas que quiero, me han acompañado siempre. Incluso mi mamá ahora es parte de las presencias benéficas de la selva, y late acá como inspiración y como fuerza, dentro de mí.

He intentado amar y ser amado, a veces torpemente, pero he recibido muchas satisfacciones. Creo que en los lugares donde he servido (Mendoza, Islandia, Indiana) me han apreciado, y he encontrado amigos del alma con quienes compartir, llorar y festejar. Con algunos de ellos celebraré este aniversario.

Vine “a ofrecer mi corazón”, como dice la canción de Fito Páez. No a trabajar, no a estar, no a pasar de refilón; sino a entregarlo todo, sin guardarme ninguna carta, “sin diseños ni intentos”, toditos los nombres escritos en la frente, y esta realidad completa, transida de injusticia, miseria, lucha y esperanza dentro de mis ojos. Una navegación a puro remo.

Por eso la felicidad está entretejida con el cansancio. Doy las gracias por tanto, y me siento agotado. Las dos cosas. Necesito una pausa, alejarme un poco, tomar perspectiva, sosegarme. Cuidarme y también cuidar a mi papá; por eso los próximos tres meses los pasaré en España con los míos.

Es hora de balances, de reconocer desaciertos y de agradecer, pero también de mirar adelante. Porque el Señor es el Dios del futuro. Pronto terminará este servicio que me encomendaron, realmente no sé qué será después, dónde estaré, qué haré… no lo visualizo.

Como hace diez años, la neblina del río da un poco de miedo. Pero la invitación es inequívoca: seguir remando hacia aguas más profundas (Lc 5, 4). Diosito que te pide más y te da más. Intentaré ser lo que Él quiere que yo sea, y para ello mi plegaria, como entonces: dame una buena ración de amor y de gracia, "que eso me basta" (EE 234).

sábado, 21 de septiembre de 2024

DE UNA TRIPLE FRONTERA A OTRA


En menos de 24 horas. O en apenas dos días, sumando todos los desplazamientos colaterales. Eso fue lo que nos tocó hacer para lograr salir de Soplín Vargas y llegar a los compromisos que teníamos fijados. Unos 750 km de un costado a otro del Perú. Una barbaridad. “Esta historia la tenés que contar, ché”, me dijo Vero. Pues acá va.

Hay que mirar el mapita de arriba para comprender. Estamos en Soplín, en el río Putumayo, frontera con Colombia. Llevamos varados una semana por un error de la agencia; parece que esta vez sí, este miércoles podremos tomar la hidroavioneta y regresar a Iquitos. Pues no: el martes nos llaman: “Padre, recojan sus cosas que se marchan ya”. “¿Pero no es mañana???”.

Resulta que no hay hidroavión con patines, sino avioneta con llantas, pero en Soplín no hay pista, así que hay que surcar el Putumayo en bote hasta un campo militar llamado Gueppí, ya frente al Ecuador. “Y no se puede hacer el mismo día del vuelo porque se corre el riesgo de llegar tarde, y peor con el río seco porque hay que dar más vueltas, y los militares no esperan, padrecito”. Así fue como tres minutos de apacible bajada al río para subir al avión se convirtieron en siete horas de navegación en bote de madera con asientos sin respaldo y pagando 80 soles. Lo tomas o lo dejas.

Ni siquiera sabíamos dónde íbamos a dormir, ni a qué hora estaba programado el vuelo al otro día. Nomás cerramos las mochilas a todo trapo y salimos corriendo, casi no nos alcanzó a despedirnos bonito. Bien pertrechados en la paciencia misionera y loretana, arribamos al atardecer a un lugar llamado tres Fronteras, un pueblito a 5 km de la base del ejército; es el enclave peruano en esa triple frontera Colombia-Ecuador-Perú. Se puede ver en el cartel de la foto que la distancia recorrida había sido de 102 km.


Por suerte sí había hospedaje, y ahí nos abalanzamos los pasajeros. Los cuartos no estaban preparados, de modo que nos los fueron adjudicando mientras esperábamos a que tendieran las camas. Había individuales y dobles. La chica me preguntó, al verme con Vero:
- ¿Ustedes son pareja?
- Sí.
- ¿Duermen en la misma cama?
- No.
 
Había también mosquiteros, luz eléctrica con generador, cena y desayuno por encargo… las instalaciones eran aceptables y la encargada simpática. Incluso dando una vuelta hallamos por ahí conexión a internet y pudimos dar señales de vida, ¿qué más podríamos pedir? Con el cansancio del día, yo estaba amortizado y me dormí a las 8:30; un rato más tarde avisaron de que el vuelo despegaría de Iquitos al día siguiente a las 10 de la mañana.

Cuando salió el sol, todo el mundo estaba muy tranquilo. Vero me informó de la hora y empecé a calcular que no llegaríamos a Iquitos hasta las 3 de la tarde, casi sin tiempo para nada más que para irnos de frente al ferry… Pero al momento alguien pasó la voz de que la avioneta iba a salir no a las 10 sino a las 7:40: de nuevo el apuro, empacar al toque, tomar desayuno como los pavos y vuelta al río.

No permiten a los pasajeros ingresar en el campamento militar, sino que a 15 minutos te desembarcan en un barro por el que tienes que caminar con tus bultos hasta acceder a la pista. Menos mal que no había llovido… Una vez en el sitio, aplastados por el sol, vienen los habituales rituales del documento, te nombran, cargan las maletas y esta vez nos hicieron colocarnos mascarilla porque había un brote de meningitis meningocócica en Estrecho. Fue un horroroso flashback para completar el cuadro.

Realmente fue rápido, el avión estuvo allí solamente media hora, así que al mediodía ya estábamos en la casa de Punchana. Qué alivio, tenemos un rato sosegado hasta las 4 de la tarde para ducha, recorte de barba, rehacer el equipaje, descansar… Pero ni modo: a las 2 me llaman urgentemente para que nos vayamos ya al ferry, porque con la sequía no entra en su puerto sino a la salida del puente Nanay, y va a zarpar antes. Ooootra vez a preparar la mochila a toda velocidad y salir zumbando, ni siesta ni nada.

Al menos dio para hacer unos sándwiches. A las 5 de la tarde el barco inició la bajada del Amazonas, logramos dormir bastante, Verónica se quedó en Caballo Cocha a las seis de la mañana y yo alcancé la triple frontera Brasil-Colombia-Perú sobre las ocho, 46 horas después de decir adiós a Soplín Vargas. De un rincón a otro del Perú en un viaje alucinante, peligroso, atropellado, incierto, agotador y un poco loco, la verdad.

domingo, 15 de septiembre de 2024

LA VIRGEN RIBEREÑA

 
Este 12 de septiembre no he podido acudir a la cita con la Virgen del Valle de Valencia del Ventoso. En los últimos 20 años habrá ocurrido esto unas cuatro veces como máximo, así que he extrañado mucho la fiesta de mi querido pueblo. Me ha aliviado participar en la festividad de Nuestra Señora de la Natividad, patrona de Tamshiyacu, a dos horas río Amazonas arriba. Una linda experiencia, tan distinta y tan paralela.

Esta localidad tiene unos 140 años de fundación, y en su origen están los borjeños, habitantes de la región San Martín que vinieron emigrantes a establecerse en esta orilla fértil. Ellos, devotos de María, trajeron la imagen de la Virgen de la Natividad, que desde entonces es venerada.

Acá la fiesta del distrito, la conmemoración de su instauración, coincide con la fiesta patronal; en muchos otros lugares está duplicada y la parte religiosa va perdiendo fuerza con el paso del tiempo. Pero en Tamshiyacu, los dos argumentos están fusionados a pesar de que hay otras iglesias y confesiones (evangélicas, etc.). La Virgen está en la entraña de este pueblo, es su historia, su carácter y su identidad. Como en Valencia.

El festejo se extiende una semana completa de actividades muy variadas: feria agropecuaria y artesanal, elección de miss, concursos varios (de canoa a remo, de danza, canto, dibujo…), cuñushqueada y poncheteada (toma de masato y ponche), carrera de motos, baño en la collpa, desfile, ginkana, verbena, show infantil y de adultos, baile… De todo un poco.

El Paseo Amazónico es ya tradicional y se celebra el 6 de septiembre. Se sale de la iglesia con la imagen de María a la caída de la tarde. El anda camina hacia el puerto envuelta en una música suave de flauta, tambor y violín, y del silencio respetuoso de los fieles. Ese es un momento muy hermoso. Aguarda un bote grande, dispuesto para acoger a la Virgen, con focos de colores y parlantes.

La concurrencia, numerosa, se acomoda en esa embarcación, arropando a la Patrona; y cuando ya está llena, hay otras canoas y hasta un ponguero grande, una especie de autobús fluvial. Comenzamos a surcar hasta la boca del Tahuayo. Don Grimaldo en la popa, dirigiendo todo, e Ysaías de proero. Vamos cantando y rezando el rosario, aunque a la megafonía le cuesta remontar el ruido del motor.

Es una travesía muy apacible. Entre medias hay alguna conversa, risas, descubrimos que esta chalupa se usa habitualmente para transportar arena porque estamos manchados, diostesalvemariallenaeresdegracia, y se ha hecho de noche. Las bombillas están prendidas, miss Tamshiyacu va con su corona junto al padre Juan. No hay banda de música como en Valencia, la calle mayor es el lecho del río y como estandarte miramos la luna que asoma. Pero todo concuerda.

Llegamos al punto de retorno y los motores se detienen porque vamos a emprender la bajada a bubui, es decir, como nos lleve la corriente. Ahora la calma embellece las voces y las melodías. María de la Natividad es ribereña, es indígena, es amazónica, es la mujer que navega junto a sus hijos, que vive en medio de su gente, una como nosotros, una madre a quien parecerse y a quien confiarse.

Al día siguiente hay misa en el escenario de la plaza, y me sorprende lo bien que resulta, la atención, la acogida. Justo después se arma la velada, la danza espiritual, la expresión corporal del fervor, el cariño piadoso del pueblo menudo de la selva hacia la Virgen. Por supuesto que salgo a danzar con mi pañuelo, sudo a chorros, intento mover mi cadera y mis hombros y no me sale, pero me siento relajado y feliz.

Los adolescentes del grupo juvenil quieren que Gris y yo los llevemos a la cama elástica con las bolas gigantes. Mientras brincan, patean y lanzan carcajadas, pienso que son lo más parecido a los hijos después de sobrinos y ahijados. Y ahí siento que la fe que he visto acá trasciende las geografías y las culturas, porque se mama en el amor de la madre y se moldea en el amor a la madre. Son los amores más puros, preciosos y eternos.



martes, 10 de septiembre de 2024

TENGO OTRA HIJA

 
Se llama Ilse del Pilar, casi como mi sobrina y mi abuela. Cuando su mamá, Nimia del Pilar, me pidió que fuera su padrino, sentí algo conocido que despertaba dentro de mí después de un letargo: una combinación de orgullo y responsabilidad, un estremecimiento de dicha que pelea por superar el pudor de aflorar. Retrocedí siete años atrás…

… a aquel instante de ternura vivido con Esperanza, mi hija. Ya lo conté acá, y al releerlo tiemblo de pura emoción. Solo días después de aquella mañana de enero me vine a la Amazonía, y pocos meses más tarde Esperanza fue adoptada y se la llevaron de Mendoza. Indagué, pregunté, llegué incluso hasta la Superintendencia Nacional de Adopciones en Lima vestido con clergyman (por si así me hacían más caso), pero por más que insistí me dijeron simplemente que ella estaba bien, en una familia estable, que no me preocupara, pero sin darme más datos de su paradero porque la ley lo impide.

Hace ya tiempo que desistí de intentar encontrarla. Saber que tiene unos padres que la crían con amor me da alegría, y ayuda a paliar la nostalgia de abrazarla. Quiero pensar que, ahora que va siendo más grande (debe tener unos 9 o 10 años), le hablarán alguna vez de sus padrinos, e incluso podrá ver fotos de su vida en la Casa Hogar, y de su bautismo. No lo sé. Sí estoy seguro de que la sigo queriendo inmensamente y que, donde sea que se halle, siempre será mi hija, y si me necesita, estaré para ella.

Regresemos a 2023. Sin esperarlo, Pilar se quedó embarazada. Todos en la ODEC (Oficina Diocesana de Educación Católica) y muchos en el Vicariato nos ilusionamos por esta yapa de felicidad que Diosito le quería regalar a ella y a nosotros. El final de la gestación y el parto no fueron nada fáciles, pero estuvo siempre muy arropada por Gerty, su pareja, que se comportó como un padrazo (envergadura tiene, desde luego), y toda esta familia de San José del Amazonas.

Ilse nació justo el día en que la Infanta Leonor de España cumplió la mayoría de edad, así que su chapa fue “la princesa”. No nos podíamos creer cómo esa bebe tan blanca había podido salir de una mamá tan negra y tan chica, y hasta hoy la fastidiamos con que alguien se la debió de cambiar en el hospital. La niña me sonrió la primera vez que la vi, y ya me enamoró de manera irremediable, como la selva.

Porque ese es su carácter, alegre y desenvuelto. Cuando se la ve medio cancamurriosa o reclamona es porque está malita. Come con apetito todo lo que se le ofrece, a pesar de que apenas le asoman unas cuatro diminutas ferocidades, en lenguaje de “Las nanas de la cebolla”. A menudo su mamá tiene que llevársela a la oficina y allá se convierte en el juguete de todos, y todo lo que pilla a mano, en su juguete; peligrando sillas, libros, la computadora, documentos varios y el pisapapeles de cristal.

Se acercaba el día de bautizarla. Y lo hice yo, aunque esta vez materialmente no le “eché el agua” (el ministro del sacramento fue nuestro obispo Javier), la bauticé porque soy su padrino. En el momento de contestar a las preguntas me pasé al lado del público, y después la marcó su madrina Siomara y yo le coloqué el paño blanco. El photocall completo la sostuve en mis brazos con mucha satisfacción y sosiego, como se puede apreciar.

A continuación, la fiesta. La prepararon los papás, yo intervine apenas con algunas sugerencias, y elegí el modelo de torta; pero era nuestra fiesta, y la viví como anfitrión generoso. Hubo un grupo de animación con un payaso, tuve que salir dos veces a hacer gracias, me pusieron un sombrero de mariachi, bailé con mi habitual destreza y me dieron como premios un peine (no se sabe muy bien para qué) y dos espejos de mano. Se sirvió arroz con pollo, apareció un ponche delicioso pero peligrosito, había varios maestros de ODEC y de nuestros colegios, nos reímos…

La música paró a una hora prudencial, los invitados se iban despidiendo de nosotros educadamente y se quedó la gente más íntima conversando, mientras los de la empresa iban desarmando el decorado y retirando las sillas. Al final los papás de Ilse y yo, los tres solos ya, recogimos los últimos cachivaches, nos felicitamos y dimos por terminado el evento con el corazón dulce.

Antes, en la homilía de la misa, traté de expresar cómo estos últimos meses, tan desolados, estoy sin embargo apreciando de manera nueva la dimensión de la entrega de los padres hacia sus hijos. El dolor que cargo, aunque es profundo, no supera al agradecimiento. Tener ahora a Ilse es una invitación a reproducir de alguna manera esa experiencia de amor singular, porque los sobrinos y los ahijados son lo más parecido a los hijos biológicos.

Dios me ha dado alguien a quien cuidar, por quien velar siempre, y lo haré como digno hijo de mi madre. El flujo de la vida continúa maravillosamente. Ilse hija, no te defraudaré. Siempre podrás contar con tu padrino; junto con tus papás, remaremos para que tu vida sea plena y feliz.

jueves, 5 de septiembre de 2024

EPOPEYA PARA LLEGAR A YANASHI


En la entrada anterior mencionaba que había viajado a Yanashi y había encontrado la grata sorpresa de una reunión zonal de jóvenes. Me queda contar la aventura de esa travesía, tremenda para mí, pero cotidiana para la gente de allá y para muchos habitantes de la Amazonía, que sufren los estragos lacerantes del cambio climático.

Yanashi no está en el Amazonas grande, sino en una quebrada, es decir, un afluente. He visto fotos de cuando el río se desbordaba y el agua llegaba hasta la puerta de la iglesia. Había que ir a misa y al colegio en canoa, y eso era para la vecindad tan fácil como comerse un colín porque ocurría cada temporada de creciente. Pero ahora hace dos o tres años que no sucede.

Por el contrario, el nivel del río desciende tanto, que el caño en cuya orilla está Yanashi prácticamente se seca del todo. Emergen inmensos bajiales donde se cultiva maíz, sandía, frejol, y sobre todo, arroz. Ese barro es mucho más rico en nutrientes que el suelo de la tierra firme, y todo el mundo cosecha con alegría algunas toneladas de arroz, el alimento base. Esa es la cara amable del asunto.

El reverso tiene muchas aristas desagradables. Excepto las pequeñas canoas, ninguna embarcación puede ya entrar hasta Yanashi. Las lanchas de carga no llegan, las movilidades de pasajeros tampoco. Los atracaderos hábiles se han ido alejando de la población durante el último mes y medio, a medida que la merma se hacía más severa. Ahora, con el agua en cota crítica, no queda más remedio que encostar en la ribera misma del Amazonas.

¿Cómo transportar abarrotes y artículos de primera necesidad hasta Yanashi? ¿Y las personas? Por el momento queda un hilo de agua. Mi ponguero llegó a la boca de la quebrada después de varias vueltas y siete horas de navegación desde Iquitos. Allá esperaba un bote metálico, grandecito pero más ligero que los de madera; ocho pasajeros nos brincamos a él, en total éramos diez más la carga. Enfilamos la surcada atravesando con miedo silencioso la fuerte corriente del final del caño, justo cuando vierte al río grande.

Una vez dentro y quebrada arriba, empieza la odisea. El agua alcanza apenas medio metro, y enseguida la canoa empieza a varar, es decir, su quilla topa contra el fondo y se arrastra a duras penas. Hay dos hombres en la proa que intentan mostrar los rumbos más profundos, tentando con una estaca larga, metiendo el remo, pero ni modo: a cada momento tienen que bajarse y empujar.

Uno de ellos se queda en el agua, agarra la soga de amarre y jala del bote como si fuera un caballo; parece que sale, el hombre sube, el motor acelera, avanza unos metros, pero de nuevo se queda enganchado; se apean los dos, empujan… y vuelta a empezar. Es un esfuerzo físico tremendo, están empapados por igual de la remojada y del sudor.

Hay un momento en que no pueden; entonces colocan transversalmente bajo el casco un palo grueso (que ahora comprendo por qué lo llevamos), y yo me acuerdo de los esclavos egipcios haciendo rodar sobre troncos las enormes piedras para edificar las pirámides. Hacen falta ya más manos, de modo que me descalzo, me remango el pantalón hasta las rodillas y al agua. Empujamos con todas nuestras fuerzas hasta que desatascamos el bote.

Así durante más de hora y media. Hay un momento en que, cuando voy a saltar de nuevo, escucho un grito: “¡Padre, no!”. Miro extrañado: “¡Es barro, te vas a hundir!”. Ahí aprendo que, sobre el fondo de arena fina, la canoa desliza mejor, pero cuando es puro lodo cuesta mucho más hacerla avanzar, y es más peligroso pararse en el agua. Me dicen que, días atrás, un profesor quedo clavado en esa greda hasta las axilas y sacarlo fue como descorchar una botella rebelde.

Hasta que llegamos a Yanashi. Y eso no es nada comparado con el regreso: el ponguero zarpa a las 4 de la mañana, así que el trayecto de vuelta quebrada abajo ¡se hace en la oscuridad de la noche profunda! Tocó botarse varias veces al río a empujar bajo la luz de los focos. Yo estaba preocupado por los bichos que puede haber en el agua, por el barro pegajoso, y por mojarme y luego no poder secarme por el aire del ponguero, y resfriarme. Pero no pasó nada grave, solo algún resbalón incluido en el contrato.

Dentro de poco ese hilo de agua se va a secar del todo. Cuando eso suceda, los habitantes de Yanashi tendrán que caminar ¡12 kilómetros! hasta el río grande; ya han comenzado a abrir la trocha en mitad de la selva. Es increíble lo que sufre este pueblo, y otros muchos, para poder acceder al agua, a los alimentos, a los bienes y servicios más básicos. Lo más triste es que cada año es peor, llueve menos, hasta el punto que temen que el acceso se cierre completa y definitivamente. ¿Qué ocurrirá entonces?

viernes, 30 de agosto de 2024

LAS HORAS MÁS LINDAS


Ya había distinguido a Asunciona en medio del público de la misa del domingo, en parte porque había llegado un poco tarde, en parte por su aspecto: el cuerpo menudo, de tez oscura, flaco y retorcido como una viña vieja, apoyado en algo que recordaba a un palo de escoba como bastón.

Aquel domingo era la jornada mundial de los abuelos y mayores, y me sorprendió que en Orellana la habían preparado con esmero. Ellos trabajan en la pastoral de la salud y los discapacitados, visitando a las personas enfermas y vulnerables en sus casas, preocupándose, gestionando ayudas para medicamentos, sillas de ruedas, etc. “Ellos” son el equipo parroquial, formado enteramente por laicos locales, la mayoría mujeres, como ya he contado en otras ocasiones.

De modo que en la misa hablamos del cuidado a los ancianos. La iglesia estaba casi llena, el tejado con goteras (estamos viendo quién puede ayudar económicamente para repararlo) pero los corazones sin fisuras. Al concluir la celebración, pasamos al ambiente del costado - un humilde piso de cemento techado – porque había almuerzo general. Ignoro cómo lo hace esta gente tan humilde, pero logran invitar a arroz con pollo a todito el mundo.

No sé cuántas veces me agradecieron mi presencia en los incontables discursos que hubo. Y yo no hice nada, solo una visita de dos días con apenas una reunión, y la impresión de que debería acompañar a este puesto mucho mejor. Llegar a los lugares donde no tenemos misioneros es una alegría y un aprendizaje: la contemplación de lo que son capaces de hacer solos y de su estilo; los brotes incipientes de esta iglesia con rasgos genuinamente amazónicos.


Se armó una espontánea sobremesa. Algunos abuelos salieron a contar chistes e historias, los más aventados a cantar, la música sonó y eso pedía baile. Inevitablemente me sacaron y me tuve que marcar unas cumbias y unas anacondas porque los pasodobles no se estilan por estos andurriales. Una señora me agarraba y decía: “qué tal, yo bailando con un gringo”. Y yo simplemente me dejaba llevar y me reía.

Damos un salto de tres semanas y ahora estoy en Yanashi, donde este año tampoco hay sacerdotes o religiosas, pero donde los laicos tienen iniciativa y competencia para organizar un encuentro de jóvenes de tres comunidades con lo que ello implica: traslado en bote por el río mermado, alimentación, hospedaje, formación…. Es la noche del sábado y también hay baile, claro, y aunque estoy cansado del largo viaje no puedo rehusar participar.

Esa coreografía –“Matador”- realmente casi me mata, pero valió la pena por ver sus caras de felicidad al verme brincar con ellos. No puedo poner en pie la cantidad de bienvenidas, aplausos y expresiones de gratitud que me brindaron por simplemente estar allí. Al final de la misa del domingo quisieron hacerse tantas fotos conmigo (una de ellas, arriba) que algunas personas me preguntaron si es que me estaba despidiendo y me regresaba a mi país, jaja.

Pero volvamos solamente atrás, de nuevo a Orellana. Nos están sirviendo los platos de comida y la señora Asunciona se ha sentado a mi lado, sus manos como los “manojos de sarmientos” del Buscón de Quevedo. Le pregunto cuántos hijos tiene, me cuenta algunas cosas de su vida, tratamos de conversar por encima del ruido del parlante. “- ¿Y su esposo, está acá?”. “- No sé, yo no sabía nada de esto, pasaba por la calle, me han invitado a la misa y he venido nomás”. Me río, y en ese momento suena esta canción:

Las horas más lindas
las paso contigo, sí.
No quiero ni pensar
si un día me faltas tú,
no quiero ni pensarlo amor

Pídeme la vida y te demostraré
cuánto yo te quise y cuánto te amaré.
Tú fuiste y has sido para mí el amor,
regalo más lindo que me ha dado Dios.

Me brotan las lágrimas. También yo me he topado, sin saber, con esta reunión de abuelitos; y lo mismo con los jóvenes en Yanashi. Siento que estoy justo donde debo estar, en mi lugar, con esta gente. Nomás participando, dejándome llevar, siendo yo mismo; y soy querido. Son las horas más lindas; pero me faltas tú…



sábado, 24 de agosto de 2024

VARADOS EN SOPLÍN VARGAS


Solo hay una manera de llegar acá: en hidroavioneta. Bueno, también por el río, en lancha, navegando Amazonas abajo hasta entrar en Brasil, alcanzar la boca del Putumayo y remontarlo unos mil kilómetros; seguramente más de un mes de viaje. Es mejor la primera opción, pero tiene sus riesgos porque solo hay vuelos una vez a la semana.

Y uno de los peligros, posibles accidentes aéreos aparte, es que suceda algo que impida volar. Como por ejemplo un error de la agencia, y esto es lo que nos ha pasado a Verónica y a mí: cuando vamos a comprobar la lista de pasajeros para el regreso a Iquitos, no aparecemos en ella. A pesar de que los boletos fueron separados y pagados con un mes de anticipación, y tras mil reclamaciones por teléfono, nada se pudo hacer: avión lleno, no hay cupos.

Nos vemos obligados a quedarnos en Soplín una semana entera: del 21 al 28 de agosto, que esperemos que sí sea posible y cruzamos los dedos. Siete días atascados, ni más ni menos. A principio no te lo puedes creer, piensas que habrá una solución, como por ejemplo ir por el río hasta Estrecho y buscar un vuelo desde allí, que son diarios; pero cuando me dijeron que “la línea” colombiana también estaba completa, se me cayó el alma a los pies.

A continuación te angustias un poco (unos diez minutos), y después simplemente lo vas aceptando con calma. Me puse a cancelar los compromisos que tenía a partir del 22: la jornada de confraternidad de los colegios en convenio y ODECs, visita a Pebas, pasada por Caballo Cocha, encuentro de los misioneros de la triple frontera… Viajes encadenados que caen como castillo de naipes cuando ocurre un incidente como este.

Confieso que, si hubiera sido hace diez años, me habría agarrado un colerón del quince. Pero la misión te enseña que las programaciones están todas prendidas con alfileres hasta que no se materializan. Me gusta hacer planes, es propio de mi personalidad y necesario en mi vida repleta de visitas y reuniones, pero asumo deportivamente que los imprevistos, percances, retrasos y cambios están en el contrato, y más en una realidad tan fluida como la selva.

Y desde este extremo del Putumayo estoy escribiendo. Estamos acá cuatro misioneros: Jimmy y Pablo, el equipo actual, y los visitantes Vero y yo. Hemos quedado varados y “por algo será”, como dice la gente, con esa intuición sencilla de la providencia divina: algún propósito tendrá Diosito con esto, y una mirada amable a estos días me deja descifrarlo con naturalidad.

Por una parte, me estoy reencontrando con el placer de ser amo de casa: hay que limpiar, cocinar, ir a la compra, lavar los platos, sacar la basura, hacer la colada. Como en mis Valles, y cuánto extraño esa normalidad que me iguala con los vecinos y me hace sentirme uno de tantos. Además, las labores cotidianas las hacemos juntos, porque se ha armado una comunidad, aunque sea circunstancial.

De pronto disponemos de tranquilidad y espacios para conversar, escucharnos, conocernos más. Se revela algún nudo humano y misionero que era preciso afrontar, diálogos necesarios que no se hubieran dado si el programa se hubiera cumplido. La oración de la mañana es un compartir; la eucaristía, una verdad sobre la misma mesa del almuerzo.

Como no hay electricidad hasta la noche y el internet está conectado a una batería del panel solar que está medio chueca, se puede disfrutar de la lentitud y el silencio; leer, meditar, orar, también escribir y hacer algunas llamadas pendientes. Acompañan los pájaros, risas lejanas de niños jugando, un motor frente al puerto, el rumor del viento que anuncia la lluvia. El gozo de no hacer nada.

Las personas que se acercan a la casa se sorprenden cuando les decimos que hemos tenido que quedarnos, pero sonríen. Los jóvenes gritaron “¡¡¿De verdad????!!” con una cara de felicidad que compensa todos los estropicios de la agenda. Vaya, parece que nuestra presencia es apreciada, qué lindo.

Hay otros detalles y aspectos de Misión Putumayo que podemos descubrir gracias a esta inopinada prórroga. Y sobre todo, rostros. Lo cuento en próximas entradas, que se me acaba la hoja y me voy a preparar el desayuno.