sábado, 10 de agosto de 2024

“PRÁCTICAS CULTURALES”


Recibir la noticia de que más de 500 niñas y niños awajún han sido víctimas de abusos por parte de sus maestros en los últimos 14 años fue como encajar un gancho al hígado, una conmoción de dolor que te deja sin aire y sin sentir las piernas. Pero escuchar a dos miembros del gobierno peruano calificar las violaciones como “prácticas culturales” me hundió en una silenciosa grieta de perplejidad e indignación.

El horripilante hecho fue contado acá con todo detalle y competencia por Paola Calderón. Las declaraciones del ministro de Educación, Morgan Quero, y de la ministra de la Mujer, Ángela Hernández, están recogidas por la cruel hemeroteca y divulgadas por una televisión generalista. El obispo de Jaén, Mons. Alfredo Vizcarra, salió enseguida con unas palabras tan acertadas como contundentes, a las que me adhiero.

Pero sigo dándole vueltas al porqué de semejante patinazo. No puedo evitar retrotraerme al evolucionismo de Lewis Henry Morgan, antropólogo clásico del siglo XIX, tal vez porque es medio tocayo del ministro de Educación. Su tesis es que el desarrollo del ser humano es gradual y pasa por tres etapas: salvajismo, barbarie y civilización, que es el culmen. De modo que los awajún deben estar en alguno de los dos primeros estadios, todavía en la infancia como especie. Calificar de “prácticas culturales” una bestialidad tal como violar a las menores exhibe de manera asombrosa el racismo que infecta hasta las mentes supuestamente más ilustradas.

Me ha ayudado a comprender esto un excelente artículo de Alicia M. Barabas en la revista Alteridades. Ella dice que el imaginario del indio como “bárbaro” no ha desaparecido, sino que constituye un componente estructural del racismo. El bárbaro es un otro percibido como diferente e inferior a partir de quienes observan y relatan. Ellos, acá nuestros ministros, lejos de ser imparciales, son valorativos y excluyentes; el bárbaro awajún representa el opuesto a un “nosotros” situado en posición de superioridad y hegemonía.

Los indios cometen actos que, aunque atentan claramente contra los derechos humanos, forman parte de sus “prácticas culturales”, y por tanto son unos ignorantes y unos salvajes. Este etnocentrismo flagrante y despectivo es heredado de la época colonial, en la que se fraguaron las representaciones sociales sobre los indígenas que fueron consolidadas en el siglo XX. Recuerdo acá los relatos de varias personas mayores que me contaban cómo, siendo estudiantes, les prohibían hablar sus lenguas originarias (incluso en internados católicos, ay) porque eso era un atraso, cosa de brutos, y nomás había que aprender el español.

La autora habla de una “transposición de bárbaro a salvaje”, muy interesante y certera. Es un proceso espontáneo de salvajización de los indígenas, que son imaginados como seres brutales, que comen comida cruda, andan desnudos, se revuelcan en una “promiscuidad” asquerosa… El gigantesco prejuicio alcanza incluso a los mismos indígenas: uno de los participantes en la reciente asamblea de los pueblos originarios del Vicariato estaba sorprendido de que “han llegado gente de otras etnias y no nos han atacado con flechas ni han venido a matarnos”.

Igual que las tribus de la selva pasaron a ser los nuevos bárbaros de los civilizados europeos, los indígenas de hoy son los habituales salvajes para la clase dominante, blanca y urbana. Los antiguos horrores de la idolatría, los sacrificios humanos, el canibalismo, la brujería, la poligamia, el incesto o la sodomía, han sido reemplazados hogaño por la terruquería, la violencia ciega en las manifestaciones, el shamanismo, la adoración de imágenes de la Pachamama y otras supersticiones, el uso de psicoactivos nocivos, el libertinaje sexual y demás “prácticas culturales”.

Estas calificaciones peyorativas coadyuvan a la impunidad con la que se despachan los poderes económicos dominantes, que se afanan en redactar leyes para poder depredar libremente la Amazonía; esta sería un inmenso territorio repleto de riquezas naturales casi vacío, donde únicamente viven cuatro “salvajes” que no hacen más que fastidiar con sus reivindicaciones. El etnocentrismo, además de un déficit educativo o intelectual, es un poderoso motor del interés económico.

Algo que me cae muy cerca es el ritual de la pubertad en el pueblo tikuna, llamado también “la pelazón”: el paso de niña a mujer se celebra, junto con otras costumbres, arrancándole a la adolescente toditos los cabellos de su cabeza hasta dejarla calva. ¡Qué barbaridad! ¡eso es algo demoníaco! – decían y hasta hoy dicen los evangélicos del Instituto Lingüístico de Verano. ¡Qué animales estos nativos!

Claro, si lo estudias un poco aprendes que es un ritual que se relaciona con la construcción de la identidad tikuna y con la formación de un cuerpo individual y colectivo. Absolutamente toda la comunidad está implicada en su preparación y realización. Por una parte, se está buscando el bienestar de la niña, fortalecer un cuerpo que reproducirá nuevas personas, y por tanto renovar la sociedad. Por otra parte, la construcción del cuerpo social se logra por la participación de las dos mitades exogámicas sobre las que se sustenta la organización social tikuna para permitir las alianzas interclánicas entre los clanes de animales con plumas y los clanes de animales sin plumas.

Entendido en sus términos y colocado en su contexto, la pelazón no es ninguna salvajada. Es una ceremonia con todo su significado y su belleza, liderada por verdaderos sabios. Llamarla “práctica cultural” en sentido despectivo, como si los tikunas fueran bestias o paletos, solo indicaría la torpeza y el desconocimiento de quien se atreviera a pensarse en un plano superior a ellos. Pero no son inferiores, son diferentes en una realidad pluricultural, el país de todas las sangres, donde tenemos que caminar en el reconocimiento pacífico del otro distinto, y luchar por la igualdad: suelen coincidir “los salvajes” con los que se mueren de hambre, curiosamente (no hay nada nuevo bajo el sol).

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