El otro día en Indiana me hice una herida en un dedo del pie
por estar burreando. Semana y media después, eso seguía sin cicatrizar,
así que al llegar a Punchana me fui al dispensario para que nuestra enfermera
Elita me curase. No me podía imaginar el encuentro que estaba a punto de
producirse; pocas veces Diosito se me ha presentado de forma tan nítida.
Ella se llama Cintia y tiene seis años, aunque es tan
pequeña que aparenta menos, como tantas mujeres coquetas del mundo.
Apareció por mi espalda en plenas operaciones de desinfección de mi dedo,
conque no podía voltearme; notaba los pasos menudos, desiguales y
silenciosos de unos pies descalzos. Elita miró por encima de mi hombro y la
saludó sonriendo.
No había respuesta, pero el caso es que la conversación
era fluida:
- Cintia, siéntate en esa silla
- …
- Sí, ahí nomás
- …
- Eso, no te muevas ¿eh?
- Cintia, siéntate en esa silla
- …
- Sí, ahí nomás
- …
- Eso, no te muevas ¿eh?
Cuando al fin pude mirar, hallé unos ojos achinados,
entre amazónicos y asiáticos, fijos en mí; un pelo negro apenas compuesto
en una coleta; una camiseta arrasada por mil lavados, descolorida y dada de sí;
las piernas arqueadas y llenas de picaduras dentro de un pantaloncito rosa; y
esos pies, hábiles en su aparente vacilación, manchados de tinta de un
bolígrafo travieso.
Y esa sonrisa panorámica, donde se erigen un puñado de
dientes chicos, desiguales y atacados de caries, que Cintia ofrece a todo lo
que da, con el desparpajo y la inocencia de un niño con síndrome de
Down. Ella no sabe que además tiene el paladar hendido, y esa dolencia la
hace más propensa a patologías del oído, además de los evidentes problemas dentales.
Pero Cintia escucha muy bien y es muy comunicativa,
aunque no articula palabra. Comprende al toque, y se las apaña para decir
lo que quiere con ingenio y gracejo, moviendo su cuerpecillo, modulando las
expresiones de su rostro, señalando, asintiendo o frunciendo su boca. Estoy
maravillado de esa eficacia, y de la simpatía que desborda.
Es indígena kichwa de Angoteros, y está en la casa para pacientes y
familiares que, un par de años atrás, ayudó a reformar la hermandad de Cabeza
del Buey. Ha venido con su papá (mejor no pregunto por su mamá…) porque estos
días hay en Iquitos una campaña médica de operaciones de labio leporino. Pero
cuando la han visto en la primera consulta, el odontólogo y el cirujano dudan
si extraerle todos los dientes o intervenirla tal como está… Es complicado.
Elita y yo, mientras Cintia baila unas piezas a nuestro
alrededor, conversamos acerca de la posibilidad de enviarla a Lima, a la
asociación “Operación sonrisa”, para ponerla en manos de doctores más expertos.
Me toca el brazo y señala a un gatillo negro que se ha colado en la consulta: “Ehh”
– reclama. Pero claro, habría que ver de dónde conseguir los pasajes de avión. “¿Quieres
un globo?”. Sonidos guturales se combinan con las luces y colores de un
exultante gesto de felicidad.
Río y a la vez me estremezco, no hay un rostro de Jesús
pobre y débil más inequívoco que esta cría. Desvalida, pero cómo se
divierte, dependiente, diminuta… ¿discapacitada? Nada de eso. Con un río de
tiempo por delante, con posibilidades de amar, respirar y vivir plenamente. Siento
que estoy en la presencia de lo Santo: la dignidad humana del más
insignificante.
Todos los días vuelvo donde Elita. No tanto porque todavía necesite
cuidados, en realidad sé que regreso para verla a ella, para exponerme al
impacto de su ternura; voy a saludarla en kichwa, a abrazarla, cargarla y
darle un beso. Me tiene atrapado. Más que un pertinaz rasguño en el pie, Cintia
cura mi corazón.
Para ti Mamá
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