sábado, 17 de diciembre de 2022

APRENDER A CALLAR


Requerimos un año o algo más para aprender a hablar y ¿cuántos? para aprender a callar; yo voy siendo ya mayorcito, y estoy en ello. De veras pensaba que había acuñado un pensamiento original y cierto, pero he googleado y resulta que Ernest Hemingway me echó la pata con una cita famosa: “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”.
 
Recuerdo que, durante mis viajes a África los veranos de teología, vi en una capilla un ambón de madera con un relieve tallado; representaba a un hombre de pie que se tapa la boca con una mano. Me explicaron que en aquella cultura ese gesto expresa una combinación de reverencia y asombro ante la Palabra y sus maravillas. Y con moderación y ademanes suaves, porque la acogida a lo que Dios revela está en las antípodas del alboroto.


Vuelve a mi corazón muy a menudo a modo de propósito para este día o los próximos minutos. Callar es un ejercicio de contención y de autocontrol, pero ante todo es una consecuencia de la destreza de contemplar.
Cuando la realidad nos impacta por su belleza o su deformidad, se produce en nosotros un hiato, una pausa que conduce al silencio. El ruido es domesticado por la emoción sin que intervenga la mano.

¿Cómo subir a esa esfera y saber quedarse? ¿Cómo dejarse acarrear dulcemente por esa lentitud? Cuando aprenda a deslizarme así, estaré listo para podar la verborrea y templar la reacción que en muchos momentos me mecaniza. En tanto se accede a esa condición en razonable medida, creo que los ensayos de aprender a callar no pasan de torpes balbuceos de sensatez.

Aun así, hay que intentarlo. Insistiendo en la estrategia de “si tengo dudas acerca de si decirlo o no, no lo digo”. Ya es un paso apreciable. Solo hablo o escribo si estoy seguro de que es conveniente y constructivo. Es lo de los tres filtros de Sócrates, más viejo que el mundo:

- ¡Maestro! Quiero contarte algo sobre un amigo tuyo…
Sócrates lo interrumpió de inmediato:
- ¡Espera! Antes de que me hables sobre mi amigo, lo que me vas a decir debe pasar el examen del triple filtro.
- ¿El triple filtro?, preguntó el discípulo sin saber de qué le hablaba.
- Sí, respondió Sócrates. ¿Estás absolutamente seguro de que lo que me vas a contar es verdad?
- Se lo oí decir a unos vecinos...
- ¿Entonces no sabes si es cierto o no?, le insistió el filósofo. El discípulo tuvo que admitir que no.
- ¿Y es algo bueno lo que me vas a decir de mi amigo?
- Al contrario, es negativo, y no te va a gustar...- dijo el discípulo.
- ¿Entonces deseas decirme algo malo sobre él que, además, no estás seguro de que sea cierto? - le replicó Sócrates.
El discípulo no supo qué responder.
- Y, por último, ¿me va a servir de algo lo que tienes que decirme?
El discípulo dudó, pero al final reconoció que, saberlo o no, en realidad no iba a resultar útil a Sócrates.
- Entonces, si lo que deseas decirme no es cierto, ni bueno ni útil, ¿para qué querría saberlo?, concluyó el filósofo.

Claro como el agua, pero cómo cuesta cumplirlo… Cuántas veces me doy cuenta, apenas lo he dicho, que no debería haberlo dicho. He metido la pata, he creado incomodidad o malestar, he concitado desconfianza. Y lo lamento. Ocurre constantemente.

En general hablamos demasiado. Nos propasamos y quedamos expuestos, desprotegidos y rendidos a lo irremediable, cual heridos en medio de una batalla. Y después nos vemos obligados a hablar más para aclarar o explicar…

No cabe duda de que es esencial para el equilibrio y la felicidad saber callar. Entrenar la sobriedad verbal y la prudencia; practicar la raíz cuadrada a todo lo que pugna por salir por nuestra boca, y que proviene de diferentes regiones de nuestro yo consciente e inconsciente: hígado, estómago, riñones… hasta de las rodillas, estoy seguro. Me gustan los emoticonos que dibujan esa actitud: 🤐 y 


Poner en marcha planes alternativos: “diré lo estrictamente imprescindible” o “en general, estaré callado”. Y trataré de escuchar. Me quedan ocho años para progresar adecuadamente.

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