En menos de 24 horas. O en apenas dos días, sumando todos
los desplazamientos colaterales. Eso fue lo que nos tocó hacer para lograr
salir de Soplín Vargas y llegar a los compromisos que teníamos fijados. Unos
750 km de un costado a otro del Perú. Una barbaridad. “Esta historia la
tenés que contar, ché”, me dijo Vero. Pues acá va.
Hay que mirar el mapita de arriba para comprender. Estamos
en Soplín, en el río Putumayo, frontera con Colombia. Llevamos varados una
semana por un error de la agencia; parece que esta vez sí, este miércoles
podremos tomar la hidroavioneta y regresar a Iquitos. Pues no: el martes nos
llaman: “Padre, recojan sus cosas que se marchan ya”. “¿Pero no es
mañana???”.
Resulta que no hay hidroavión con patines, sino avioneta con
llantas, pero en Soplín no hay pista, así que hay que surcar el Putumayo en
bote hasta un campo militar llamado Gueppí, ya frente al Ecuador. “Y no se
puede hacer el mismo día del vuelo porque se corre el riesgo de llegar tarde, y
peor con el río seco porque hay que dar más vueltas, y los militares no
esperan, padrecito”. Así fue como tres minutos de apacible bajada al río
para subir al avión se convirtieron en siete horas de navegación en bote de
madera con asientos sin respaldo y pagando 80 soles. Lo tomas o lo dejas.
Ni siquiera sabíamos dónde íbamos a dormir, ni a qué hora
estaba programado el vuelo al otro día. Nomás cerramos las mochilas a todo
trapo y salimos corriendo, casi no nos alcanzó a despedirnos bonito. Bien
pertrechados en la paciencia misionera y loretana, arribamos al atardecer a un
lugar llamado tres Fronteras, un pueblito a 5 km de la base del ejército;
es el enclave peruano en esa triple frontera Colombia-Ecuador-Perú. Se puede
ver en el cartel de la foto que la distancia recorrida había sido de 102 km.
Por suerte sí había hospedaje, y ahí nos abalanzamos los
pasajeros. Los cuartos no estaban preparados, de modo que nos los fueron
adjudicando mientras esperábamos a que tendieran las camas. Había individuales
y dobles. La chica me preguntó, al verme con Vero:
- ¿Ustedes son pareja?
- Sí.
- ¿Duermen en la misma cama?
- No.
Había también mosquiteros, luz eléctrica con generador, cena
y desayuno por encargo… las instalaciones eran aceptables y la encargada
simpática. Incluso dando una vuelta hallamos por ahí conexión a internet y
pudimos dar señales de vida, ¿qué más podríamos pedir? Con el cansancio
del día, yo estaba amortizado y me dormí a las 8:30; un rato más tarde
avisaron de que el vuelo despegaría de Iquitos al día siguiente a las 10 de la
mañana.
- Sí.
- ¿Duermen en la misma cama?
- No.
Cuando salió el sol, todo el mundo estaba muy tranquilo.
Vero me informó de la hora y empecé a calcular que no llegaríamos a Iquitos
hasta las 3 de la tarde, casi sin tiempo para nada más que para irnos de frente
al ferry… Pero al momento alguien pasó la voz de que la avioneta iba a salir
no a las 10 sino a las 7:40: de nuevo el apuro, empacar al toque, tomar
desayuno como los pavos y vuelta al río.
No permiten a los pasajeros ingresar en el campamento
militar, sino que a 15 minutos te desembarcan en un barro por el que tienes que
caminar con tus bultos hasta acceder a la pista. Menos mal que no había
llovido… Una vez en el sitio, aplastados por el sol, vienen los habituales
rituales del documento, te nombran, cargan las maletas y esta vez nos hicieron
colocarnos mascarilla porque había un brote de meningitis meningocócica en Estrecho.
Fue un horroroso flashback para completar el cuadro.
Realmente fue rápido, el avión estuvo allí solamente media
hora, así que al mediodía ya estábamos en la casa de Punchana. Qué alivio,
tenemos un rato sosegado hasta las 4 de la tarde para ducha, recorte de barba, rehacer
el equipaje, descansar… Pero ni modo: a las 2 me llaman urgentemente para que
nos vayamos ya al ferry, porque con la sequía no entra en su puerto sino a la
salida del puente Nanay, y va a zarpar antes. Ooootra vez a preparar la
mochila a toda velocidad y salir zumbando, ni siesta ni nada.
Al menos dio para hacer unos sándwiches. A las 5 de la tarde
el barco inició la bajada del Amazonas, logramos dormir bastante, Verónica se
quedó en Caballo Cocha a las seis de la mañana y yo alcancé la triple
frontera Brasil-Colombia-Perú sobre las ocho, 46 horas después de decir adiós a
Soplín Vargas. De un rincón a otro del Perú en un viaje alucinante,
peligroso, atropellado, incierto, agotador y un poco loco, la verdad.
Gracias estimado César por tu labor, Dios te bendiga siempre
ResponderEliminarCesar salud y ánimo Un abrazo
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