- “¿Podrías
celebrar una misa exequial?” –
Domi ha llamado a la puerta de la casa en un vacío atardecer de domingo en
Punchana. Mi cara de estupor la anima a explicarme: - “Tenemos una muerta
de Angoteros. La han trasladado esta mañana de emergencia en avioneta, pero ha
fallecido por el camino. Está su esposo con ella, pero no tienen a nadie en
Iquitos y la hemos traído acá”.
– “¿Cómo se llama?”
– pregunto. Y recuerdo que habíamos comentado, durante mi visita allá, que una
mujer joven tenía un tumor en el tiroides y se lo estaban tratando. Hace
falta plata para el transporte del ataúd hasta Angoteros; la municipalidad pone
el ponguero desde Mazan, pero hay que colaborar para llevarla de Iquitos a
Indiana.
- “Rita”- ya
está Domi entrando en la capilla, se ve la caja de madera barata abierta y
colocada sobre una mesa al fondo, en el pasillo. Sentado en una banca a su costado,
Reuter, su marido, un hombre en sus cuarenta, tal vez un par de años mayor que
ella, un puro kichwa descalzo en la ciudad.
Me cuenta cómo ha sido.
Llevaba Rita un tiempo con el bulto en el cuello. Había ido a la posta en su
pueblo, pero se puso peor (“era como si estuviera tragando paja”) y buscó un
brujo que la aliviase. Mejoró un poco, hasta que empezó a sufrir
dificultades para respirar. Entonces la desplazaron al hospital de Santa
Clotilde, donde ha estado 10 u 11 días hasta que su estado se volvió crítico y
ya fue tarde.
Observo el cadáver de
Rita. Pequeña y de piel oscura, como corresponde a la raza amazónica, su
cuerpo desgastado por sus ocho partos (deja seis hijos vivos) desmiente la
juventud que muestra su rostro ovalado; los ojos cerrados, como las manos
nudosas sobre el pecho, manos que guardan las secuelas del trabajo de la casa y
la chacra, pero que también han acariciado y hecho masato. El cáncer, que tiene
el tamaño de un huevo, asoma a la vez triunfante y vencido.
Cantamos en la
Eucaristía, como no puede ser de otra manera con este pueblo, aunque solo somos
tres: Domi, Reuter y yo. Hablamos de la esperanza y tratamos de dar ánimos al
hombre, pero está realmente desolado. Espero que lo que no decimos, pero hacemos
-acoger, ayudar, acompañar, consolar- tenga para él más fuerza que las meras
palabras, que siempre parecen estorbar en momentos así.
Son las 8 de la noche.
“Ve con Reuter a cenar. Yo les espero acá”. Y así me quedo solo con
Rita un largo rato. La he conocido ya difunta, hoy ha sido la primera vez que
la he visto. Nunca he hablado con ella, no sé cómo es el tono su voz, ni su
gesto, ni la forma de su sonrisa. Seguramente se mostraría ante mí modesta y
vergonzosita, como genuina warmi napuruna. No comprenderé sus
inquietudes, sus cotidianas batallas, las alegrías y dolores que entramaban el
tejido de su vida.
Pero acá estamos los
dos. Noto que hay una presencia en el cuerpo muerto, un potente vestigio de
la identidad de la persona que fue; puesto que lo físico nos constituye de
raíz cada día de nuestra existencia, el cuerpo es como una bitácora que
registra nuestras edades y avatares. Tenemos pues un vínculo Rita y yo, hemos
compartido algo de nosotros, algo espiritual.
No puedo dejarla
sola. Recuerdo siempre aquella
anécdota, cuando en uno de mis pueblos extremeños los familiares dejaron el féretro
en la iglesia y se fueron a almorzar un día de nevada. Medito que, cuanto
más débiles somos, a medida que nos acercamos al final, más necesitamos
compañía. Y el cadáver es el retrato de nuestra absoluta indefensión como
criaturas: tal como llegamos al mundo, nos marchamos. Por eso permanezco junto
a Rita.
Llevar de madrugada el
ataúd al puerto, bajarlo a mano por las gradas, pasar por tablas de madera y
embarcarlo fue una aventura que necesitaría otra entrada. Increíble pero a la
vez natural, como todo en mi selva. De pronto, conversando con alguien, te enteras
de que tal persona, con quien estuviste no hace mucho, ha fallecido. Todo
fluye en el ciclo de la vida, hasta arribar al pasado original, a la Tierra sin
Mal, donde estará ya Rita con sus manos abiertas. Allí conoceré su sonrisa.
Hola amigo y pastor. Así es, aún cuánto falta en nuestro amado Perú... muchos peruan@s sin contar con lo mínimo necesario para la salud, su atención, posibilidades mínimas necesarias para su existencia! ...Por todo esto se está luchando y muchos están dando su vida! Bendit@s serán, como lo es ahora Rita. Un beso para ella al Cielo! 💥🙏💥
ResponderEliminarTuvo suerte Rita de encontrarte en su camino, aún ya muerta. Porque con tu sensibilidad humana, humanizaste su muerte, dignificaste ese momento de su cuerpo allá solito, sin nadie. Rita ha traspasado su lugar de origen sin ni tan siquiera publicitarse, tus palabras han hecho que los que las hemos leído hayamos dado valor a su vida, una vida que no conocemos, pero que ya admiramos sin tener más datos. Da rabia comprobar una y otra vez cómo las desigualdades, el desequilibrio de oportunidades y recursos, nos roba vidas injustamente. La vida que es un milagro auténtico, de tanto verla la hemos normalizado, de tanto normalizarla, la hemos desvalorizado, hasta despreciarla y destruirla. En medio de este mundo oscuro hay que seguir empeñados en iluminar, aunque sea con una humilde cerilla, allá donde cada uno esté, y haga lo que haga. Ánimo a todos. Luisa Gil.
ResponderEliminarLa Amazonía, con tanta riqueza y a la vez con tanta pobreza. ¿Qué nos queda? A veces solo acompañar, estar con ellos. Cuando fui designado a la misión, el obispo que me envió, me dijo acompáñalos en la fe, no eres un mesías ni su redentor, solamente acompañálos y tiempo después a este mandato añadiría y ahora déjate querer, el cariño que ellos te brinden, acéptalo, déjate querer. Y en ese caminar se vive de todo con ellos, alegrías, penas, logros, éxitos, fracasos, la vida y la muerte.
ResponderEliminarDios Creador, concedele a Rita el gozo eterno. A Reuter, su esposo, el consuelo, la voluntad, las fuerzas y las condiciones para que pueda salir adelante con sus seis hijos.
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