Veinte días de descanso y desconexión en Isla Cristina dan para
mucho. Para vaciar mi mente –nada menos-
y dejarme llevar por la inercia de la observación silenciosa de la realidad, interior
y exterior. Una calma lentamente jaspeada de admiración y algunas reflexiones.
Esto es lo que a mis dedos noctámbulos les sale teclear.
En España
hay mucha gente mayor. Lo veo en la playa cada día y me impacta. Es
mi país, pero no puedo evitar percibirlo desde fuera, especialmente después de
tanto tiempo sin venir. Bastantes jubilados y pocos niños en proporción.
Ir todos en traje de baño conlleva una democratización de las chichetas
colgantes que te hace sentir alivio de grupo. Me percato también de que los
calvos nos reconocemos al cruzarnos, como hormigas que chocan antenas
invisibles, en una cierta solidaridad de la gorra, obligatoria ante el sol
fiero. “Chichetas” (carnes) es una palabra que usaba mi abuelo y siempre me
hizo gracia.
Acá los
telediarios son muy rápidos, armados con reportajes tan veloces que descarrilan
mi hábito de escucha, no me acostumbro. El locutor habla tan apuradamente que
parece que está recitando un trabalenguas, las entradillas son de diez
segundos… Qué estrés. En Perú las noticias se mastican, se comentan, se
repiten, todo mucho más despacio.
He
descubierto que lo mío no es el paddle
surf. Me paro en la tabla y duro menos que las entradillas, parece que
el equilibrio marino no está entre mis mejores habilidades, igual que bailar.
El kitesurf ni me lo planteo, pero me
encanta mirar a esos locos las tardes de poniente en la playa del Hoyo; qué
hermoso debe ser deslizarse sobre las olas con esa ligereza…
Cuando
tienes sobrinos adolescentes, la impresión del paso del tiempo es brutal. Dos años
después, Guille mide 1,80 y Pilar resulta que ya hasta se maquilla para
salir con sus amigas del instituto. Juventud explosiva en un país para viejos. Hacerse mayor es intentar agarrar a Luis y
Carlos (19 y 17 años) y ya no poder, comprobar que corren más que tú, que
resulta que eres un señor de 51 años de
vellón y ellos están comenzando la universidad.
Leo en una entrevista a la psiquiatra Marian Rojas que “el 90 por ciento de lo que nos preocupa
jamás sucede”. Y constato que es cierto: la inmensa mayoría de los
miedos que tenemos, nunca se convertirán en una amenaza real. En mi caso, más
que en el pasado, a menudo me encuentro a mí mismo pospuesto e intimidado por futuros que no existen. El mar me
susurra que he de vivir concentrado en
el presente igual que el funambulista, que cuida su equilibrio (como en el paddle surf) con los pies en la soga aquí
y ahora, pero sin detenerse. Se la recomiendo: marianrojas.com.
Lo que más extraño, y por tanto lo que más deseo cuando regreso a España,
es el vino seco (más que el queso del aperitivo o las galletas de la merienda,
que ya es decir). Muchas noches, en el
último rato relajado viendo una peli con mi padre antes de dormir, me tomo una
copa de vino y la disfruto de veras. Y pienso que tengo muchos motivos de agradecimiento:
estamos todos sanos después de una época muy incierta, he podido elegir mis
caminos (privilegio que no tantos tienen) y vivo con generosas dosis de alegría
y bienestar.
No obstante, cuántas veces y cuán injustamente caigo en uno de los
deportes nacionales: reclaming, es
decir, protestar, quejarme, reclamar. Debería
tatuarme en mi shungo “agradecer”, la
palanca para construir pensamientos positivos y generar más felicidad para mí y
para los demás. También me lo ha dicho el mar, y conviene tomarlo en serio porque
hay una categoría de discernimiento que solo puede hacerse en vacaciones. Lo sé
desde hace años.
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