En la entrada anterior mencionaba que había viajado a Yanashi y había encontrado la grata sorpresa de una reunión zonal de jóvenes. Me queda contar la aventura de esa travesía, tremenda para mí, pero cotidiana para la gente de allá y para muchos habitantes de la Amazonía, que sufren los estragos lacerantes del cambio climático.
Yanashi no está en el Amazonas grande, sino en una
quebrada, es decir, un afluente. He visto fotos de cuando el río se desbordaba
y el agua llegaba hasta la puerta de la iglesia. Había que ir a misa y al
colegio en canoa, y eso era para la vecindad tan fácil como comerse un
colín porque ocurría cada temporada de creciente. Pero ahora hace dos o tres
años que no sucede.
Por el contrario, el nivel del río desciende tanto, que el
caño en cuya orilla está Yanashi prácticamente se seca del todo. Emergen
inmensos bajiales donde se cultiva maíz, sandía, frejol, y sobre todo, arroz.
Ese barro es mucho más rico en nutrientes que el suelo de la tierra firme, y
todo el mundo cosecha con alegría algunas toneladas de arroz, el alimento base.
Esa es la cara amable del asunto.
El reverso tiene muchas aristas desagradables. Excepto
las pequeñas canoas, ninguna embarcación puede ya entrar hasta Yanashi. Las
lanchas de carga no llegan, las movilidades de pasajeros tampoco. Los
atracaderos hábiles se han ido alejando de la población durante el último mes y
medio, a medida que la merma se hacía más severa. Ahora, con el agua en cota crítica,
no queda más remedio que encostar en la ribera misma del Amazonas.
¿Cómo transportar abarrotes y artículos de primera necesidad
hasta Yanashi? ¿Y las personas? Por el momento queda un hilo de agua. Mi
ponguero llegó a la boca de la quebrada después de varias vueltas y siete horas
de navegación desde Iquitos. Allá esperaba un bote metálico, grandecito pero
más ligero que los de madera; ocho pasajeros nos brincamos a él, en total
éramos diez más la carga. Enfilamos la surcada atravesando con miedo
silencioso la fuerte corriente del final del caño, justo cuando vierte al río
grande.
Una vez dentro y quebrada arriba, empieza la odisea. El agua
alcanza apenas medio metro, y enseguida la canoa empieza a varar, es
decir, su quilla topa contra el fondo y se arrastra a duras penas. Hay dos
hombres en la proa que intentan mostrar los rumbos más profundos, tentando con
una estaca larga, metiendo el remo, pero ni modo: a cada momento tienen que bajarse
y empujar.
Uno de ellos se queda en el agua, agarra la soga de
amarre y jala del bote como si fuera un caballo; parece que sale, el hombre
sube, el motor acelera, avanza unos metros, pero de nuevo se queda enganchado;
se apean los dos, empujan… y vuelta a empezar. Es un esfuerzo físico
tremendo, están empapados por igual de la remojada y del sudor.
Hay un momento en que no pueden; entonces colocan transversalmente
bajo el casco un palo grueso (que ahora comprendo por qué lo llevamos), y yo me
acuerdo de los esclavos egipcios haciendo rodar sobre troncos las enormes
piedras para edificar las pirámides. Hacen falta ya más manos, de modo que
me descalzo, me remango el pantalón hasta las rodillas y al agua. Empujamos
con todas nuestras fuerzas hasta que desatascamos el bote.
Así durante más de hora y media. Hay un momento en que,
cuando voy a saltar de nuevo, escucho un grito: “¡Padre, no!”. Miro
extrañado: “¡Es barro, te vas a hundir!”. Ahí aprendo que, sobre el fondo
de arena fina, la canoa desliza mejor, pero cuando es puro lodo cuesta mucho
más hacerla avanzar, y es más peligroso pararse en el agua. Me dicen que,
días atrás, un profesor quedo clavado en esa greda hasta las axilas y sacarlo
fue como descorchar una botella rebelde.
Hasta que llegamos a Yanashi. Y eso no es nada comparado con
el regreso: el ponguero zarpa a las 4 de la mañana, así que el trayecto de
vuelta quebrada abajo ¡se hace en la oscuridad de la noche profunda! Tocó
botarse varias veces al río a empujar bajo la luz de los focos. Yo estaba
preocupado por los bichos que puede haber en el agua, por el barro pegajoso, y
por mojarme y luego no poder secarme por el aire del ponguero, y resfriarme.
Pero no pasó nada grave, solo algún resbalón incluido en el contrato.
Dentro de poco ese hilo de agua se va a secar del todo.
Cuando eso suceda, los habitantes de Yanashi tendrán que caminar ¡12
kilómetros! hasta el río grande; ya han comenzado a abrir la trocha en mitad de
la selva. Es increíble lo que sufre este pueblo, y otros muchos, para poder
acceder al agua, a los alimentos, a los bienes y servicios más básicos. Lo
más triste es que cada año es peor, llueve menos, hasta el punto que temen que
el acceso se cierre completa y definitivamente. ¿Qué ocurrirá entonces?
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