¿Pero qué hace San Isidro en pleno Amazonas😲?
Sí, eso mismo me pregunté yo cuando llegué al centro poblado San Isidro,
en el territorio de la misión de San Pablo, a celebrar el aniversario. Porque,
aunque el nombre daba pistas, jamás me podía imaginar encontrar una romería
al estilo amazónico. ¡Y vaya si la disfrutamos!
Para que no quedara duda, ahí lo ven en el frontis de la cancha
escolar: “San Isidro el Labrador”. “Es en Lima donde hemos
conseguido la imagen, padrecito, porque en Iquitos nada” – me decían las jefas
del festejo. No me extraña: un laico madrileño del siglo XI, el primer
casado canonizado de la Iglesia (allá por 1622, antes de ayer), patrono del
campo y del mundo rural español… ha llegado hasta la tierra del paiche, los
guacamayos y el aguaje. Me quedo a cuadros.
Ya había estado yo allí en una ocasión, nada más llegar al
Vicariato, botado por una avería en el motor de un rápido (lo conté aquí),
y la impresión que tenía era de pobreza, suciedad y no tener casi sombra donde
guarecerme. Lo que he visto ahora, cinco años después, es muy diferente: calles
empistadas, varios hospedajes grandazos, tremendas tiendas… Se ve que el
personal prospera, quizá el polvo mágico influya…
Allá nos presentamos, como parte de la visita del vicario
general al puesto de misión de San Pablo. Nada de carpa ni colchoneta, nos
alojaron en un hostal con TV en el cuarto, aunque sin mando a distancia y
baño común para 12 clientes. El programa religioso comenzaba con la
misa, después procesión y más tarde velada al santo. Único problema: que
coincidía con el campeonato de fútbol, y sensatamente hubo que retrasar el evento
hasta la noche.
Tocaba pues esperar, y así pasamos la tarde, esquivando como
podíamos del calor abrasador. Acá no hay comunidad cristiana formada y
establecida (de hecho, me pareció un lugar más bien israelita), y la animadora,
la señora Rocío, está recién comenzando y aprendiendo. Hubo personas que acudieron
más o menos puntuales a la hora fijada, con lo que pudimos ir conversando
mientras anochecía. Los católicos se manifestaban y agradecían que
estuviéramos allí nada menos que tres curas (algo así como el 25% de todos
los sacerdotes del Vicariato) y dos religiosas.
En un momento aparecieron hojas de canto y se armó un bonito
ensayo de las canciones previstas para la celebración. Los más hábiles entonaron,
sonaron las palmas y las sonrisas comparecieron. Es curioso cómo el canto
conecta, es lo que mejor hace participar a nuestra gente. Y así calentando
las voces, se aproximaba la hora. En un pis pas las gradas de la cancha
de la escuela se veían casi llenas, bastantes sillas salieron de los salones y
los parlantes se ecualizaron. Todo listo.
San Isidro había cambiado el azadón y la guadaña por las
redes de pesca y el arco con flechas, y yo tenía ante mí una masa de gente,
mayoritariamente perteneciente a variadas sectas, pero atenta y receptiva. Los
moscos asediaban el altar bajo el enorme foco mientras les hablaba del amor y el
servicio, de la defensa de la vida y los derechos humanos, de la justicia y el
compartir. Un pequeño grupo de 6 u 8 personas se acercó a comulgar, y al
final, con una copa transparente llena de agua bendita, bendijimos al santo
patrón.
Puesto que era ya la hora de cenar, bañarse etc. propusimos
dejar la procesión para el año próximo. Caminando por tablas sobre el piso
inundado marchamos a recibir nuestro refrigerio y a las 10 de la noche
regresamos al lugar para la velada. Ahí seguía el santo, impasible en su anda
profusamente adornada y compuesta; pero no se veía a casi nadie más. “No
va a haber nada” – pensamos.
Poco a poco fueron llegando algunas mujeres potenciales
danzantes. Arrancó la música regional (aunque le faltaba variedad, durante un
buen rato fue un único tema repetido como en disco rayado) y con ella los
primeros valientes en moverse. Dudé un poco, pregunté si había caldo de
gallina, las jefas me gritaron que sí entre risas, saqué mi pañuelo
empapado del día y comencé a danzar. Al rato sirvieron sopa de res (cena
número 2), sonó El gallinacito, hubo pan y gaseosa y la velada cuajó.
Hay luz en este pueblo hasta las 11 de la noche, pero
pensábamos que por ser fiesta tal vez dejarían más. Pues no: de pronto plaf, el
corte, implacable, y con él la oscuridad y el silencio. Así quedó el asunto,
los misioneros sudando al mismo tiempo decepcionados por el abrupto final y
aliviados por poder irnos a la cama. Tampoco había mosquitero en mi habitación,
y mientras un zancudo me sobrevolaba, pensaba: ¿cómo acompañar esta realidad
multicultural como Iglesia aliada de todos que lucha por la vida plena?
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