Después de
haber disfrutado los últimos 18 años en pueblos pequeños, ahora vivo en Iquitos. Desde
2020 venía casi semanalmente, pero no es lo mismo estar de paso y apurado por
volver a mi casa, que sentir que acá es donde ahora están mi colchón y mis
cuatro libros. Tal vez por eso los primeros días la ciudad me impacta.
Iquitos, con más de medio
millón de habitantes, es la capital de la selva peruana; una especie de tumor que le ha salido a esta parte de la Amazonía inmensa
y escasamente poblada (para hacernos una idea, todo el territorio de nuestro
vicariato - Extremadura, Andalucía y Galicia sumadas - engloba a 150.000
personas). Una metrópoli de crecimiento rápido, constante y desbocado, un
desbarajuste de motos, mercados, pobreza, olores y estruendoso ruido.
Cuántas veces habré cumplido con el ritual de ir a pasear por el malecón
o a tomar un helado en la Plaza de Armas… Pero ahora lo miro todo con otros
ojos, los del vecino y no los del visitante. Y veo por ejemplo niñas chicas que se meten por entre los
motocarros detenidos en los semáforos ofreciendo caramelos; pequeñas no, pequeñísimas,
de menos de tres años, estoy seguro. Niñas descalzas.
También estaba al aire el pie de un hombre en la vereda junto a las
oficinas bancarias de Próspero. Porque se trataba de mostrarlo, un pie
aterrador, hecho una pura llaga sanguinolenta. Unas cuadras más abajo, otro
joven, este semidesnudo, mugriento, pestilente, protagoniza el rostro de la miseria; que en Iquitos se entrevera con
turistas, colas interminables en los centros sanitarios y en el RENIEC,
mochileros o tragamonedas.
Es una ciudad
paradójica, a la vez cosmopolita y provinciana, que arrastra un pasado ligado
al genocidio del caucho, cuyo reverso fue su prosperidad postiza y decrépita,
que ostenta hasta hoy. Manchas de humedad conviven con hoteles de
superlujo, carros relucientes de vidrios polarizados aceleran y salpican el
agua de los charcos-piscinas que desbordan las calles cuando caen los
habituales lluviones nunca asumidos
por el precario sistema de alcantarillado. Has de aceptar que te vas a mojar
tus piececitos, que al menos están sanos y en sandalias.
Eso si no estás en el barro de los asentamientos humanos,
metástasis que aumentan y desparraman Iquitos descontroladamente. El otro día,
invitado a almorzar en uno de ellos, me sorprendieron los acerados nuevitos por la carretera de Santo
Tomás, y también que tienen luz eléctrica, pero no agua ni desagüe. Como en
Punchana, mi barrio, que sin agua se
pudre de sed, de suciedad y enfermedades en una Amazonía que es pura agua por
todas partes. Manolo Berjón y Miguel Ángel
Cadenas, el obispo de Iquitos, han denunciado esta situación de
degradación de la dignidad humana y han llegado hasta el Tribunal
Constitucional (ver en facebook).
Otros ingredientes del paisaje urbano son los puestos de venta en
la calle de toda clase de cosas, la delincuencia acechante, las sonrisas tras las
cada vez menos numerosas mascarillas, y por supuesto la basura. Porque se ve basura a cada paso, y la verdad,
cuando hay huelga de trabajadores municipales los montones son nomás un poquito más chatos que de
costumbre. Esta imagen estremece:
Y es que en la calle, donde se amontonan los desechos, está la gente. El otro día en casa de Bea y Juan Carlos comentábamos cómo la vivienda es, culturalmente, el sitio donde se duerme, pero el resto de la vida se hace en la calle. Allí se conversa, se comparte, se sufre la música a todo volumen de los vecinos… La cuarentena estricta debió de ser mortífera para familias abundantes acostumbradas a pasar el día afuera.
Por supuesto que Iquitos tiene su belleza y ofrece
ventajas. Se
puede comprar casi cualquier cosa, internet da como para escuchar los podcasts de Herrera, el otro día vi al
Atleti en Champions y fácilmente comes una pizza. La semana pasada entré en un
supermercado y el empleado de caja me saludó con un “good morning”; y en la noche se me acercaron dos
chicas con acento brasilero proponiéndome “un masaje rico”. Todo puede ocurrir
en Iquitos, esta urbe en la que recién he puesto mis pies misioneros. Me tengo
que acostumbrar.
Y es que en la calle, donde se amontonan los desechos, está la gente. El otro día en casa de Bea y Juan Carlos comentábamos cómo la vivienda es, culturalmente, el sitio donde se duerme, pero el resto de la vida se hace en la calle. Allí se conversa, se comparte, se sufre la música a todo volumen de los vecinos… La cuarentena estricta debió de ser mortífera para familias abundantes acostumbradas a pasar el día afuera.
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