Hace más
de treinta años que salí de Mérida. Cuando regreso aprecio los cambios,
lamento los estragos de las sucesivas crisis en forma de desaparición de
comercios antiguos, reniego por la dificultad de aparcar, me maravillo por
pequeños detalles de la ciudad romana que hallo a cada paso, constato que no
conozco a casi nadie y disfruto de la Eucaristía en las iglesias del centro.
Santa
María, en plena plaza de España, es mi parroquia. Cuando recibí
la Confirmación no era todavía concatedral, pero ya estaba allí el Cristo de la
O (siglo XIV), que en septiembre suelen colocar presidiendo el presbiterio con
motivo de la fiesta de la Cruz. Recuerdo muy bien aquellas misas de 12, aforo
al 150% y don Pedro Rodríguez de Tena, que me parecía un gigante a mis ojos de
niño, recorriendo solemne el pasillo central revestido con casulla y el cáliz
en las manos mientras sonaba el armonio. Imponente.
Supongo que por eso me gusta celebrar allí el domingo a mediodía,
aunque este año tocó por la noche. Me admira la serena belleza del templo, que ha ganado mucho una vez restaurado,
iluminado y ordenado con el ingenio de mi párroco Antonio Becerra. El
equipo de liturgia tiene preparadas las moniciones, peticiones y lecturas,
aunque los cantos cuestan más… Es algo que me sorprende siempre, ese silencio
litúrgico; en el Perú una misa sin canciones sería inconcebible, como un
círculo cuadrado.
No me puedo comparar con don Pedro, predicador de campanillas durante
más de 25 años, pero lo hago lo mejor que puedo y trato de contarles historias
de la misión, claro. De hecho varias
personas me conocen, mi mamá ha sido maestra de medio Mérida y habitualmente la
parroquia nos envía ayudas que les agradezco. “Cuando ustedes ponen su colaboración en los sobres o en la hucha del
DOMUND, tengan por seguro que llega a su destino y se utiliza para cosas
buenas. Si es que todavía existen las huchas…”. Veo que asienten con la
cabeza.
Cuando llega el momento de la comunión, una ministra trae el copón
y entre los dos la damos. Se ha avanzado
en muy buena dirección para potenciar la corresponsabilidad de los laicos,
pero hay que seguir. En el lugar preferente de la sillería del coro, miro de
reojo la sede episcopal que solo usa el arzobispo y pienso que en Indiana, que
es igualmente una catedral, tampoco me siento en la silla principal. Al
terminar, sobre la mesa de la sacristía, un sobrecito con mi nombre y el
estipendio; símbolos y detalles.
Antes, ese mismo día, he presidido la misa de 12 en El Calvario después de “autoinvitarme”.
Aquí frecuentaba menos en mis tiempos mozos, pero es la parroquia de Paco
Sayago, gran amigo, y me encanta compartir. Cada vez que voy la comunidad me parece más viva y bien organizada;
me nombran en la monición de bienvenida, y en los avisos finales escucho una retahíla
de reuniones y actividades. Los consejos parroquiales funcionan de verdad, y hay hasta ministros laicos que en verano
hacen la celebración diaria de la Palabra para que los curas puedan tener unos
días de descanso. Algo inimaginable hasta hace bien poco.
El
Calvario es el punto neurálgico de encuentro e integración de los inmigrantes
en la Iglesia de Mérida. Levanto la vista y distingo varias razas entre el público
(aunque un par de veces casi me caigo en el altar porque son los primeros días
con lentes progresivas y estoy acostumbrándome). También acá comparto
experiencias misioneras, en concreto acerca de la lucha contra pandemia y la
importancia de los apoyos que recibimos. “Le
conectamos el concentrador de oxígeno a aquella mujer y al ratito subió la
saturación y recuperó el color”.
Por
supuesto habrá colecta para el Vicariato San José del Amazonas, como de
costumbre, pero será el siguiente fin de semana, una vez que ahora se ha
advertido a la concurrencia para que vengan preparados.
Mientras el coro acompaña la salida, una señora pasa a la sacristía para anotar
a su hija en la Confirmación, aunque reclama que tres años de preparación son
muchos. Paco la atiende con la desenvoltura que le dan sus muchas horas de vuelo, y de pronto extraño Indiana
y estos detalles de la vida cotidiana parroquial.
Otro episodio típico de las vacaciones consumado. Pronto estoy
cerrando la maleta y subiendo al avión.
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