jueves, 5 de septiembre de 2024

EPOPEYA PARA LLEGAR A YANASHI


En la entrada anterior mencionaba que había viajado a Yanashi y había encontrado la grata sorpresa de una reunión zonal de jóvenes. Me queda contar la aventura de esa travesía, tremenda para mí, pero cotidiana para la gente de allá y para muchos habitantes de la Amazonía, que sufren los estragos lacerantes del cambio climático.

Yanashi no está en el Amazonas grande, sino en una quebrada, es decir, un afluente. He visto fotos de cuando el río se desbordaba y el agua llegaba hasta la puerta de la iglesia. Había que ir a misa y al colegio en canoa, y eso era para la vecindad tan fácil como comerse un colín porque ocurría cada temporada de creciente. Pero ahora hace dos o tres años que no sucede.

Por el contrario, el nivel del río desciende tanto, que el caño en cuya orilla está Yanashi prácticamente se seca del todo. Emergen inmensos bajiales donde se cultiva maíz, sandía, frejol, y sobre todo, arroz. Ese barro es mucho más rico en nutrientes que el suelo de la tierra firme, y todo el mundo cosecha con alegría algunas toneladas de arroz, el alimento base. Esa es la cara amable del asunto.

El reverso tiene muchas aristas desagradables. Excepto las pequeñas canoas, ninguna embarcación puede ya entrar hasta Yanashi. Las lanchas de carga no llegan, las movilidades de pasajeros tampoco. Los atracaderos hábiles se han ido alejando de la población durante el último mes y medio, a medida que la merma se hacía más severa. Ahora, con el agua en cota crítica, no queda más remedio que encostar en la ribera misma del Amazonas.

¿Cómo transportar abarrotes y artículos de primera necesidad hasta Yanashi? ¿Y las personas? Por el momento queda un hilo de agua. Mi ponguero llegó a la boca de la quebrada después de varias vueltas y siete horas de navegación desde Iquitos. Allá esperaba un bote metálico, grandecito pero más ligero que los de madera; ocho pasajeros nos brincamos a él, en total éramos diez más la carga. Enfilamos la surcada atravesando con miedo silencioso la fuerte corriente del final del caño, justo cuando vierte al río grande.

Una vez dentro y quebrada arriba, empieza la odisea. El agua alcanza apenas medio metro, y enseguida la canoa empieza a varar, es decir, su quilla topa contra el fondo y se arrastra a duras penas. Hay dos hombres en la proa que intentan mostrar los rumbos más profundos, tentando con una estaca larga, metiendo el remo, pero ni modo: a cada momento tienen que bajarse y empujar.

Uno de ellos se queda en el agua, agarra la soga de amarre y jala del bote como si fuera un caballo; parece que sale, el hombre sube, el motor acelera, avanza unos metros, pero de nuevo se queda enganchado; se apean los dos, empujan… y vuelta a empezar. Es un esfuerzo físico tremendo, están empapados por igual de la remojada y del sudor.

Hay un momento en que no pueden; entonces colocan transversalmente bajo el casco un palo grueso (que ahora comprendo por qué lo llevamos), y yo me acuerdo de los esclavos egipcios haciendo rodar sobre troncos las enormes piedras para edificar las pirámides. Hacen falta ya más manos, de modo que me descalzo, me remango el pantalón hasta las rodillas y al agua. Empujamos con todas nuestras fuerzas hasta que desatascamos el bote.

Así durante más de hora y media. Hay un momento en que, cuando voy a saltar de nuevo, escucho un grito: “¡Padre, no!”. Miro extrañado: “¡Es barro, te vas a hundir!”. Ahí aprendo que, sobre el fondo de arena fina, la canoa desliza mejor, pero cuando es puro lodo cuesta mucho más hacerla avanzar, y es más peligroso pararse en el agua. Me dicen que, días atrás, un profesor quedo clavado en esa greda hasta las axilas y sacarlo fue como descorchar una botella rebelde.

Hasta que llegamos a Yanashi. Y eso no es nada comparado con el regreso: el ponguero zarpa a las 4 de la mañana, así que el trayecto de vuelta quebrada abajo ¡se hace en la oscuridad de la noche profunda! Tocó botarse varias veces al río a empujar bajo la luz de los focos. Yo estaba preocupado por los bichos que puede haber en el agua, por el barro pegajoso, y por mojarme y luego no poder secarme por el aire del ponguero, y resfriarme. Pero no pasó nada grave, solo algún resbalón incluido en el contrato.

Dentro de poco ese hilo de agua se va a secar del todo. Cuando eso suceda, los habitantes de Yanashi tendrán que caminar ¡12 kilómetros! hasta el río grande; ya han comenzado a abrir la trocha en mitad de la selva. Es increíble lo que sufre este pueblo, y otros muchos, para poder acceder al agua, a los alimentos, a los bienes y servicios más básicos. Lo más triste es que cada año es peor, llueve menos, hasta el punto que temen que el acceso se cierre completa y definitivamente. ¿Qué ocurrirá entonces?

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